Estimados hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡feliz domingo!
En el Evangelio de la Liturgia de hoy escuchamos una hermosa promesa que nos introduce en el Tiempo de Adviento: «Vendrá vuestro Señor« (Mt 24, 42). Este es el fundamento de nuestra esperanza, es lo que nos sostiene incluso en los momentos más difíciles y dolorosos de nuestra vida: Dios viene. Dios está cerca y viene. ¡No lo olvidemos nunca! El Señor viene siempre, el Señor nos visita, el Señor se hace cercano, y volverá al final de los tiempos para acogernos en su abrazo. Ante esta palabra, nos preguntamos: ¿cómo viene el Señor? ¿Y cómo lo reconocemos y acogemos? Detengámonos brevemente en estas dos interrogantes.
La primera pregunta: ¿cómo viene el Señor? Muchas veces hemos oído decir que el Señor está presente en nuestro camino, que nos acompaña y nos habla. Pero tal vez, distraídos como estamos por tantas cosas, esta verdad nos queda sólo en teoría; sí, sabemos que el Señor viene pero no vivimos esta verdad o nos imaginamos que el Señor viene de una manera llamativa, tal vez a través de algún signo prodigioso. En cambio, Jesús dice que sucederá "como en los días de Noé" (cf. v. 37). ¿Y qué hacían en los días de Noé? Simplemente las cosas normales y corrientes de la vida, como siempre: «comían y bebían, tomaban mujer o marido» (v. 38). Tengamos esto en cuenta: Dios se esconde en nuestras vidas, siempre está ahí, se esconde en las situaciones más comunes y corrientes de nuestra vida. No viene en eventos extraordinarios, sino en cosas cotidianas, se manifiesta en lo cotidiano. Él está ahí, en nuestro trabajo diario, en un encuentro fortuito, en el rostro de una persona necesitada, incluso cuando afrontamos días que parecen grises y monótonos, justo ahí está el Señor, llamándonos, hablándonos e inspirando nuestras acciones.
Sin embargo, hay una segunda pregunta: ¿cómo reconocer y acoger al Señor? Debemos estar despiertos, alertas, vigilantes. Jesús nos advierte: existe el peligro de no darse cuenta de su venida y no estar preparados para su visita. He recordado en otras ocasiones lo que decía san Agustín: «Temo al Señor que pasa» (Serm. 88.14.13), es decir, ¡temo que pase y no lo reconozca! De hecho, de aquellas personas de la época de Noé, Jesús dice que comían y bebían «y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos» (v. 39). Prestemos atención a esto: ¡no se dieron cuenta! Estaban absortos en sus cosas y no se dieron cuenta de que el diluvio se acercaba. De hecho, Jesús dice que cuando Él venga, «estarán dos en el campo: uno será tomado, y el otro dejado» (v. 40). ¿En qué sentido? ¿Cuál es la diferencia? Simplemente que uno estaba vigilante, estaba esperando, capaz de discernir la presencia de Dios en la vida cotidiana; el otro, en cambio, estaba distraído, vivía al día y no se daba cuenta de nada.
Hermanos y hermanas, en este tiempo de Adviento, ¡sacudamos el letargo y despertemos del sueño! Preguntémonos: ¿soy consciente de lo que vivo, estoy alerta, estoy despierto? ¿Estoy tratando de reconocer la presencia de Dios en las situaciones cotidianas, o estoy distraído y un poco abrumado por las cosas? Si no somos conscientes de su venida hoy, tampoco estaremos preparados cuando venga al final de los tiempos. Por lo tanto, hermanos y hermanas, ¡permanezcamos vigilantes! Esperando que el Señor venga, esperando que el Señor se acerque a nosotros, porque está ahí, pero esperando: atentos. Y la Virgen Santa, Mujer de la espera, que supo captar el paso de Dios en la vida humilde y oculta de Nazaret y lo acogió en su seno, nos ayude en este camino a estar atentos para esperar al Señor que está entre nosotros y pasa.