Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, quinto domingo de Cuaresma, el Evangelio nos presenta la resurrección de Lázaro (cfr. Jn 11, 1-45). Es el último de los milagros de Jesús narrados antes de la Pascua: la resurrección de su amigo Lázaro. Lázaro es un querido amigo de Jesús. El Señor, que sabe que su amigo está a punto de morir, se pone en camino, pero llega a casa de Lázaro cuatro días después de que haya sido sepultado, cuando ya se ha perdido toda esperanza. Sin embargo, su presencia enciende un poco de confianza en el corazón de las hermanas, Marta y María (cfr. v. 22-27). Ellas, en medio del dolor, se aferran a esa luz, a este pequeña esperanza. Y Jesús las invita a tener fe, y pide que abran el sepulcro. Luego reza al Padre, y grita a Lázaro: «¡Sal fuera!» (v. 43). Éste vuelve a vivir y sale. Este es el milagro, tal cual, sencillo.
El mensaje es claro: Jesús da la vida incluso cuando parece que ya no hay esperanza. Sucede, a veces, que uno se siente sin esperanza –a todos nos ha pasado esto–, o que encuentra personas que han dejado de esperar, amargadas porque han vivido malas experiencias, el corazón herido no puede esperar. A causa de una pérdida dolorosa, de una enfermedad, de un cruel desengaño, de una injusticia o una traición sufrida, de un grave error cometido… han dejado de esperar. En ocasiones, oímos a alguien que dice: "Ya no hay nada que hacer", y cierra la puerta a la esperanza. Son momentos en los que la vida se asemeja a un sepulcro cerrado: todo es oscuridad, en torno se ve solamente dolor y desesperación. El milagro de hoy nos dice que no es así, que el final no es este, que en esos momentos no estamos solos, al contrario, que precisamente en esos momentos Él se hace más cercano que nunca para darnos de nuevo la vida. Jesús llora: dice el Evangelio que Jesús, ante el sepulcro de Lázaro se echó a llorar, y hoy Jesús llora con nosotros, como lloró por Lázaro: el Evangelio repite dos veces que se conmovió (cfr. v. 33-38), y subraya que «se echó a llorar» (cfr. v. 35). Y, al mismo tiempo, Jesús nos invita a no dejar de creer y esperar, a no dejarnos abatir por los sentimientos negativos, que nos roban el llanto. Se acerca a nuestros sepulcros y nos dice, como entonces: «¡Quitad la piedra!» (v. 39). En esos momentos tenemos como un piedra dentro y el único capaz de quitarla es Jesús, con su palabra: «¡Quitad la piedra!».
Jesús nos dice esto también a nosotros. Quitad la piedra: no escondáis el dolor, los errores, los fracasos, dentro de vosotros, en una habitación oscura y solitaria, cerrada. Quitad la piedra: sacad todo lo que hay dentro. "Me da vergüenza", decimos. Pero el Señor dice: ponedlo ante mí con confianza, yo no me escandalizo; ponedlo ante mi sin temor, porque yo estoy con vosotros, os amo y deseo que volváis a vivir. Y, como a Lázaro, repite a cada uno de nosotros: ¡Sal fuera! ¡Levántate, reemprende el camino, reencuentra la confianza! Cuantas veces en la vida nos hemos visto así, en la situación de no tener fuerzas para volver a levantarnos. Y Jesús: "¡Ve, adelante! Yo estoy contigo". Te tomo de la mano, dice Jesús, como cuando de pequeño aprendías a dar los primeros pasos. Querido hermana, querida hermana, quítate las vendas que te atan (cfr. v. 45), no cedas, por favor, al pesimismo que deprime, no cedas al temor que aísla, no cedas al desánimo por el recuerdo de malas experiencias, no cedas al miedo que paraliza. Jesús nos dice: "¡Yo te quiero libre y te quiero vivo, no te abandono, estoy contigo! Todo está oscuro, pero yo estoy contigo. No te dejes aprisionar por el dolor, no dejes que muera la esperanza. Hermano, hermana ¡vuelve a vivir!". – "¿Cómo lo hago?" – "Tómame de la mano", y Él nos toma de la mano. Deja que te saque, Él es capaz de hacerlo. En esos malos momentos por los que todos pasamos.
Queridos hermanos y hermanas, este pasaje del capítulo 11 del Evangelio de Juan, que nos hace mucho bien leer, es un himno a la vida, y se proclama cuando la Pascua está cerca. Quizá también nosotros llevamos ahora en el corazón algún peso o algún sufrimiento que parece aplastarnos; alguna cosa mala, algún viejo pecado que no logramos sacar a la luz, algún error de juventud, ¡quién sabe! Estas cosas malas deben salir. Y Jesús dice: "¡Sal fuera!". Es el momento de quitar la piedra y de salir al encuentro de Jesús que está cerca. ¿Somos capaces de abrirle el corazón y confiarle nuestras preocupaciones? ¿Lo hacemos? ¿Somos capaces de abrir el sepulcro de los problemas y mirar más allá del umbral, hacia su luz? ¿O tenemos miedo? Y, a nuestra vez, como pequeños espejos del amor de Dios, ¿logramos iluminar los ambientes en los que vivimos con palabras y gestos de vida? ¿Testimoniamos la esperanza y la alegría de Jesús? Todos nosotros, pecadores. Y también quisiera decir una palabra a los confesores: queridos hermanos, no olvidéis que también vosotros sois pecadores, y estáis en el confesionario no para torturar, para perdonar y para perdonar todo, como el Señor perdona todo. Que María, Madre de la esperanza, renueve en nosotros la alegría de no sentirnos solos y la llamada a llevar luz a la oscuridad que nos rodea.