Hoy, solemnidad de Pentecostés, el Evangelio nos lleva al Cenáculo, donde los apóstoles se habían refugiado tras la muerte de Jesús (Jn 20, 19-23). El Resucitado, en la tarde de Pascua, se presenta precisamente en aquella situación de miedo y angustia y, soplando sobre ellos, les dice: "Reciban el Espíritu Santo" (v. 22). Así, con el don del Espíritu, Jesús quiere liberar a los discípulos del miedo, de ese miedo que los mantiene encerrados en sus casas, y los libera para que puedan salir y convertirse en testigos y anunciadores del Evangelio. Detengámonos un poco sobre esto que hace el Espíritu que libera del miedo.
Los discípulos habían cerrado las puertas, dice el Evangelio, "por miedo" (v. 19). La muerte de Jesús les había desanimado, sus sueños se habían hecho añicos, sus esperanzas se habían desvanecido. Y se habían encerrado. No solo en aquella pequeña habitación, pero en su interior, en su corazón y quisiera subrayar esto: encerrados. ¿Y Cuántas veces nos encerramos en nosotros mismos? ¿Cuántas veces, por alguna situación difícil, por algún problema personal o familiar, por el sufrimiento que padecemos o por el mal que respiramos a nuestro alrededor, corremos el riesgo de caer poco a poco en la pérdida de la esperanza y nos falta el valor para seguir adelante? Tantas veces sucede esto. Entonces, como los apóstoles, nos encerramos en nosotros mismos, atrincherándonos en el laberinto de las preocupaciones.
Hermanos y hermanas, este "encerrarnos en nosotros mismos" sucede cuando, en las situaciones más difíciles, permitimos que el miedo tome el control y haga resonar su "gran voz" dentro de nosotros. Cuando entra el miedo, nosotros nos cerramos y la causa, entonces, es el miedo: miedo a no ser capaces de enfrentar algo, a estar solos ante las batallas cotidianas, a arriesgarse y luego decepcionarse, a tomar decisiones equivocadas. Hermanos, hermanas, E el miedo bloquea, el miedo paraliza. Y también aísla: pensemos en el miedo hacia el otro, al extranjero, al diferente, al que piensa distinto. E incluso puede haber miedo a Dios: miedo a que me castigue, a que se enfade conmigo… Si damos espacio a estos falsos miedos, se cierran las puertas: las puertas del corazón, las puertas de la sociedad, ¡e incluso las puertas de la Iglesia! Donde hay miedo, hay cerrazón. Y eso no está bien.
El Evangelio, sin embargo, nos ofrece el remedio del Resucitado: es decir, el Espíritu Santo. Él libera de las prisiones del miedo. Al recibir el Espíritu, los apóstoles –hoy lo celebramos– abandonan el Cenáculo y salen al mundo para perdonar los pecados y proclamar la Buena Nueva. Gracias a Él, se vencen los miedos y se abren las puertas. Porque esto es lo que hace el Espíritu: nos hace sentir la cercanía de Dios y así su amor echa fuera el temor, ilumina el camino, consuela, sostiene en la adversidad. Ante los temores y las cerrazones, entonces, invoquemos al Espíritu Santo para nosotros, para la Iglesia y para el mundo entero: para que un nuevo Pentecostés ahuyente los miedos que nos asaltan –¡ahuyente los miedos que nos asaltan!– y reavive el fuego del amor de Dios.
Que María Santísima, la primera que fue colmada del Espíritu Santo, interceda por nosotros.