Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos ofrece la parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13, 24-43). Un agricultor, que ha sembrado buena semilla en su campo, descubre que un enemigo de noche ha sembrado en él cizaña, una planta de aspecto muy parecido al trigo, pero infectada.
De este modo, Jesús habla de nuestro mundo, que en realidad es como un gran campo, donde Dios siembra trigo y el maligno cizaña, y así el bien y el mal crecen juntos. El bien y el mal crecen juntos. Lo vemos en las noticias, en la sociedad, y también en la familia y también en la Iglesia. Y cuando, junto al trigo bueno, vemos malas hierbas, nos dan ganas de arrancarlas inmediatamente, de hacer "limpieza total" de inmediato. Pero el Señor nos advierte hoy que es una tentación hacer esto: no podemos crear un mundo perfecto y no podemos hacer el bien destruyendo precipitadamente lo que está mal, porque esto tiene efectos peores: acabamos -como se dice- "tirando el niño junto con el agua sucia".
Hay, sin embargo, un segundo campo en el que podemos limpiar: es el campo de nuestro corazón, el único en el que podemos intervenir directamente. También allí hay trigo y cizaña, de hecho, es desde allí desde donde ambos se extienden al gran campo del mundo. Hermanos y hermanas, nuestro corazón, en efecto, es el campo de la libertad: no es un laboratorio aséptico, sino un espacio abierto y, por tanto, vulnerable. Para cultivarlo adecuadamente, es necesario, por una parte, cuidar constantemente los delicados brotes de bondad y, por otra, identificar y erradicar las malezas, en el momento justo. Así pues, miremos en nuestro interior y examinemos un poco que ocurre, lo que crece en mí. Que está creciendo en mi de bien y de mal. Existe un hermoso método para hacerlo: aquello que se llama el examen de conciencia, que es ver qué sucede hoy en mi vida, qué me impactó en el corazón y qué decisión tomé. Y esto sirve precisamente para verificar, a la luz de Dios, donde están las hierbas malas y donde la semilla buena.
Después del campo del mundo y del campo del corazón hay un tercero campo. Podemos llamarlo el campo del vecino. Son las personas con las que nos relacionamos, que frecuentamos cada día y a las que juzgamos a menudo. ¡Qué fácil nos resulta reconocer su cizaña! ¡Y qué difícil es, en cambio, ver el buen trigo que crece! ¡Cómo nos gusta "despellejar" a los demás…! Recordemos, sin embargo, que si queremos cultivar los campos de la vida, es importante buscar ante todo la obra de Dios: aprender a ver en los demás, en el mundo y en nosotros mismos la belleza de lo que el Señor ha sembrado, el trigo besado por el sol con sus espigas doradas. Hermanos y hermanas, Pedimos la gracia de poder verla en nosotros mismos, pero también en los demás, empezando por los que están cerca de nosotros. No es una mirada ingenua, es una mirada creyente, porque Dios, el agricultor del gran campo del mundo, ama ver lo bueno y hacerlo crecer hasta hacer de la siega una fiesta.
Por eso, también hoy podemos hacernos algunas preguntas. Pensando en el campo del mundo: ¿Yo sé vencer la tentación de "hacer de cada hierba un montón", de hacer "limpieza total" de los demás con mis juicios? Luego, pensando en el campo del corazón: ¿soy honesto para buscar las malas plantas que hay en mí y decidido arrojarlas al fuego de la misericordia de Dios? Y, pensando en el campo del prójimo: ¿tengo la sabiduría de ver lo bueno sin desanimarme por las limitaciones y la lentitud de los demás?
Que la Virgen María nos ayude a cultivar con paciencia lo que el Señor siembra en el campo de la vida, en mi campo, en el campo de mi vecino, en el campo de todos.