Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia del día nos presenta una parábola sorprendente: el propietario de una viña sale desde las primeras horas del alba hasta la noche para llamar a algunos jornaleros, pero, al final, paga a todos del mismo modo, incluso a los que han trabajado solamente una hora (cf. Mt 20, 1-16). Podría parecer una injusticia, pero no hay que leer la parábola a través de criterios salariales; más bien nos quiere mostrar los criterios de Dios, que no hace el cálculo de nuestros méritos, sino que nos ama como hijos.
Detengámonos sobre dos acciones divinas que emergen del relato. En primer lugar, Dios sale a todas las horas para llamarnos; en segundo lugar, paga a todos con la misma "moneda".
Ante todo, Dios es Aquel que sale a todas las horas para llamarnos. La parábola dice que el propietario «al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña» (v. 1), pero después continúa saliendo a varias horas del día hasta el atardecer, para buscar a aquellos a los que nadie había incorporado al trabajo todavía. Comprendemos así que en la parábola los trabajadores no son solamente los hombres, sino Dios, que sale siempre, sin cansarse, todo el día. Así es Dios: no espera nuestros esfuerzos para venir a nosotros, no nos hace un examen para valorar nuestros méritos antes de buscarnos, no se rinde si tardamos en responderle; al contrario, Él a menudo ha tomado la iniciativa y en Jesús "ha salido" hacia nosotros, para manifestarnos su amor. Y nos busca a todas las horas del día que, como afirma San Gregorio Magno, representan las diversas fases y estaciones de nuestra vida hasta la vejez (cf. Homilías sobre el Evangelio, 19). Para su corazón nunca es demasiado tarde, Él nos busca y nos espera siempre. No nos olvidemos de esto: El Señor nos busca y nos espera siempre, ¡siempre!
Precisamente porque tiene el corazón tan amplio, Dios – es la segunda acción – paga a todos con la misma "moneda", que es su amor. He aquí el sentido último de la parábola: los jornaleros de la última hora son pagados como los primeros, porque, en realidad, la de Dios es una justicia superior. Va más allá. La justicia humana dicta "dar a cada uno lo suyo, según lo que merece", mientras que la justicia de Dios no mide el amor en la balanza de nuestros rendimientos, de nuestras prestaciones y de nuestros fallos: Dios nos ama y basta, nos ama porque somos hijos, y lo hace con un amor incondicional, un amor gratuito.
Hermanos y hermanas, a veces corremos el riesgo de tener una relación "mercantil" con Dios, centrándonos más en nuestras propias bondades que en su generosidad y su gracia. A veces también como Iglesia, en vez de salir a cada hora del día y tender los brazos a todos, podemos sentirnos los primeros de la clase, juzgando a los demás lejanos, sin pensar que Dios los ama también a ellos con el mismo amor que tiene para nosotros.
Y también en nuestras relaciones, que son el tejido de la sociedad, la justicia que practicamos a veces no es capaz de salir de la jaula del cálculo y nos limitamos a dar según lo que recibimos, sin atrevernos a más, sin apostar por la eficacia del bien hecho gratuitamente y del amor ofrecido con amplitud de corazón. Hermanos, hermanas, preguntémonos: Yo cristiano, yo cristiana, ¿sé salir hacia los demás? ¿Soy generoso, soy generosa hacia todos, sé dar ese "más" de comprensión, de perdón, como Jesús hizo conmigo y hace todos los días conmigo?
Que la Virgen nos ayude a convertirnos a la medida de Dios, esa de un amor sin medida.