Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y Feliz Pascua!
Hoy, lunes de la Octava de Pascua, el Evangelio (cf. Mt 28, 8-15) nos muestra la alegría de las mujeres por la resurrección de Jesús: ellas, dice el texto, salieron del sepulcro con "gran alegría" y "corrieron a contarlo a sus discípulos" (v. 8). Esta alegría, nacida precisamente del encuentro vivo con el Resucitado, es una emoción desbordante, que las impulsa a difundir y contar lo que han visto.
Compartir la alegría es una experiencia maravillosa, que aprendemos desde muy pequeños: pensemos en un niño que saca una buena nota en la escuela y no ve la hora de enseñársela a sus padres, o en un joven que logra su primer éxito deportivo, o en una familia en la que nace un niño. Intentemos recordar, cada uno de nosotros, un momento tan feliz que incluso nos costó expresarlo con palabras, ¡pero que quisimos contar enseguida a todos!
Aquí, las mujeres, en la mañana de Pascua, experimentan esto, pero de una manera mucho mayor. ¿Por qué? Porque la resurrección de Jesús no es sólo una noticia maravillosa o el final feliz de una historia, sino algo que cambia nuestras vidas y la cambia por completo y para siempre. Es la victoria de la vida sobre la muerte, esta es la Resurrección de Jesús. Es la victoria de la esperanza sobre el desaliento. Jesús ha atravesado la oscuridad de la tumba y vive para siempre: su presencia puede llenarlo todo de luz. Con Él cada día se convierte en la etapa de un viaje eterno, cada "hoy" puede esperar un "mañana", cada final un nuevo comienzo, cada instante se proyecta más allá de los límites del tiempo, hacia la eternidad.
Hermanos, hermanas, la alegría de la Resurrección no es algo lejano. Está muy cerca, es nuestra, porque nos fue dada el día de nuestro Bautismo. Desde entonces, también nosotros, como las mujeres, podemos encontrar al Resucitado y Él, como ellas, nos dice: "¡No temáis!" (v 10). Hermanos y hermanas no renunciemos a la alegría de la Pascua.
Pero, ¿cómo alimentar esta alegría? Como hicieron las mujeres: encontrando al Resucitado, porque Él es la fuente de una alegría que nunca se agota. Apresurémonos a buscarlo en la Eucaristía, en su perdón, en la oración y en la caridad vivida. La alegría, cuando se comparte, aumenta. Compartamos la alegría del Resucitado.
Y la Virgen María, que en Pascua se alegró de su Hijo resucitado, nos ayude a ser sus testigos gozosos.