ÁNGELUS
Domingo, 11 de agosto de 2024

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Hoy el Evangelio de la liturgia (Jn 6, 41-51) nos habla de la reacción de los Judíos ante la afirmación de Jesús, que dice: «He bajado del cielo» (Jn 6, 38). Se escandalizan.

Estos murmuran entre ellos: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6, 42). Y así murmuran. Prestemos atención a lo que dicen. Están convencidos de que Jesús no puede venir del cielo, porque es hijo de un carpintero y porque su madre y sus parientes son gente común, personas conocidas, normales, como tantos otros. ¿Cómo podría Dios manifestarse de manera tan ordinaria?, dicen. Están bloqueados en su fe por su idea preconcebida sobre sus orígenes humildes y también bloqueados por la presunción, por tanto, de que no tienen nada que aprender de Él. Las ideas preconcebidas y la presunción, ¡cuánto daño nos hacen! Impiden un diálogo sincero, un acercamiento entre hermanos: ¡cuidado con las ideas preconcebidas y la presunción! Tienen sus esquemas rígidos y no hay lugar en sus corazones para lo que no encaja en ellos, para lo que no pueden catalogar y archivar en las estanterías polvorientas de sus certezas. Y esto es cierto: muchas veces nuestras certezas están cerradas, polvorientas, como los libros viejos.

Y, sin embargo, son personas que cumplen la ley, dan limosnas, respetan los ayunos y los tiempos de la oración. Además, Cristo ya ha realizado varios milagros (cf. Jn 2, 1-11; 4, 43-54; 5, 1-9; 6, 1-25). ¿Cómo es que esto no les ayuda a reconocer en Él al Mesías? ¿Por qué no les ayuda? Porque realizan sus prácticas religiosas no tanto para escuchar al Señor, sino más bien para encontrar en estas una confirmación a lo que ellos piensan. Están cerrados a la Palabra del Señor y buscan una confirmación a sus propios pensamientos. Lo demuestra el hecho de que no se preocupan siquiera de pedir a Jesús una explicación: se limitan a murmurar entre ellos contra Él (cf. Jn 6, 41), como para tranquilizarse mutuamente sobre lo que están convencidos, y se cierran, están cerrados como en una fortaleza impenetrable. Y así no son capaces de creer. La cerrazón del corazón, ¡cuánto daño hace, cuánto daño hace!

Prestemos atención a todo esto, porque a veces nos puede suceder lo mismo también a nosotros, en nuestra vida y en nuestra oración: es decir, puede suceder que en lugar de escuchar realmente lo que el Señor tiene que decirnos, busquemos en Él y en los demás solo una confirmación de lo que pensamos nosotros, una confirmación de nuestras convenciones, de nuestros juicios, que son prejuicios. Pero este modo de dirigirnos a Dios no nos ayuda a encontrar a Dios, a encontrarlo de verdad, ni a abrirnos al don de su luz y de su gracia, para crecer en el bien, para hacer su voluntad y para superar los cierres y las dificultades. Hermanos y hermanas, la fe y la oración cuando son verdaderas abren la mente y el corazón, no los cierran. Cuando encuentras a una persona que, en la mente, en la oración está cerrada, esa fe y esa oración no son verdaderas.

Preguntémonos, entonces: ¿En mi vida de fe soy capaz de callar realmente en mi interior y de escuchar a Dios? ¿Estoy dispuesto a acoger su voz más allá de mis esquemas y venciendo también, con su ayuda, mis miedos?

Que María nos ayude a escuchar con fe la voz del Señor y a cumplir con valentía su voluntad.