AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 18 de septiembre de 2013

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy vuelvo de nuevo sobre la imagen de la Iglesia como madre. Me gusta mucho esta imagen de la Iglesia como madre. Por esto he querido volver sobre ello, porque esta imagen me parece que nos dice no sólo cómo es la Iglesia, sino también qué rostro debería tener cada vez más la Iglesia, ésta, nuestra Madre Iglesia.

Desearía subrayar tres cosas, siempre mirando a nuestras mamás, todo lo que hacen, viven, sufren por los propios hijos, continuando con lo que dije el miércoles pasado. Me pregunto: ¿qué hace una mamá?

Ante todo enseña a caminar en la vida, enseña a andar bien en la vida, sabe cómo orientar a los hijos, busca siempre indicar el camino justo en la vida para crecer y convertirse en adultos. Y lo hace con ternura, con afecto, con amor, siempre también cuando busca enderezar nuestro camino porque bandeamos un poco en la vida o tomamos vías que conducen a un precipicio. Una mamá sabe qué es importante para que un hijo camine bien en la vida y no lo ha aprendido en los libros, sino que lo ha aprendido del propio corazón. ¡La universidad de las mamás es su corazón! Ahí aprenden cómo llevar adelante a sus hijos.

La Iglesia hace lo mismo: orienta nuestra vida, nos da las enseñanzas para caminar bien. Pensemos en los diez Mandamientos: nos indican un camino a recorrer para madurar, para tener puntos firmes en nuestro modo de comportarnos. Y son fruto de la ternura, del amor mismo de Dios que nos los ha dado. Vosotros podríais decirme: ¡pero son mandatos! ¡Son un conjunto de "no"! Desearía invitaros a leerlos –tal vez los habéis olvidado un poco– y después pensarlos en positivo. Veréis que se refieren a nuestro modo de comportarnos hacia Dios, hacia nosotros mismos y hacia los demás, precisamente lo que nos enseña una mamá para vivir bien. Nos invitan a no hacernos ídolos materiales que después nos hacen esclavos, a acordarnos de Dios, a tener respeto a los padres, a ser honestos, a respetar al otro... Intentad verlos así y considerarlos como si fueran las palabras, las enseñanzas que da la mamá para ir bien en la vida. Una mamá no enseña nunca lo que está mal, quiere sólo el bien de los hijos, y así hace la Iglesia.

Desearía deciros una segunda cosa: cuando un hijo crece, se hace adulto, toma su camino, asume sus responsabilidades, va por su propio pie, hace lo que quiere, y a veces ocurre también que se sale del camino, ocurre algún accidente. La mamá siempre, en toda situación, tiene la paciencia de continuar acompañando a los hijos. Lo que le impulsa es la fuerza del amor; una mamá sabe seguir con discreción, con ternura el camino de los hijos y también cuando se equivocan encuentra siempre el modo de comprender, de estar cerca, de ayudar. Nosotros –en mi tierra– decimos que una mamá sabe "dar la cara". ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que una mamá sabe "poner la cara" por los propios hijos, o sea, está impulsada a defenderles, siempre. Pienso en las mamás que sufren por los hijos en la cárcel o en situaciones difíciles: no se preguntan si son culpables o no, siguen amándolos y a menudo sufren humillaciones, pero no tienen miedo, no dejan de donarse.

La Iglesia es así, es una mamá misericordiosa, que comprende, que busca siempre ayudar, alentar también ante sus hijos que se han equivocado y que se equivocan, no cierra jamás las puertas de la Casa; no juzga, sino que ofrece el perdón de Dios, ofrece su amor que invita a retomar el camino también a aquellos de sus hijos que han caído en un abismo profundo; la Iglesia no tiene miedo de entrar en sus noches para dar esperanza; la Iglesia no tiene miedo de entrar en nuestra noche cuando estamos en la oscuridad del alma y de la conciencia, para darnos esperanza. ¡Porque la Iglesia es madre!

Un último pensamiento. Una mamá sabe también pedir, llamar a cada puerta por los propios hijos, sin calcular, lo hace con amor. ¡Y pienso en cómo las mamás saben llamar también y sobre todo a la puerta del corazón de Dios! Las mamás ruegan mucho por sus hijos, especialmente por los más débiles, por los que lo necesitan más, por los que en la vida han tomado caminos peligrosos o equivocados. Hace pocas semanas celebré en la iglesia de San Agustín, aquí, en Roma, donde se conservan las reliquias de la madre, santa Mónica. ¡Cuántas oraciones elevó a Dios aquella santa mamá por su hijo, y cuántas lágrimas derramó! Pienso en vosotras, queridas mamás: ¡cuánto oráis por vuestros hijos, sin cansaros de ello! Seguid orando, encomendando a vuestros hijos a Dios; Él tiene un corazón grande. Llamad a la puerta del corazón de Dios con la oración por los hijos.

Y así hace también la Iglesia: pone en las manos del Señor, con la oración, todas las situaciones de sus hijos. Confiemos en la fuerza de la oración de Madre Iglesia: el Señor no permanece insensible. Sabe siempre sorprendernos cuando no nos lo esperamos. La Madre Iglesia lo sabe.

Pues bien, estos eran los pensamientos que quería deciros hoy: veamos en la Iglesia a una buena mamá que nos indica el camino a recorrer en la vida, que sabe ser siempre paciente, misericordiosa, comprensiva, y que sabe ponernos en las manos de Dios.