Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, a mitad de la Semana Santa, la liturgia nos presenta un episodio triste: el relato de la traición de Judas, que se dirige a los jefes del Sanedrín para comerciar y entregarles a su Maestro. "¿Cuánto me dais si yo os lo entrego?". Jesús en ese momento tiene un precio. Este hecho dramático marca el inicio de la Pasión de Cristo, un itinerario doloroso que Él elige con absoluta libertad. Lo dice claramente Él mismo: "Yo entrego mi vida... Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla" (Jn 10, 17-18). Y así, con esta traición, comienza el camino de la humillación, del despojamiento de Jesús. Como si estuviese en el mercado: esto cuesta treinta denarios... Una vez iniciada la senda de la humillación y del despojamiento, Jesús la recorre hasta el final.
Jesús alcanza la completa humillación con la "muerte de cruz". Se trata de la peor muerte, la que se reservaba a los esclavos y a los delincuentes. Jesús era considerado un profeta, pero muere como un delincuente. Contemplando a Jesús en su pasión, vemos como en un espejo los sufrimientos de la humanidad y encontramos la respuesta divina al misterio del mal, del dolor, de la muerte. Muchas veces sentimos horror por el mal y el dolor que nos rodea y nos preguntamos: "¿Por qué Dios lo permite?". Es una profunda herida para nosotros ver el sufrimiento y la muerte, especialmente de los inocentes. Cuando vemos sufrir a los niños se nos hace una herida en el corazón: es el misterio del mal. Y Jesús carga sobre sí todo este mal, todo este sufrimiento. Esta semana nos hará bien a todos nosotros mirar el crucifijo, besar las llagas de Jesús, besarlas en el crucifijo. Él cargó sobre sí todo el sufrimiento humano, se revistió con este sufrimiento.
Nosotros esperamos que Dios en su omnipotencia derrote la injusticia, el mal, el pecado y el sufrimiento con una victoria divina triunfante. Dios, en cambio, nos muestra una victoria humilde que humanamente parece un fracaso. Podemos decir que Dios vence en el fracaso. El Hijo de Dios, en efecto, se ve en la cruz como un hombre derrotado: sufre, es traicionado, es insultado y, por último, muere. Pero Jesús permite que el mal se ensañe con Él y lo carga sobre sí para vencerlo. Su pasión no es un accidente; su muerte –esa muerte– estaba "escrita". En verdad, no encontramos muchas explicaciones. Se trata de un misterio desconcertante, el misterio de la gran humildad de Dios: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito" (Jn 3, 16). Esta semana pensemos mucho en el dolor de Jesús y digamos a nosotros mismos: esto es por mí. Incluso si yo hubiese sido la única persona en el mundo, Él lo habría hecho. Lo hizo por mí. Besemos el crucifijo y digamos: por mí, gracias Jesús, por mí.
Cuando todo parece perdido, cuando ya no queda nadie porque herirán "al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño" (Mt 26, 31), es entonces cuando Dios interviene con el poder de la resurrección. La resurrección de Jesús no es el final feliz de una hermoso cuento, no es el happy end de una película; sino la intervención de Dios Padre allí donde se rompe la esperanza humana. En el momento en el que todo parece perdido, en el momento del dolor, en el que muchas personas sienten la necesidad de bajar de la cruz, es el momento más cercano a la resurrección. La noche se hace más oscura precisamente antes de que comience la luz. En el momento más oscuro interviene Dios y resucita.
Jesús, que eligió pasar por esta senda, nos llama a seguirlo por su mismo camino de humillación. Cuando en ciertos momentos de la vida no encontramos algún camino de salida para nuestras dificultades, cuando precipitamos en la oscuridad más densa, es el momento de nuestra humillación y despojo total, la hora en la que experimentamos que somos frágiles y pecadores. Es precisamente entonces, en ese momento, que no debemos ocultar nuestro fracaso, sino abrirnos confiados a la esperanza en Dios, como hizo Jesús. Queridos hermanos y hermanas, en esta semana nos hará bien tomar el crucifijo en la mano y besarlo mucho, mucho, y decir: gracias Jesús, gracias Señor. Que así sea.