AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 20 de agosto de 2014

Viaje apostólico a Corea

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En los días pasados realicé un viaje apostólico a Corea y hoy, juntamente con vosotros, doy gracias al Señor por este gran don. Tuve ocasión de visitar una Iglesia joven y dinámica, fundada en el testimonio de los mártires y animada por espíritu misionero, en un país donde se encuentran antiguas culturas asiáticas y la perenne novedad del Evangelio: se encuentran ambas.

Deseo expresar nuevamente mi gratitud a los hermanos obispos de Corea, a la señora presidenta de la República, a las demás autoridades y a todos los que colaboraron con ocasión de mi visita.

El significado de este viaje apostólico se puede sintetizar en tres palabras: memoria, esperanza y testimonio.

La República de Corea es un país que tuvo un notable y rápido desarrollo económico. Sus habitantes son grandes trabajadores, disciplinados, ordenados y deben mantener la fuerza heredada de sus antepasados.

En esta situación, la Iglesia es custodio de la memoria y de la esperanza: es una familia espiritual en la que los adultos transmiten a los jóvenes la llama de la fe recibida de los ancianos; la memoria de los testigos del pasado se convierte en un nuevo testimonio en el presente y esperanza de futuro. En esta perspectiva se pueden leer los dos acontecimientos principales de este viaje: la beatificación de 124 mártires coreanos, que se suman a los ya canonizados hace 30 años por san Juan Pablo II; y el encuentro con los jóvenes, con ocasión de la Sexta Jornada asiática de la juventud.

El joven es siempre una persona en busca de algo por lo que valga la pena vivir, y el mártir da testimonio de algo, es más, de Alguien por quien vale la pena dar la vida. Esta realidad es el amor de Dios, que se hizo carne en Jesús, el Testigo del Padre. En los dos momentos del viaje dedicados a los jóvenes el Espíritu del Señor Resucitado nos ha colmado de alegría y de esperanza, que los jóvenes llevarán a sus diversos países y que harán mucho bien.

La Iglesia en Corea custodia también la memoria del papel primario que tuvieron los laicos tanto en los albores de la fe como en la obra de evangelización. En esa tierra, en efecto, la comunidad cristiana no fue fundada por misioneros, sino por un grupo de jóvenes coreanos de la segunda mitad del año 1700, quienes quedaron fascinados por algunos textos cristianos, los estudiaron a fondo y los eligieron como regla de vida. Uno de ellos fue enviado a Pekín para recibir el bautismo y luego ese laico bautizó a su vez a sus compañeros. De ese primer núcleo se desarrolló una gran comunidad, que desde el inicio y por casi un siglo sufrió violentas persecuciones, con miles de mártires. Así, pues, la Iglesia en Corea está fundada en la fe, en el compromiso misionero y en el martirio de los fieles laicos.

Los primeros cristianos coreanos se plantearon como modelo la comunidad apostólica de Jerusalén, practicando el amor fraterno que supera toda diferencia social. Por ello he alentado a los cristianos de hoy a ser generosos al compartir con los más pobres y los excluidos, según el Evangelio de Mateo en el capítulo 25: "Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25, 40).

Queridos hermanos, en la historia de la fe en Corea se ve cómo Cristo no anula las culturas, no suprime el camino de los pueblos que a través de los siglos y los milenios buscan la verdad y viven al amor a Dios y al prójimo. Cristo no elimina lo que es bueno, sino que lo lleva adelante, lo conduce a su realización.

Lo que Cristo, en cambio, combate y derrota es al maligno, que siembra cizaña entre hombre y hombre, entre pueblo y pueblo; que genera exclusión a causa de la idolatría del dinero; que siembra el veneno del vacío en el corazón de los jóvenes. Eso sí, Jesucristo lo combatió y lo venció con su Sacrificio de amor. Y si permanecemos en Él, en su amor, también nosotros, como los mártires, podemos vivir y testimoniar su victoria. Con esta fe hemos rezado, y también ahora rezamos a fin de que todos los hijos de la tierra coreana, que sufren las consecuencias de guerras y divisiones, puedan realizar un camino de fraternidad y de reconciliación.

Este viaje estuvo iluminado por la fiesta de María Asunta al cielo. Desde lo alto, donde reina con Cristo, la Madre de la Iglesia acompaña el camino del pueblo de Dios, sostiene los pasos más fatigosos, consuela a quienes son probados y mantiene abierto el horizonte de la esperanza. Que por su maternal intercesión, el Señor bendiga siempre al pueblo coreano, le done paz y prosperidad; y bendiga a la Iglesia que vive en esa tierra, para que sea siempre fecunda y esté llena de la alegría del Evangelio.