AUDIENCIA GENERAL.
Miércoles 12 de noviembre de 2014

El ministerio episcopal II

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la catequesis precedente hemos destacado cómo el Señor sigue apacentando a su rebaño a través del ministerio de los obispos, con la colaboración de los presbíteros y diáconos. Es en ellos donde Jesús se hace presente, con el poder de su Espíritu, y sigue sirviendo a la Iglesia, alimentando en ella la fe, la esperanza y el testimonio de la caridad. Estos ministerios constituyen, por lo tanto, un don grande del Señor para cada comunidad cristiana y para toda la Iglesia, ya que son un signo vivo de su presencia y de su amor.

Hoy queremos preguntarnos: ¿qué se les pide a estos ministros de la Iglesia, para que vivan de modo auténtico y fecundo su servicio?

En las "Cartas pastorales" enviadas a sus discípulos Timoteo y Tito, el apóstol Pablo se detiene con atención en la figura de los obispos, presbíteros y diáconos, también en la figura de los fieles, ancianos y jóvenes. Se detiene en una descripción de cada cristiano en la Iglesia, trazando para los obispos, presbíteros y diáconos aquello a lo que están llamados y las características que se deben reconocer en los que son elegidos e investidos con estos ministerios. Ahora, es emblemático cómo, junto a las virtudes inherentes a la fe y a la vida espiritual –que no se pueden descuidar, porque son la vida misma–, se enumeran algunas cualidades exquisitamente humanas: la acogida, la sobriedad, la paciencia, la mansedumbre, la fiabilidad, la bondad de corazón. Es este el alfabeto, la gramática de base de todo ministerio. Debe ser la gramática de base de todo obispos, de todo sacerdote, de todo diácono. Sí, porque sin esta predisposición hermosa y genuina a encontrar, conocer, dialogar, apreciar y relacionarse con los hermanos de modo respetuoso y sincero, no es posible ofrecer un servicio y un testimonio auténticamente gozoso y creíble.

Hay luego una actitud de fondo que Pablo recomienda a sus discípulos y, en consecuencia, a todos los que son investidos con el ministerio pastoral, sean obispos, sacerdotes o diáconos. El apóstol exhorta a reavivar continuamente el don que se ha recibido (cf. 1Tm 4, 14; 2Tm 1, 6). Esto significa que debe estar siempre viva la consciencia de que no son obispos, sacerdotes o diáconos porque son más inteligentes, más listos y mejores que los demás, sino sólo en virtud de un don, un don de amor dispensado por Dios, en el poder de su Espíritu, para el bien de su pueblo. Esta consciencia es verdaderamente importante y constituye una gracia que se debe pedir cada día. En efecto, un pastor que es consciente de que su ministerio brota únicamente de la misericordia y del corazón de Dios nunca podrá asumir una actitud autoritaria, como si todos estuviesen a sus pies y la comunidad fuese su propiedad, su reino personal.

La consciencia de que todo es don, todo es gracia, ayuda también a un pastor a no caer en la tentación de ponerse en el centro de la atención y confiar sólo en sí mismo. Son las tentaciones de la vanidad, del orgullo, de la suficiencia, de la soberbia. Ay si un obispo, un sacerdote o un diácono pensase que lo sabe todo, que tiene siempre la respuesta justa para cada cosa y que no necesita de nadie. Al contrario, la consciencia de ser él, en primer lugar, objeto de la misericordia y de la compasión de Dios debe llevar a un ministro de la Iglesia a ser siempre humilde y comprensivo respecto a los demás. Incluso con la consciencia de estar llamado a custodiar con valentía el depósito de la fe (cf. 1Tm 6, 20), él se dispondrá a escuchar a la gente. Es consciente, en efecto, de tener siempre algo por aprender, incluso de quienes pueden estar lejos de la fe y de la Iglesia. Con sus hermanos en el ministerio, todo esto debe llevar, además, a asumir una actitud nueva, caracterizada por el compartir, la corresponsabilidad y la comunión.

Queridos amigos, debemos estar siempre agradecidos al Señor, porque en la persona y en el ministerio de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos sigue guiando y formando a su Iglesia, haciéndola crecer a lo largo del camino de la santidad. Al mismo tiempo, debemos seguir rezando, para que los pastores de nuestras comunidades sean imagen viva de la comunión y del amor de Dios.