La identidad familiar está fundada sobre la promesa de amor.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la meditación pasada reflexionamos sobre las importantes promesas que los padres hacen a los niños, desde que ellos son pensados en el amor y concebidos en el vientre.
Podemos añadir que, mirando bien, la entera realidad familiar está fundada sobre la promesa –pensemos bien esto: la identidad familiar está fundada sobre la promesa–: se puede decir que la familia vive de la promesa de amor y fidelidad que el hombre y la mujer se hacen el uno al otro. Esta implica el compromiso de acoger y educar a los hijos; pero también se lleva a cabo en el cuidado de los padres ancianos, en proteger y cuidar a los miembros más débiles de la familia, en la ayuda recíproca para desarrollar las propias cualidades y aceptar los propios límites. Y la promesa conyugal se extiende para compartir las alegrías y los sufrimientos de todos los padres, las madres, los niños, con generosa apertura en la humana convivencia y el bien común. Una familia que se encierra en sí misma es como una contradicción, una mortificación de la promesa que la hizo nacer y la hace vivir. No olvidéis nunca: la identidad de la familia siempre es una promesa que se extiende y se extiende a toda la familia y a toda la humanidad.
En nuestros días, el honor de la fidelidad a la promesa de la vida familiar aparece muy debilitado. Por un lado, porque un derecho mal entendido de buscar la propia satisfacción, a toda costa y en cualquier relación, es exaltado como un principio no negociable de la libertad. Por otro, porque se confían exclusivamente a la limitación de la ley los vínculos de la vida de relación y del empeño por el bien común. Pero, en realidad, nadie quiere ser amado solo por sus propios bienes o por obligación. El amor, así como la amistad, deben su fuerza y su belleza a este hecho: que generan un vínculo sin quitar la libertad. El amor es libre, la promesa de la familia es libre, y esta es la belleza. Sin libertad no hay amistad, sin libertad no hay amor, sin libertad no hay matrimonio. Por lo tanto, libertad y fidelidad no se oponen, más bien se sostienen mutuamente, tanto en las relaciones interpersonales, como en las sociales. Efectivamente, pensemos en los daños que producen, en la civilización de la comunicación global, la inflación de promesas incumplidas, en varios campos, ¡y la indulgencia por la infidelidad a la palabra dada y a los compromisos asumidos!
Si, queridos hermanos y hermanas, la fidelidad es una promesa de compromiso que se autocumple, creciendo en la libre obediencia a la palabra dada. La fidelidad es una confianza que realmente se «quiere» compartir, y una esperanza que se «quiere» cultivar juntos. Y hablando de fidelidad me viene a la mente lo que nuestros ancianos, nuestros abuelos cuentan: «Ah, qué tiempos aquellos, cuando se hacía un acuerdo y un apretón de manos era suficiente», porque había fidelidad a las promesas. Y este, que es un hecho social, también está en el origen de la familia, en el apretón de manos de un hombre y una mujer para ir adelante juntos toda la vida.
La fidelidad a las promesas es ¡una verdadera obra de arte de humanidad! Si nos fijamos en su audaz belleza, nos asustamos, pero si despreciamos su valiente tenacidad, estamos perdidos. Ninguna relación de amor –ninguna amistad, ninguna forma de querer, ninguna felicidad del bien común– alcanza la altura de nuestro deseo y de nuestra esperanza, si no llega a habitar este milagro del alma. Y digo «milagro», porque la fuerza y la persuasión de la fidelidad, a pesar de todo, no terminan de encantarnos y sorprendernos.
El honor a la palabra dada, la fidelidad a la promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden imponer con la fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio. Ninguna otra escuela puede enseñar la verdad del amor, si la familia no lo hace. Ninguna ley puede imponer la belleza y la herencia de este tesoro de la dignidad humana, si el vínculo personal entre amor y generación no la escribe la verdad del amor en nuestra carne.
Hermanos y hermanas, es necesario restituir el honor social a la fidelidad del amor: restituir el honor social a la fidelidad del amor. Es necesario sacar de la clandestinidad el milagro cotidiano de millones de hombres y mujeres que regeneran su fundamento familiar, del que toda sociedad vive, sin ser capaz de garantizarlo de ninguna otra manera. No es casualidad que este principio de la fidelidad a la promesa del amor y de la generación está escrito en la creación de Dios como una bendición perenne, a la cual está confiado el mundo.
Si san Pablo puede afirmar que en el vínculo familiar está misteriosamente revelada una verdad decisiva también para el vínculo del Señor y la Iglesia, quiere decir que la Iglesia misma encuentra aquí una bendición que debe cuidar y de la cual siempre aprender, antes incluso de enseñarla y disciplinarla. Nuestra fidelidad a la promesa está realmente siempre confiada a la gracia y a la misericordia de Dios. El amor por la familia humana, en las buenas y en las malas, ¡es un punto de honor para la Iglesia! Que Dios nos conceda estar a la altura de esta promesa. Y rezamos también por los padres del Sínodo: que el Señor bendiga su trabajo, realizado con fidelidad creativa, en la confianza que Él antes que nadie, el Señor –Él el primero–, es fiel a sus promesas. Gracias.