Viaje apostólico a África
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En los días pasados realicé mi primer viaje apostólico a África. ¡Qué hermosa es África! Doy gracias al Señor por este su gran don, que me permitió visitar tres países: primero Kenia, después Uganda y al final la República Centroafricana. Expreso nuevamente mi reconocimiento a las autoridades civiles y a los obispos de estas naciones por haberme recibido y les agradezco a todos los que de tantas maneras han colaborado. ¡Gracias de corazón!
Kenia es un país que representa bien los desafíos globales de nuestra época: tutelar la creación reformando el modelo de desarrollo para que sea equitativo, inclusivo y sostenible. Todo esto se encuentra en Nairobi, la ciudad más grande de África oriental en donde conviven riqueza y miseria: y esto es un escándalo. Y no solamente en África, sino también aquí, por todas partes. La convivencia entre riqueza y pobreza es un escándalo, es una vergüenza para la humanidad. En Nairobi tiene su sede la Oficina de las Naciones Unidas sobre el ambiente, que visité. En Kenia me reuní con las autoridades y diplomáticos, y también con los habitantes de un barrio popular; tuve otro encuentro con los líderes de las diversas confesiones cristianas y de otras religiones, con los sacerdotes y consagrados, y tuve también una cita con los jóvenes, ¡muchos jóvenes! En cada ocasión animé a que se aprecien las grandes riquezas de ese país: riqueza natural y espiritual, constituida por los recursos de la tierra, por las nuevas generaciones y por los valores que forman la sabiduría del pueblo. En este contexto así dramáticamente actual tuve la alegría de llevar la palabra de esperanza de Jesús: «Sed fuertes en la fe, no tengáis miedo». Este era el lema de la visita. Una palabra que es vivida cada día por tantas personas humildes y sencillas, con noble dignidad; una palabra de la que dieron testimonio de manera trágica y heroica los jóvenes de la Universidad de Garisa, asesinados el 2 de abril pasado porque eran cristianos. Su sangre es semilla de paz y de fraternidad para Kenia, África y el mundo entero.
Después, en Uganda mi visita fue en el signo de los mártires de ese país, 50 años después de su histórica canonización, realizada por el beato Pablo VI. Por este motivo el lema era: «Seréis mis testigos» (Hch 1, 8). Un lema que presupone las palabras inmediatamente anteriores: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo» porque es el espíritu el que anima el corazón y las manos de los discípulos misioneros. Y toda la visita en Uganda se llevó a cabo en el fervor del testimonio animado por el Espíritu Santo. Testimonio en sentido explícito es el servicio de los catequistas, a quienes les he agradecido y animado por su compromiso, que muchas veces incluye también el de sus familias. Testimonio es el de la caridad que toqué con la mano en la Casa de Nalukolongo, donde ayudan tantas comunidades y asociaciones en el servicio de los más pobres, discapacitados y enfermos. Testimonio es el de los jóvenes que a pesar de las dificultades custodian el don de la esperanza e intentan vivir de acuerdo con el Evangelio y no según el mundo, yendo así contracorriente. Testigos son los sacerdotes, consagrados y consagradas que renuevan día a día su «sí» total a Cristo y se dedican con alegría al servicio del pueblo santo de Dios. Y hay otro grupo de testigos, pero de ellos hablaré después. Todo este multiforme testimonio, animado por el mismo Espíritu Santo, es levadura para toda la sociedad, como lo demuestra la eficaz obra realizada en Uganda en la lucha contra el sida y en la acogida de los refugiados.
La tercera etapa del viaje fue en la República Centroafricana, en el corazón geográfico del continente: es precisamente el corazón de África. Esta visita fue en realidad mi intención inicial, porque ese país está intentando salir de un período muy difícil, de conflictos violentos y con mucho sufrimiento para la población. Por este motivo quise justamente allí, en Bangui, una semana antes, abrir la primera Puerta santa del Jubileo de la Misericordia, como signo de fe y esperanza para ese pueblo, y simbólicamente para todas las poblaciones africanas más necesitadas de rescate y consolación. La invitación de Jesús a los discípulos: «Pasemos a la otra orilla» (Lc 8, 22) era el lema para Centroáfrica. «Pasar a la otra orilla», desde el punto de vista civil, significa dejar atrás la guerra, las divisiones, la miseria, y elegir la paz, la reconciliación y el desarrollo. Pero esto presupone un «cambio» que se realiza en las conciencias, las actitudes y las intenciones de las personas. Y a este nivel es decisivo el aporte de las comunidades religiosas. Por eso me reuní con las comunidades evangélicas y la musulmana, compartiendo la oración y el compromiso por la paz. Con los sacerdotes y los consagrados, pero también con los jóvenes, compartí la alegría de sentir que el Señor resucitado está con nosotros en la barca, y es Él quien la guía a la otra orilla. Para finalizar, en la última misa en el estadio de Bangui, en el día de la fiesta del apóstol san Andrés, renovamos el compromiso de seguir a Jesús, nuestra esperanza, nuestra paz, rostro de la divina Misericordia. Esta última misa fue maravillosa: estaba llena de jóvenes, ¡un estadio de jóvenes! Más de la mitad de la población de la República Centroafricana son menores de edad, tienes menos de 18 años: ¡una promesa para ir hacia adelante!
Querría decir una palabra sobre los misioneros. Hombres y mujeres que han dejado la patria, todo... Siendo jóvenes fueron allí llevando una vida de mucho, mucho trabajo, y a veces durmiendo en el suelo. En un determinado momento encontré en Bangui a una religiosa, era italiana. Se veía que era anciana: «¿Cuántos años tiene?», le pregunté. «81» –«No tantos, dos más que yo»–. Esta hermana estaba allí desde sus 23 o 24 años: toda la vida. Y como ella muchas. Estaba con una niña. Y la niña en italiano le decía: «nonna». Y la religiosa me dijo: «Yo no soy de aquí, sino de un país cercano, del Congo, y vine en canoa con esta niña». Así son los misioneros: llenos de coraje. «Y ¿a qué se dedica, hermana?». –«Soy enfermera, estudié un poco aquí y me convertí en comadrona y he ayudado a nacer a 3.280 niños». Así me dijo. Toda su vida para la vida, para la vida de los demás. Y como esta hermana, hay muchas, muchas: muchas religiosas, muchos sacerdotes, muchos religiosos que dedican su vida a anunciar a Jesucristo. Es hermoso ver esto. Es hermoso.
Quisiera decir una palabra a los jóvenes. Hay pocos, porque la natalidad parece que sea un lujo, en Europa: la natalidad es cero, natalidad del uno por ciento. Y me dirijo a los jóvenes: pensad qué hacéis con vuestra vida. Pensad en esta religiosa y en muchas como ella que dieron la vida y muchas murieron allí. La misionariedad no es hacer proselitismo: me decía esta hermana que las mujeres musulmanas acuden a ellas porque saben que las religiosas son buenas enfermeras que las cuidan bien, y ¡no hacen la catequesis para convertirlas! Dan testimonio, y luego a quien quiere le enseñan el catecismo. El testimonio: éste es la gran misionariedad heroica de la Iglesia. ¡Anunciar a Jesucristo con la propia vida! Me dirijo a los jóvenes: piensa qué quieres hacer con tu vida. Es el momento de pensar y pedir al Señor que te haga sentir su voluntad. Pero sin excluir, por favor, esta posibilidad de llegar a ser misionero, para llevar el amor, la humanidad y la fe a otros países. No para hacer proselitismo, no. Eso lo hacen quienes persiguen otra cosa. La fe se predica antes con el testimonio y después con la palabra. Lentamente.
Alabemos juntos al Señor por esta peregrinación en tierra africana, y dejémonos guiar por sus palabras clave: «Sed fuertes en la fe, no tengáis miedo»; «Seréis mis testigos»; «Pasemos a la otra orilla».