AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 30 de diciembre de 2015

Devoción al Niño Jesús

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos días navideños nos encontramos delante al Niño Jesús. Estoy seguro que en nuestras casas muchas familias han hecho el pesebre, llevando adelante esta hermosa tradición que se remonta a san Francisco de Asís y que mantiene en nuestros corazones vivo el misterio de Dios que se hace hombre.

La devoción al Niño Jesús es muy difundida. Muchos santos y santas la han cultivado en su oración cotidiana, y han deseado modelar la propia vida con aquella del Niño Jesús.

Pienso en particular a santa Teresita de Lisieux, que como monja carmelita tomó el nombre de Teresa del Niño Jesús y del Santo Rostro. Ella –que es también doctora de la Iglesia– ha sabido vivir y dar testimonio de esa «infancia espiritual» que se asimila precisamente meditando, siguiendo la escuela de la Virgen María, la humildad de Dios que por nosotros se ha hecho pequeño. Esto es un gran misterio, ¡Dios es humilde! Nosotros, que somos orgullosos, llenos de vanidad, y nos creemos una gran cosa… ¡no somos nada! Él es grande, es humilde y se hace niño. ¡Esto es un verdadero misterio! Dios es humilde. ¡Esto es hermoso!

Hubo un tiempo en el cual, en la persona divina-humana de Cristo, Dios fue un niño, y esto debe tomar un significado peculiar para nuestra fe. Es verdad que su muerte en la cruz y su resurrección son la máxima expresión de su amor redentor, pero no nos olvidemos que toda su vida terrena es revelación y enseñanza. En el período navideño recordemos su infancia.

Para crecer en la fe tendremos necesidad de contemplar con más frecuencia al Niño Jesús. Claro, no conocemos nada de este período de su vida. Las raras indicaciones que tenemos se refieren a la imposición del nombre después de ocho días de su nacimiento y a la presentación en el Templo (cf. Lc 2, 21-28), además de la visita de los Reyes Magos con la siguiente huida a Egipto (cf. Mt 2, 1-23). Después hay un salto hasta los doce años, cuando con María y José, Jesús va en peregrinación a Jerusalén para la Pascua y en lugar de regresar con sus padres se detiene en el Templo para hablar con los doctores de la ley.

Como se ve, sabemos poco del Niño Jesús, pero podemos aprender mucho sobre Él si miramos la vida de los niños.

Es una buena costumbre que los padres y abuelos tienen, aquella de mirar a los niños, lo que hacen.

Descubrimos, sobretodo que los niños quieren nuestra atención. Ellos tienen que estar en el centro, ¿por qué? ¿porque son orgullosos? ¡No! Porque necesitan sentirse protegidos. Es necesario también que nosotros pongamos en el centro de nuestra vida a Jesús y sepamos que, aunque parezca paradójico, tenemos la responsabilidad de protegerlo. Quiere estar en nuestros brazos, desea ser atendido y poder fijar su mirada en la nuestra. Además, hacer sonreír al Niño Jesús para demostrarle nuestro amor y nuestra alegría porque Él está en medio de nosotros. Su sonrisa es el símbolo del amor que nos da la certeza de que somos amados.

A los niños, además, les encanta jugar. Pero hacer jugar a un niño significa abandonar nuestra lógica para entrar en la suya. Si queremos que se divierta es necesario entender lo que a él e gusta y no ser egoístas y hacer que ellas hagan lo que nos gusta a nosotros. Es una enseñanza para nosotros.

Delante de Jesús estamos llamados a abandonar nuestra pretensión de autonomía –y este es el quid de la cuestión: nuestra pretensión de autonomía– , para acoger en cambio la verdadera forma de libertad que consiste en conocer a quien tenemos delante y servirlo.

Él es el Hijo de Dios que viene a salvarnos. Ha venido entre nosotros para mostrarnos el rostro del Padre rico de amor y misericordia.

Estrechemos, por lo tanto, entre nuestros brazos al Niño Jesús y pongamos a su servicio: Él es fuente de amor y serenidad.

Y será hermoso que hoy, cuando regresemos a casa, nos acerquemos al pesebre, besar al Niño Jesús, y decirle: «Jesús, yo quiero ser humilde como tú, humilde como Dios», y pedirle esta gracia.