Distinguir entre el pecado y el pecador.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy queremos detenernos en un aspecto de la misericordia bien representado en el pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado. Se trata de un hecho que le sucedió a Jesús mientras era huésped de un fariseo de nombre Simón. Ellos habían querido invitar a Jesús a su casa porque había escuchado hablar bien de Él como un gran profeta. Y mientras estaban sentados comiendo, entra una mujer conocida por todos en la ciudad como una pecadora. Esta, sin decir una palabra, se pone a los pies de Jesús y rompe a llorar; sus lágrimas lavan los pies de Jesús y ella los seca con sus cabellos, luego los besa y los unge con un aceite perfumado que ha llevado consigo.
Sobresale el contraste entre las dos figuras: la de Simón, el celante servidor de la ley, y la de la anónima mujer pecadora. Mientras el primero juzga a los demás de acuerdo a las apariencias, la segunda con sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, aun habiendo invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni involucrar su vida con el Maestro; la mujer, al contrario, se confía plenamente a Él, con amor y veneración.
El fariseo no concibe que Jesús se deje «contaminar» por los pecadores. Él piensa que si fuera realmente un profeta debería reconocerlos y tenerlos lejos para no ser manchado, como si fueran leprosos. Esta actitud es típica de un cierto modo de entender la religión, y está motivada por el hecho que Dios y el pecado se oponen radicalmente. Pero la Palabra de Dios nos enseña a distinguir entre el pecado y el pecador: con el pecado no es necesario llegar a compromisos, mientras los pecadores –es decir, ¡todos nosotros!– somos como enfermos, que necesitan ser curados, y para curarlos es necesario que el médico se les acerque, los visite, los toque. ¡Y naturalmente el enfermo, para ser sanado, debe reconocer que necesita del médico!
Entre el fariseo y la mujer pecadora, Jesús toma partido por esta última. Jesús, libre de prejuicios que impiden a la misericordia expresarse, la deja hacer. Él, el Santo de Dios, se deja tocar por ella sin temer ser contaminado. Jesús es libre, libre porque es cercano a Dios que es Padre misericordioso. Y esta cercanía a Dios, Padre misericordioso, da a Jesús la libertad. Es más, entrando en relación con la pecadora, Jesús pone fin a aquella condición de aislamiento a la que el juicio despiadado del fariseo y de sus conciudadanos –los cuales la explotaban– la condenaba: «Tus pecados quedan perdonados» (Lc 7, 48). La mujer ahora puede ir «en paz». El Señor ha visto la sinceridad de su fe y de su conversión; por eso delante a todos proclama: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (Lc 7, 50). De una parte aquella hipocresía del doctor de la ley, de otra la sinceridad, la humildad y la fe de la mujer. Todos nosotros somos pecadores, pero muchas veces caemos en la tentación de la hipocresía, de creernos mejores que los demás y decimos: «Mira tu pecado…». Por el contrario, todos nosotros debemos mirar nuestro pecado, nuestras caídas, nuestras equivocaciones y mirar al Señor. Esta es la línea de la salvación: la relación entre «yo» pecador y el Señor. Si yo me considero justo, esta relación de salvación no se da.
En este momento, un asombro aún más grande invade a todos los comensales: «¿Quién es este que hasta perdona los pecados?» (Lc 7, 49). Jesús no da una respuesta explícita, pero la conversión de la pecadora está ante los ojos de todos y demuestra que en Él resplandece la potencia de la misericordia de Dios, capaz de transformar los corazones.
La mujer pecadora nos enseña la relación entre fe, amor y agradecimiento. Le han sido perdonados «muchos pecados» y por esto ama mucho; por el contrario «a quien poco se le perdona, poco amor muestra» (Lc 7, 47). Incluso el mismo Simón debe admitir que ama más quien ha sido perdonado más. Dios ha encerrado a todos en el mismo misterio de misericordia; y de este amor, que siempre nos precede, todos nosotros aprendemos a amar. Como recuerda san Pablo: «En Él (Cristo) tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia» (Ef 1, 7-8). En este texto, el término «gracia» es prácticamente sinónimo de misericordia, y se dice que es «abundante», es decir, más allá de nuestra expectativa, porque actúa el proyecto salvífico de Dios para cada uno de nosotros.
Queridos hermanos, ¡estemos muy agradecidos por el don de la fe, demos gracias al Señor por su amor tan grande e inmerecido! Dejemos que el amor de Cristo se derrame en nosotros: de este amor se sacia el discípulo y sobre éste se funda; de este amor cada uno se puede nutrir y alimentar. Así, en el amor agradecido que derramamos a su vez sobre nuestros hermanos, en nuestras casas, en la familia, en la sociedad se comunica a todos la misericordia del Señor.