Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy esta audiencia se realiza en dos sitios: como había amenaza de lluvia, los enfermos están en el aula Pablo VI, conectados con nosotros con la pantalla gigante; dos lugares pero una sola audiencia. Saludamos a los enfermos que están en el aula Pablo VI. Queremos reflexionar hoy sobre la parábola del Padre misericordioso. Ella habla de un padre y de sus dos hijos, y nos hace conocer la misericordia infinita de Dios.
Partamos desde el final, es decir de la alegría del corazón del Padre, que dice: «Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (Lc 15, 23-24). Con estas palabras el padre interrumpió al hijo menor en el momento en el que estaba confesando su culpa: «Ya no merezco ser llamado hijo tuyo...» (Lc 15, 19). Pero esta expresión es insoportable para el corazón del padre, que, en cambio, se apresura a restituir al hijo los signos de su dignidad: el mejor vestido, el anillo y las sandalias. Jesús no describe a un padre ofendido y resentido, un padre que, por ejemplo, dice al hijo: «Me la pagarás»: no, el padre lo abraza, lo espera con amor. Al contrario, lo único que le interesa al padre es que este hijo esté ante él sano y salvo, y esto lo hace feliz y por eso celebra una fiesta. La acogida del hijo que regresa se describe de un modo conmovedor: «Estaba él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó» (Lc 15, 20). Cuánta ternura; lo vio cuando él estaba todavía lejos: ¿qué significa esto? Que el padre subía a la terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo regresaba; ese hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. ¡Cuán bonita es la ternura del padre! La misericordia del padre es desbordante, incondicional, y se manifiesta incluso antes de que el hijo hable. Cierto, el hijo sabe que se ha equivocado y lo reconoce: «He pecado... trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15, 19). Pero estas palabras se disuelven ante el perdón del padre. El abrazo y el beso de su papá le hacen comprender que siempre ha sido considerado hijo, a pesar de todo. Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y, por lo tanto, nadie nos la puede quitar, ni siquiera el diablo. Nadie puede quitarnos esta dignidad.
Esta palabra de Jesús nos alienta a no desesperar jamás. Pienso en las madres y en los padres preocupados cuando ven a los hijos alejarse siguiendo caminos peligrosos. Pienso en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en vano. Pero pienso también en quien se encuentra en la cárcel, y le parece que su vida se haya acabado; en quienes han hecho elecciones equivocadas y no logran mirar hacia el futuro; en todos aquellos que tienen hambre de misericordia y de perdón y creen no merecerlo... En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré nunca de ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me ama y espera mi regreso. Incluso en la situación más fea de la vida, Dios me espera, Dios quiere abrazarme, Dios me espera.
En la parábola hay otro hijo, el mayor; también él necesita descubrir la misericordia del padre. Él ha estado siempre en casa, ¡pero es tan distinto del padre! A sus palabras le falta ternura: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya... y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo...» (Lc 15, 29-30). Vemos el desprecio: no dice nunca «padre», no dice nunca «hermano», piensa sólo en sí mismo, hace alarde de haber permanecido siempre junto al padre y de haberlo servido; sin embargo, nunca ha vivido con alegría esta cercanía. Y ahora acusa al padre de no haberle dado nunca un cabrito para tener una fiesta. ¡Pobre padre! Un hijo se había marchado, y el otro nunca había sido verdaderamente cercano. El sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús cuando nosotros nos alejamos o porque nos marchamos lejos o porque estamos cerca sin ser cercanos.
El hijo mayor, también él necesita misericordia. Los justos, los que se creen justos, también ellos necesitan misericordia. Este hijo nos representa a nosotros cuando nos preguntamos si vale la pena hacer tanto si luego no recibimos nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para tener un compensación, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No se trata de «trocar» con Dios, sino de permanecer en el seguimiento de Jesús que se entregó en la cruz sin medida.
«Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse» (Lc 15, 31). Así dice el Padre al hijo mayor. Su lógica es la de la misericordia. El hijo menor pensaba que se merecía un castigo por sus pecados, el hijo mayor se esperaba una recompensa por sus servicios. Los dos hermanos no hablan entre ellos, viven historias diferentes, pero ambos razonan según una lógica ajena a Jesús: si hacen el bien recibes un premio, si obras mal eres castigado; y esta no es la lógica de Jesús, ¡no lo es! Esta lógica se ve alterada por las palabras del padre: «Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado» (Lc 15, 31). El padre recuperó al hijo perdido, y ahora puede también restituirlo a su hermano. Sin el menor, incluso el hijo mayor deja de ser un «hermano». La alegría más grande para el padre es ver que sus hijos se reconocen hermanos.
Los hijos pueden decidir si unirse a la alegría del padre o rechazar. Tienen que interrogarse acerca de sus propios deseos y sobre la visión que tienen de la vida. La parábola termina dejando el final en suspenso: no sabemos lo que haya decidido hacer el hijo mayor. Y esto es un estímulo para nosotros. Este Evangelio nos enseña que todos necesitamos entrar en la casa del Padre y participar en su alegría, en su fiesta de la misericordia y de la fraternidad. Hermanos y hermanas, ¡abramos nuestro corazón, para ser «misericordiosos como el Padre»!