Queridos hermanos, ¡Buenos días!
El pasaje del Evangelio de Juan que hemos escuchado (cf Jn 4, 6-15) narra el encuentro de Jesús con una mujer samaritana. Lo que impresiona de este encuentro es el diálogo muy intenso entre la mujer y Jesús. Esto nos permite hoy subrayar un aspecto muy importante de la misericordia, que es precisamente el diálogo.
El diálogo permite a las personas conocerse y comprender las exigencias los unos de los otros. Sobre todo, es una señal de gran respeto, porque pone a las personas en actitud de escucha y en la condición de acoger los mejores aspectos del interlocutor. En segundo lugar, el diálogo es expresión de caridad, porque, aun no ignorando las diferencias, puede ayudar a buscar y a compartir el bien común. Además, el diálogo invita a ponernos ante el otro viéndolo como un don de Dios, que nos interpela y nos pide ser reconocido.
Muchas veces no encontramos a los hermanos, a pesar de vivir a su lado, sobre todo cuando hacemos prevalecer nuestra posición frente a la del otro. No dialogamos cuando no escuchamos suficientemente o tendemos a interrumpir al otro para demostrar que tenemos razón. Pero ¿cuántas veces, cuántas veces estamos escuchando a una persona, la paramos y decimos: "¡No! ¡No! ¡No es así!" y no dejamos que la persona termine de explicar lo que quiere decir?. Y esto impide el diálogo: esta es una agresión. El verdadero diálogo, en cambio, necesita momentos de silencio, en los cuales acoger el don extraordinario de la presencia de Dios en el hermano.
Queridos hermanos y hermanas, dialogar ayuda a las personas a humanizar las relaciones y a superar las incomprensiones. ¡Hay tanta necesidad de diálogo en nuestras familias, y cómo se resolverían más fácilmente las cuestiones si aprendiéramos a escucharnos mutuamente! Es así en la relación entre marido y mujer, y entre padres e hijos. Cuánta ayuda puede llegar también del diálogo entre los profesores y sus alumnos; o entre directivos y obreros, para descubrir las exigencias mejores del trabajo.
De diálogo también vive la Iglesia con los hombres y las mujeres de todos los tiempos, para comprender las necesidades que alberga el corazón de cada persona y para contribuir a la realización del bien común. Pensemos en el gran don de la creación y en la responsabilidad que todos tenemos de salvaguardar nuestra casa común: el diálogo sobre este tema tan central es una exigencia ineludible. Pensemos en el diálogo entre las religiones, para descubrir la verdad profunda de su misión en medio de los hombres, y para contribuir a la construcción de la paz y de una red de respeto y fraternidad (cf Enc. Laudato si’, 201).
Para concluir, todas las formas de diálogo son expresiones de la gran exigencia de amor de Dios, que sale al encuentro de todos y en cada uno pone una semilla de su bondad, para que pueda colaborar en su obra creadora. El diálogo derriba los muros de las divisiones y de las incomprensiones; crea puentes de comunicación y no permite que nadie se aísle, encerrándose en su pequeño mundo. No os olvidéis: dialogar es escuchar lo que me dice el otro y decir con docilidad lo que pienso yo. Si las cosas van así, la familia, el barrio, el puesto de trabajo serán mejores. Pero si yo no dejo que el otro diga todo lo que tiene en el corazón y empiezo a gritar –hoy se grita mucho– no llegará a buen fin esta relación entre nosotros; no llegará a buen fin la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos. Escuchar, explicar, con docilidad, no chillar al otro, no gritar al otro, sino tener un corazón abierto.
Jesús conocía bien lo que había en el corazón de la samaritana, una gran pecadora; no obstante lo cual no le negó que se pudiera explicar, dejó que hablara hasta el final, y entró poco a poco en el misterio de su vida. Esta enseñanza vale también para nosotros. A través del diálogo podemos hacer crecer las señales de la misericordia de Dios y convertirlas en un instrumento de aceptación y respeto.