Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La vida de Jesús, sobre todo en los tres años de su ministerio público, fue un incesante encuentro con las personas. Entre ellas, un lugar especial lo tuvieron los enfermos. ¡Cuántas páginas de los Evangelios narran estos encuentros! El paralítico, el ciego, el leproso, el endemoniado, el epiléptico, e innumerables enfermos de todo tipo… Jesús se ha hecho cercano a cada uno de ellos y les ha sanado con su presencia y el poder de su fuerza sanadora. Por lo tanto, no puede faltar, entre las Obras de misericordia, la de visitar y atender a las personas enfermas.
Junto a esta podemos incluir también la de estar cerca de las personas que se encuentran en la cárcel. De hecho, tanto los enfermos como los encarcelados viven en una condición que limita su libertad. ¡Y precisamente cuando nos falta, nos damos cuenta de cuánto sea preciosa! Jesús nos ha donado la posibilidad de ser libres no obstante los límites de la enfermedad y de las restricciones. Él nos ofrece la libertad que proviene del encuentro con Él y del sentido nuevo que este encuentro da a nuestra condición personal.
Con estas Obras de misericordia el Señor nos invita a un gesto de gran humanidad: el compartir. Recordemos esta palabra: el compartir. Quien está enfermo, muchas veces se siente solo. No podemos esconder que, sobre todo en nuestros días, precisamente en la enfermedad se adquiere la experiencia más profunda de la soledad que atraviesa gran parte de la vida. Una visita puede hacer que una persona enferma se sienta menos sola, y un poco de compañía ¡es una estupenda medicina! Una sonrisa, una caricia, un apretón de manos son gestos simples, pero muy importantes para quien se siente abandonado. ¡Cuántas personas se dedican a visitar a los enfermos en los hospitales o en sus casas! Es una obra de voluntariado impagable. Cuando es realizada en el nombre del Señor, entonces se convierte también en expresión elocuente y eficaz de misericordia. ¡No dejemos a las personas enfermas solas! No les impidamos encontrar alivio y a nosotros ser enriquecidos por la cercanía, de quien sufre. Los hospitales son verdaderas «catedrales del dolor», donde sin embargo se hace evidente la fuerza de la caridad que sostiene y siente compasión.
De la misma manera, pienso en quienes están encerrados en la cárcel. Jesús ni siquiera se ha olvidado de ellos. Poniendo la visita a los encarcelados entre las obras de misericordia, ha querido invitarnos, ante todo, a no erigirnos jueces de nadie. Claro, si uno está en la cárcel es porque se ha equivocado, no ha respetado la ley y la convivencia civil. Por eso está cumpliendo su pena en la prisión. Pero sea lo que sea que haya hecho un preso, él siempre es amado por Dios. ¿Quién puede entrar en la intimidad de su conciencia para entender lo que siente? ¿Quién puede comprender el dolor y el remordimiento? Es demasiado fácil lavarse las manos afirmando que se ha equivocado. Un cristiano está llamado, más bien, a hacerse cargo, para que quien se haya equivocado comprenda el mal hecho y vuelva en sí mismo. La falta de libertad, es sin duda, una de las privaciones más grandes para el ser humano. Si a esta se añade el degrado por las condiciones, a menudo, carentes de humanidad en la cuales estas personas tienen que vivir, entonces, realmente es el caso en el que un cristiano se siente estimulado para hacer de todo para restituir su dignidad.
Visitar a las personas en la cárcel es una obra de misericordia que sobre todo hoy asume un valor particular por las distintas formas de justicialismo al cual estamos expuestos. Por ello, que nadie señale con el dedo a alguien. Sino, que todos nos volvamos instrumentos de misericordia, con actitudes de compartir y de respeto. Pienso a menudo en los presos… pienso a menudo, les llevo en el corazón. Me pregunto qué les ha llevado a delinquir y cómo han podido ceder a las diversas formas de mal. Y no obstante, junto a estos pensamientos siento que todos necesitan cercanía y ternura, porque la misericordia de Dios cumple prodigios. Cuántas lágrimas he visto caer por las mejillas de reclusos que quizás jamás habían llorado en su vida; y esto sólo porque se sintieron acogidos y amados.
Y no nos olvidemos que también Jesús y los apóstoles experimentaron la prisión. En las narraciones de la Pasión conocemos los sufrimientos a los que el Señor fue sometido: capturado, arrastrado como un malhechor, burlado, flagelado, coronado con espinas… Él, ¡el único inocente! Y también san Pedro y san Pablo estuvieron en la cárcel (cf Hch 12, 5; Flp 1, 12-17). El domingo pasado –que fue el domingo del Jubileo de los reclusos– por la tarde vino a visitarme un grupo de reclusos padovanos. Les pregunté qué harían al día siguiente, antes de volver a Padua. Me dijeron: «iremos a la cárcel Mamertino para compartir la experiencia de san Pablo». Es bonito, oír decir esto me hizo bien. Estos presos querían encontrar al Pablo prisionero. Es una cosa bonita, a mí me hizo bien. También ahí, en prisión, rezaron y evangelizaron. Es conmovedora la página de los Hechos de los Apóstolos en la cual se narra la reclusión de Pablo: se sentía solo y deseaba que alguno de sus amigos le visitase (cf 2Tm 4, 9-15). Se sentía solo porque la mayoría le había dejado solo… al gran Pablo.
Estas obras de misericordia, como se ve, son antiguas, y no obstante, siempre actuales. Jesús dejó lo que estaba haciendo para ir a visitar a la suegra de Pedro; una obra antigua de caridad. Jesús lo consiguió. No caigamos en la indiferencia, sino convirtámonos en instrumentos de la misericordia de Dios. Todos nosotros podemos ser instrumentos de la misericordia de Dios y esto hará más bien a nosotros que a los demás porque la misericordia pasa a través de un gesto, una palabra, una visita y esta misericordia es un acto para devolver alegría y dignidad a quien la ha perdido.