Viaje Apostólico a Panamá
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy me detendré con vosotros en el Viaje Apostólico que llevé a cabo los días pasados en Panamá. Os invito a dar gracias conmigo al Señor por esa gracia que Él ha querido donar a la Iglesia y al pueblo de ese querido país. Agradezco al Señor presidente de Panamá y al resto de autoridades, a los obispos; y agradezco a todos los voluntarios –eran tantos– por su acogida cálida y familiar, la misma que hemos visto en la gente que en todas partes se apresuró a saludar con gran fe y entusiasmo. Una cosa que me ha conmovido tanto: la gente levantaba con los brazos a los niños. Cuando pasaba el Papamóvil todos con los niños: los levantaban como diciendo: «He aquí mi orgullo, ¡he aquí mi futuro!». Y enseñaban a los niños. ¡Pero eran muchos! Y los padres o las madres orgullosos de aquel niño. He pensado: ¡cuánta dignidad en este gesto y lo elocuente que es para el invierno demográfico que estamos viviendo en Europa! El orgullo de aquella familia son los niños. La seguridad para el futuro son los niños. El invierno demográfico, sin niños, es duro.
El motivo de este viaje fue la Jornada mundial de la juventud, pero los encuentros con los jóvenes se han entrelazado con la realidad del país: las autoridades, los obispos, los jóvenes presos, los consagrados y un hogar familiar. Todo ha estado como «contagiado» y «amalgamado» por la alegre presencia de los jóvenes: una fiesta para ellos y una fiesta para Panamá, y también para toda América Central, marcada por tantos dramas y necesitada de esperanza y paz, y también de justicia. Esta Jornada mundial de la juventud estuvo precedida por la reunión de jóvenes de los pueblos nativos y afroamericanos. Un bonito gesto: hicieron cinco días de encuentro, jóvenes indígenas y jóvenes afro-descendientes. Son muchos en esa región. Abrieron la puerta a la Jornada mundial. Y esta es una iniciativa importante que ha mostrado aún mejor el rostro multiforme de la Iglesia en América Latina: América Latina es mestiza. Luego, con la llegada de grupos de todo el mundo, se formó la gran sinfonía de rostros e idiomas, típica de este evento. Ver todas las banderas desfilar juntas, bailar en las manos de los jóvenes alegres para encontrarse es un signo profético, una señal contra la tendencia actual de los nacionalismos conflictivos de hoy, que levantan muros y se cierran a la universalidad, al encuentro entre los pueblos. Es una señal de que los jóvenes cristianos son levadura de paz en el mundo.
Esta JMJ ha tenido una fuerte huella mariana, porque su tema eran las palabras de la Virgen al ángel: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Ha sido fuerte escuchar estas palabras pronunciadas por los representantes de los jóvenes de los cinco continentes, y sobre todo verlas traslucir en sus rostros. Mientras haya nuevas generaciones capaces de decir «heme aquí» a Dios, habrá futuro en el mundo. Entre las etapas de la JMJ siempre está el Vía Crucis. Caminar con María detrás de Jesús, que lleva la cruz, es la escuela de la vida cristiana: allí se aprende el amor paciente, silencioso, concreto. Yo os hago una confidencia: a mí me gusta tanto hacer el Vía Crucis, porque es andar con María detrás de Jesús. Y siempre llevo conmigo, para hacerlo en cualquier momento, un Vía Crucis de bolsillo, que me regaló una persona muy apostólica en Buenos Aires. Y cuando tengo tiempo, lo tomo y sigo el Vía Crucis. Haced también vosotros el Vía Crucis, porque es seguir a Jesús con María en el camino de la cruz, donde Él dio la vida por nosotros, por nuestra redención. En el Vía Crucis se aprende el amor naciente, silencioso y concreto. En Panamá los jóvenes han llevado con Jesús y María el peso de la condición de tantos hermanos y hermanas sufrientes en América Central y en el mundo entero. Entre estos están tantos jóvenes víctimas de diversas formas de esclavitud y pobreza. Y en este sentido, ha habido momentos muy significativos, como la Liturgia penitencial que celebré en una Casa de reeducación para menores y la visita a la Casa-hogar «Buen Samaritano», que hospeda a personas afectadas por el VIH/Sida.
El culmen de la JMJ y el viaje fueron la Vigilia y la Misa con los jóvenes. En la Vigilia –en ese campo lleno de jóvenes que hicieron la Vigilia, durmieron allí y, a las 8 de la mañana, participaron en la misa– en la Vigilia, se renovó el diálogo vivo con todos los muchachos y muchachas, entusiastas e incluso capaces de guardar silencio y de escuchar. Pasaban del entusiasmo a la escucha y a la oración en silencio. A ellos les propuse a María como aquella que, en su pequeñez, más que ninguna otra, ha «influido» en la historia del mundo: la llamamos «influencer de Dios». En su «fiat» se han reflejado los testimonios hermosos y fuertes de algunos jóvenes. El domingo por la mañana, en la gran celebración eucarística final, Cristo resucitado, con la fuerza del Espíritu Santo, habló de nuevo a los jóvenes del mundo y los llamó a vivir el Evangelio en el hoy, porque los jóvenes no son el «mañana»; No, son el «hoy» para el «mañana». No son el «mientras tanto», sino que son el hoy, el ahora, de la Iglesia y del mundo. Y he apelado a la responsabilidad de los adultos, para que las nuevas generaciones no carezcan de educación, trabajo, comunidad y familia. Y esta es la clave ahora mismo en el mundo, porque faltan estas cosas. Instrucción, es decir, educación. Trabajo: cuántos jóvenes están sin. Comunidad: sentirse acogido, en la familia, en la sociedad.
El encuentro con todos los obispos de América Central fue para mí un momento de especial consuelo. Juntos nos dejamos enseñar por el testimonio del santo obispo Óscar Romero, para aprender mejor a «sentir con la Iglesia» –era su lema episcopal–, en la cercanía a los jóvenes, a los pobres, a los sacerdotes, al santo pueblo fiel de Dios. Y un fuerte valor simbólico tuvo la consagración del altar de la restaurada Catedral de Santa María La Antigua, en Panamá. Llevaba siete años cerrado por la restauración. Un signo de belleza redescubierta, para la gloria de Dios y para la fe y la fiesta de su pueblo. El Crisma que consagra el altar es lo mismo que ungir a los bautizados, confirmados, sacerdotes y obispos. Que la familia de la Iglesia, en Panamá y en todo el mundo, obtenga del Espíritu Santo una fecundidad nueva, para que la peregrinación de los jóvenes discípulos misioneros de Jesucristo continúe y se extienda sobre la tierra.