Viaje a Marruecos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El sábado y el domingo pasado fui en viaje apostólico a Marruecos, invitado por Su Majestad el Rey Mohammed VI al que renuevo mi gratitud, así como a las demás autoridades marroquíes por su calurosa bienvenida y por toda la colaboración, especialmente al Rey: ha sido tan fraternal, tan amistoso, tan cercano.
Doy gracias sobre todo al Señor, que me ha permitido dar un paso más en el camino del diálogo y el encuentro con los hermanos y hermanas musulmanes, para ser –como decía el lema del viaje– «Servidor de la esperanza» en el mundo de hoy. Mi peregrinación ha seguido las huellas de dos santos: Francisco de Asís y Juan Pablo II. Hace 800 años, Francisco llevó el mensaje de paz y fraternidad al sultán al-Malik al-Kamil; en 1985, el Papa Wojty?a realizó su memorable visita a Marruecos, después de haber recibido en el Vaticano –el primero entre los Jefes de Estado musulmanes– al Rey Hassan II. Pero algunos podrían preguntarse: ¿Pero por qué el Papa va a ver a los musulmanes y no solo a los católicos? ¿Por qué hay tantas religiones? Con los musulmanes somos descendientes del mismo Padre, Abraham. ¿Por qué Dios permite que haya tantas religiones? Dios ha querido permitirlo: los teólogos escolásticos se refirieron a la voluntas permissiva de Dios. Quería permitir esta realidad: hay tantas religiones; algunas nacen de la cultura, pero siempre miran al cielo, miran a Dios. Pero lo que Dios quiere es la fraternidad entre nosotros y de manera especial –aquí está el motivo de este viaje– con nuestros hermanos hijos de Abraham como nosotros, los musulmanes. No debemos temer la diferencia: Dios lo ha permitido. Debemos temer si no trabajamos en fraternidad, para caminar juntos en la vida.
Servir a la esperanza, en un tiempo como el nuestro, significa, ante todo, construir puentes entre las civilizaciones. Y para mí ha sido una alegría y un honor poder hacerlo con el noble Reino de Marruecos, encontrando a su pueblo y a sus gobernantes. Recordando algunas cumbres internacionales importantes que tuvieron lugar en ese país en los últimos años, reiteramos con el Rey Mohammed VI el papel esencial de las religiones en la defensa de la dignidad humana y la promoción de la paz, la justicia y el cuidado de la creación, que es nuestra casa común. Con esta perspectiva, también firmamos un llamamiento por Jerusalén junto con el Rey, para que la Ciudad Santa se conserve como patrimonio de la humanidad y lugar de encuentro pacífico, especialmente para los fieles de las tres religiones monoteístas.
Visité el Mausoleo de Mohammed V, rindiendo tributo a su memoria y a la de Hassan II, así como el Instituto para la formación de los imanes, predicadores y predicadoras. Este Instituto promueve un Islam respetuoso con las otras religiones y rechaza la violencia y el fundamentalismo, es decir, subraya que todos somos hermanos y debemos trabajar por la fraternidad.
Dediqué una atención especial a la cuestión de las migraciones, tanto hablando con las autoridades, como en el encuentro dedicado específicamente a los migrantes. Algunos de ellos dieron testimonio de que la vida de quienes emigran cambia y vuelve a ser humana cuando encuentran una comunidad que los acoge como personas. Esto es fundamental. Precisamente en Marrakech, Marruecos, el pasado diciembre se ratificó el «Pacto mundial para una migración segura, ordenada y regular». Un paso importante de cara a que la comunidad internacional asuma su responsabilidad. Como Santa Sede, hemos ofrecido nuestra contribución que se resume en cuatro verbos: acoger a los migrantes, proteger a los migrantes, promover a los migrantes e integrar a los migrantes. No se trata de dejar caer desde arriba programas de asistencia social sino de recorrer juntos un camino a través de estas cuatro acciones, para construir ciudades y países que, al tiempo que conservan sus respectivas identidades culturales y religiosas, estén abiertos a las diferencias y sepan cómo valorarlas en nombre de la fraternidad humana. La Iglesia en Marruecos está muy comprometida con la cercanía a los migrantes. A mí no me gusta decir migrantes; me gusta más decir personas migrantes. ¿Sabéis por qué? Porque migrante es un adjetivo, mientras que el término persona es un sustantivo. Hemos caído en la cultura del adjetivo: usamos muchos adjetivos y a menudo olvidamos los sustantivos, esa es la sustancia. El adjetivo siempre debe estar vinculado a un sustantivo, a una persona; por lo tanto una persona migrante. Entonces hay respeto y no caemos en esta cultura de adjetivos que es demasiado líquida, demasiado gaseosa. La Iglesia en Marruecos, decía, está muy comprometida con la cercanía a las personas migrantes, por lo que quería manifestar mi agradecimiento y alentar a quienes se entregan con generosidad a su servicio cumpliendo la palabra de Cristo: «Era forastero y me recibisteis» (Mt 25, 35).
El domingo estuvo dedicado a la comunidad cristiana. En primer lugar, visité el Centro Rural de Servicios Sociales, administrado por las religiosas Hijas de la Caridad, las mismas que tienen aquí en Santa Marta el dispensario y el ambulatorio para los niños y estas monjas trabajan con la colaboración de numerosos voluntarios, ofrecen varios servicios a la población.
En la catedral de Rabat encontré a los sacerdotes, a las personas consagradas y al Consejo Ecuménico de las Iglesias. Es un pequeño rebaño en Marruecos, y por eso recordé las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura (cf. Mt 5, 13-16; Mt 13, 33) que leímos al comienzo de esta audiencia. Lo que importa no es la cantidad, sino que la sal dé sabor, que la luz brille y que la levadura tenga la fuerza de hacer que toda la masa fermente. Y esto no proviene de nosotros, sino de Dios, del Espíritu Santo que nos hace testigos de Cristo allí donde estemos, en un estilo de diálogo y amistad, para vivirlo; ante todo, entre nosotros los cristianos, porque, dice Jesús, «por esto sabrán todos que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros» (Jn 13, 35).
Y la alegría de la comunión eclesial encontró su fundamento y su plena expresión en la Eucaristía dominical, celebrada en un complejo deportivo de la capital. ¡Miles de personas de unas 60 nacionalidades diferentes! Una epifanía singular del Pueblo de Dios en el corazón de un país islámico. La parábola del Padre misericordioso hizo que brillase en medio de nosotros la belleza del plan de Dios, que quiere que todos sus hijos participen en su alegría, en la fiesta del perdón y la reconciliación. En esta fiesta entran los que saben reconocerse necesitados de la misericordia del Padre y regocijarse con Él cuando un hermano o una hermana regresan a casa. No es casualidad que allí donde los musulmanes invocan cada día al Clemente y al Misericordioso, haya resonado la gran parábola de la misericordia del Padre. Es así: solo aquellos que renacen y viven en el abrazo de este Padre, solo aquellos que se sienten hermanos pueden ser servidores de la esperanza en el mundo.