AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 5 de febrero de 2020

Catequesis sobre las bienaventuranzas: 2. Bienaventurados los pobres de espíritu

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Nos adentramos hoy en la primera de las ocho Bienaventuranzas del Evangelio de Mateo. Jesús inicia a proclamar su camino hacia la felicidad con un anuncio paradójico: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3). Un camino sorprendente, y un extraño objeto de bienaventuranza, la pobreza. Tenemos que preguntarnos: ¿Qué se entiende por "pobres"? Si Mateo usara solo esta palabra, entonces el significado sería simplemente económico, es decir, indicaría a las personas que tienen pocos o ningún medio de sustento y necesitan ayuda de los demás.

Pero el Evangelio de Mateo, a diferencia de Lucas, habla de «pobres de espíritu». ¿Qué quiere decir? El espíritu, según la Biblia, es el soplo de la vida que Dios comunicó a Adán; es nuestra dimensión más íntima, digamos la dimensión espiritual, la más íntima, aquella que nos hace personas humanas, el núcleo profundo de nuestro ser. Entonces los "pobres de espíritu" son aquellos que son o se sienten pobres, mendicantes, en lo profundo de su ser. Jesús los proclama Bienaventurados, porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos.

¡Cuántas veces se nos ha dicho lo contrario! Es necesario ser algo en la vida, ser alguien… Es necesario hacerse con un nombre… Es de aquí que nace la soledad y la infelicidad: si yo tengo que ser "alguien", entro en competición con los demás y vivo con la preocupación obsesiva por mi ego. Si no acepto ser pobre, comienzo a odiar todo lo que rodea mi fragilidad. Porque esta fragilidad impide que yo me convierta en una persona importante, un rico no sólo en dinero, sino en fama, en todo.

Cada uno, delante de sí mismo, sabe bien que, por más que se ponga a trabajar, queda siempre radicalmente incompleto y vulnerable. No existe un truco que cubra esta vulnerabilidad. Cada uno de nosotros es vulnerable, dentro. Debe ver en dónde. Pero, ¡Qué mal se vive si se rechazan los propios límites! Se vive mal. No se digiere el límite, está ahí. Las personas orgullosas no piden ayuda porque deben mostrarse autosuficientes. Y cuántos de ellos tienen necesidad de ayuda, pero el orgullo les impide recibir ayuda. Y cuán difícil es admitir un error y pedir perdón. Cuando yo doy un consejo a los nuevos esposos, que me dicen cómo llevar adelante y bien su matrimonio, yo les digo: "Existen tres palabras mágicas: permiso, gracias, perdón". Son palabras que vienen de la pobreza de espíritu. No es necesario ser entrometidos, sino pedir permiso: "¿Te parece bien que haga esto?", así hay diálogo en familia, esposa y esposo dialogan. "Tú hiciste esto por mí, gracias, lo necesitaba". Después siempre se cometen errores, deslices: "Perdóname". Y normalmente las parejas, los nuevos matrimonios, los que están aquí y muchos, me dicen: "La tercera es la más difícil", pedir perdón, pedir perdón. Porque el orgulloso no es capaz. No puede pedir perdón: siempre tiene razón. No es pobre de espíritu. En cambio, el Señor nunca se cansa de perdonar; somos nosotros, desafortunadamente, quienes nos cansamos de pedir perdón (cf. Ángelus, 17.III.13). El cansancio de pedir perdón: ¡esta es una fea enfermedad!

¿Por qué es difícil pedir perdón? Porque humilla nuestra imagen hipócrita. Y, sin embargo, vivir buscando ocultar las propias carencias es cansado y angustioso. Jesucristo nos dice: ser pobres es una ocasión de gracia; y nos muestra y la salida a esta fatiga. Nos da el derecho de ser pobres de espíritu, porque este es el camino del Reino de Dios.

Pero hay que destacar algo fundamental: no debemos transformarnos para convertirnos en pobres de espíritu, no debemos realizar ninguna transformación porque los somos ya. Somos pobres… o más claro: somos unos "pobrecillos" en el espíritu. Tenemos necesidad de todo. Somos pobres de espíritu, somos mendicantes. Es la condición humana.

El Reino de Dios es de los pobres de espíritu. Están aquellos que tienen el reino de este mundo: poseen bienes y tienen comodidades. Pero son reinos que acaban. El poder de los hombres, también los imperios más grandes, pasan y desaparecen. Muchas veces vemos en el noticiero o en los periódicos a aquel gobernador fuerte, poderoso o aquel gobierno que ayer estaba y hoy ya no está más, cayó. Las riquezas de este mundo se van, y también el dinero. Los viejos nos enseñan que el sudario no tenía bolsillos. Es verdad. No he visto nunca detrás de un cortejo fúnebre un camión de mudanzas: nadie se lleva nada. Estas riquezas se quedan aquí.

El Reino de Dios es de los pobres de espíritu. Están aquellos que poseen los reinos de este mundo, poseen bienes y tienen comodidades. Sin embargo, sabemos cómo acaban. Reina verdaderamente quien sabe amar el verdadero bien más que a sí mismo. Y este es el poder de Dios.