Queridos amigos:
Me alegro mucho de este encuentro con los responsables de las principales confesiones religiosas presentes en Albania. Mi saludo respetuoso a cada uno de ustedes y a las comunidades que representan; y gracias de corazón a Mons. Massafra por sus palabras de presentación e introducción. Es importante que estén aquí juntos: es signo del diálogo que viven día a día, intentando establecer entre ustedes relaciones fraternas y de colaboración por el bien de toda la sociedad. Gracias por cuanto hacen.
Albania ha sido tristemente testigo de la violencia y de las tragedias que se pueden producir si se excluye a Dios a la fuerza de la vida personal y comunitaria. Cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos, y enseguida el hombre se pierde, su dignidad es pisoteada, sus derechos violados. Ustedes saben bien a qué atrocidades puede conducir la privación de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa, y cómo esa herida deja a la humanidad radicalmente empobrecida, privada de esperanza y de ideales.
Los cambios que se han producido a partir de los años 90 del siglo pasado han tenido también como efecto positivo la creación de las condiciones adecuadas para una efectiva libertad religiosa. Esto ha hecho posible que las comunidades reaviven tradiciones que nunca se habían apagado del todo, a pesar de las feroces persecuciones, y ha permitido que todos, también desde sus propias convicciones religiosas, puedan colaborar en la reconstrucción moral, antes que económica, del país.
En realidad, como dijo San Juan Pablo II en su visita a Albania en 1993, "la libertad religiosa [...] no es sólo un don precioso del Señor para cuantos tienen la gracia de la fe: es un don para todos, porque es la garantía fundamental para cualquier otra expresión de libertad [...]. La fe nos recuerda mejor que nadie que, si tenemos un único creador, todos somos hermanos. La libertad religiosa es un baluarte contra todos los totalitarismos y una aportación decisiva a la fraternidad humana" (Mensaje a la Nación de Albania, 25 de abril de 1993).
Pero inmediatamente es necesario añadir: "La verdadera libertad religiosa rehúye la tentación de la intolerancia y del sectarismo, y promueve actitudes de respeto y diálogo constructivo" (ibid.). No podemos dejar de reconocer que la intolerancia con los que tienen convicciones religiosas diferentes es un enemigo particularmente insidioso, que desgraciadamente hoy se está manifestando en diversas regiones del mundo. Como creyentes, hemos de estar atentos a que la religión y la ética que vivimos con convicción y de la que damos testimonio con pasión se exprese siempre en actitudes dignas del misterio que pretende venerar, rechazando decididamente como no verdaderas, por no ser dignas ni de Dios ni de los hombres, todas aquellas formas que representan un uso distorsionado de la religión. La religión auténtica es fuente de paz y no de violencia. Nadie puede usar el nombre de Dios para cometer violencia. Matar en nombre de Dios es un gran sacrilegio. Discriminar en nombre de Dios es inhumano.
Desde este punto de vista, la libertad religiosa no es un derecho que garantiza únicamente el sistema legislativo vigente -lo cual es también necesario-: es un espacio común -como éste-, un ambiente de respeto y colaboración que se construye con la participación de todos, también de aquellos que no tienen ninguna convicción religiosa. Me permito indicar dos actitudes que pueden ser especialmente útiles en la promoción de la libertad religiosa.
La primera es ver en cada hombre y mujer, también en los que no pertenecen a nuestra tradición religiosa, no a rivales, y menos aún a enemigos, sino a hermanos y hermanas. Quien está seguro de sus convicciones no tiene necesidad de imponerse, de forzar al otro: sabe que la verdad tiene su propia fuerza de irradiación. En el fondo, todos somos peregrinos en esta tierra, y en este viaje, aspirando a la verdad y a la eternidad, no vivimos, ni individualmente ni como grupos nacionales, culturales o religiosos, como entidades autónomas y autosuficientes, sino que dependemos unos de otros, estamos confiados los unos a los cuidados de los otros. Toda tradición religiosa, desde dentro, debería lograr dar razón de la existencia del otro.
La segunda actitud es el compromiso en favor del bien común. Siempre que de la adhesión a una tradición religiosa nace un servicio más convencido, más generoso, más desinteresado a toda la sociedad, se produce un auténtico ejercicio y un desarrollo de la libertad religiosa, que aparece así no sólo como un espacio de autonomía legítimamente reivindicado, sino como una potencialidad que enriquece a la familia humana con su ejercicio progresivo. Cuanto más se pone uno al servicio de los demás, más libre es.
Miremos a nuestro alrededor: cuántas necesidades tienen los pobres, cuánto les falta aún a nuestras sociedades para encontrar caminos hacia una justicia social más compartida, hacia un desarrollo económico inclusivo. El alma humana no puede perder de vista el sentido profundo de las experiencias de la vida y necesita recuperar la esperanza. En estos ámbitos, hombres y mujeres inspirados en los valores de sus tradiciones religiosas pueden ofrecer una ayuda importante, insustituible. Es un terreno especialmente fecundo para el diálogo interreligioso.
Y además, quisiera referirme a una cosa que es siempre un fantasma: el relativismo, "todo es relativo". A este respecto, hemos de tener presente un principio claro: no se puede dialogar si no se parte de la propia identidad. Sin identidad no puede haber diálogo. Sería un diálogo fantasma, un diálogo en el aire: sin valor. Cada uno de nosotros tiene su propia identidad religiosa, a la que es fiel. Pero el Señor sabe cómo hacer avanzar la historia. Cada uno parte de su identidad, pero sin fingir que tiene otra, porque así no vale y no ayuda, y es relativismo. Lo que nos une es el camino de la vida, es la buena voluntad de partir de la propia identidad para hacer el bien a los hermanos y a las hermanas. Hacer el bien. Y así, como hermanos, caminamos juntos. Cada uno de nosotros da testimonio de su propia identidad ante el otro y dialoga con él. Después el diálogo puede avanzar más sobre cuestiones teológicas, pero lo que es más importante y hermoso es caminar juntos sin traicionar la propia identidad, sin ocultarla, sin hipocresía. A mí me hace bien pensar esto.
Queridos amigos, les animo a mantener y a desarrollar la tradición de buenas relaciones entre las comunidades religiosas presentes en Albania, y a sentirse unidos en el servicio a su querida patria. Con un poco de sentido del humor, se podría decir que esto es como un equipo de fútbol: los católicos contra los otros, pero todos juntos, por el bien de la patria y de la humanidad. Sigan siendo signo, para su país y para los demás países, de que son posibles las relaciones cordiales y de fecunda colaboración entre hombres de diversas religiones. Y les pido un favor: recen por mí. También yo lo necesito, lo necesito mucho. Gracias.