Ilustres señores y señoras:
Os saludo a todos cordialmente y deseo expresaros mi agradecimiento personal por vuestro servicio a la sociedad y la valiosa aportación que dais al desarrollo de una justicia que respete la dignidad y los derechos de la persona humana, sin discriminaciones. Quisiera compartir con vosotros algunos puntos sobre ciertas cuestiones que, incluso siendo en parte opinables –¡en parte!– tocan directamente la dignidad de la persona humana y, por lo tanto, interpelan a la Iglesia en su misión de evangelización, de promoción humana, de servicio a la justicia y a la paz. Lo haré de forma sinóptica y por capítulos, con un estilo más bien expositivo y sintético.
Ante todo quisiera plantear dos premisas de naturaleza sociológica que se refieren a la incitación a la venganza y al populismo penal.
a) Incitación a la venganza
En la mitología, como en las sociedades primitivas, la multitud descubre los poderes maléficos de sus víctimas sacrificiales, acusadas de las desgracias que afectan a la comunidad. Esta dinámica tampoco está ausente en las sociedades modernas. La realidad muestra que la existencia de instrumentos legales y políticos necesarios para afrontar y resolver conflictos no ofrece garantías suficientes para evitar que algunos individuos sean culpados por los problemas de todos.
La vida en común, estructurada en torno a comunidades organizadas, necesita normas de convivencia cuya libre violación requiere una respuesta adecuada. Sin embargo, vivimos en tiempos en los que, tanto por parte de algunos sectores de la política como por parte de algunos medios de comunicación, se incita algunas veces a la violencia y a la venganza, pública y privada, no sólo contra quienes son responsables de haber cometido delitos, sino también contra quienes cae la sospecha, fundada o no, de no haber cumplido la ley.
b) Populismo penal
En este contexto, en las últimas décadas se difundió la convicción de que a través de la pena pública se pueden resolver los más disparatados problemas sociales, como si para las más diversas enfermedades se nos recomendaría la misma medicina. No se trata de confianza en alguna función social tradicionalmente atribuida a la pena pública, sino más bien en la creencia de que mediante tal pena se pueden obtener los beneficios que requerirían la implementación de otro tipo de política social, económica y de inclusión social.
No se buscan sólo chivos expiatorios que paguen con su libertad y con su vida por todos los males sociales, como era típico en las sociedades primitivas, pero además de esto algunas veces existe la tendencia a construir deliberadamente enemigos: figuras estereotipadas, que concentran en sí mismas todas las características que la sociedad percibe o interpreta como peligrosas. Los mecanismos de formación de estas imágenes son los mismos que, en su momento, permitieron la expansión de las ideas racistas.
El principio guía de la cautela in poenam
Estando así las cosas, el sistema penal va más allá de su función propiamente sancionatoria y se sitúa en el terreno de las libertades y de los derechos de las personas, sobre todo de las más vulnerables, en nombre de una finalidad preventiva cuya eficacia, hasta ahora, no se pudo verificar, ni siquiera para las penas más graves, como la pena de muerte. Existe el riesgo de no conservar ni siquiera la proporcionalidad de las penas, que históricamente refleja la escala de valores amparados por el Estado. Se ha debilitado la concepción del derecho penal como ultima ratio, como último recurso a la sanción, limitado a los hechos más graves contra los intereses individuales y colectivos más dignos de protección. Se ha debilitado también el debate sobre la sustitución de la cárcel con otras sanciones penales alternativas. En este contexto, la misión de los juristas no puede ser otra más que la de limitar y contener tales tendencias. Es una tarea difícil, en tiempos en los que muchos jueces y agentes del sistema penal deben desempeñar su cargo bajo la presión de los medios masivos de comunicación, de algunos políticos sin escrúpulos y de los impulsos de venganza que crece en la sociedad. Quienes tienen una responsabilidad tan grande están llamados a cumplir su deber, desde el momento que el no hacerlo pone en peligro vidas humanas, que necesitan ser cuidadas con mayor empeño del que a veces se pone en el cumplimiento de las propias funciones.
a) Acerca de la pena de muerte
Es imposible imaginar que hoy los Estados no puedan disponer de otro medio que no sea la pena capital para defender la vida de otras personas del agresor injusto.
San Juan Pablo II condenó la pena de muerte (cf. Carta enc. Evangelium vitae, 56), como lo hace también el Catecismo de la Iglesia católica (n. 2267).
Sin embargo, puede verificarse que los Estados quitan la vida no sólo con la pena de muerte y con las guerras, sino también cuando oficiales públicos se refugian bajo la sombra de los poderes estatales para justificar sus crímenes. Las así llamadas ejecuciones extrajudiciales o extralegales son homicidios deliberados cometidos por algunos Estados o por sus agentes, que a menudo se hacen pasar como enfrentamientos con delincuentes o son presentados como consecuencias no deseadas del uso razonable, necesario y proporcional de la fuerza para hacer aplicar la ley. De este modo, incluso si entre los 60 países que mantienen la pena de muerte, 35 no lo aplicaron en los últimos diez años, la pena de muerte, ilegalmente y en diversos grados, se aplica en todo el planeta.
Las ejecuciones extrajudiciales mismas son perpetradas de forma sistemática no sólo por los Estados de la comunidad internacional, sino también por entidades no reconocidas como tales, y representan auténticos crímenes.
Los argumentos contrarios a la pena de muerte son muchos y bien conocidos. La Iglesia ha oportunamente destacado algunos de ellos, como la posibilidad de la existencia del error judicial y el uso que hacen de ello los regímenes totalitarios y dictatoriales, que la utilizan como instrumento de supresión de la disidencia política o de persecución de las minorías religiosas y culturales, todas víctimas que para sus respectivas legislaciones son "delincuentes ".
Todos los cristianos y los hombres de buena voluntad están llamados, por lo tanto, a luchar no sólo por la abolición de la pena de muerte, legal o ilegal que sea, y en todas sus formas, sino también con el fin de mejorar las condiciones carcelarias, en el respeto de la dignidad humana de las personas privadas de libertad. Y esto yo lo relaciono con la cadena perpetua. En el Vaticano, desde hace poco tiempo, en el Código penal vaticano, ya no existe la cadena perpetua. La cadena perpetua es una pena de muerte oculta.
b) Acerca de las condiciones de la prisión, los presos sin condena y los condenados sin juicio
Estas no son películas, vosotros lo sabéis bien. La prisión preventiva –cuando de forma abusiva procura un anticipo de la pena, previa a la condena, o como medida que se aplica ante la sospecha más o menos fundada de un delito cometido– constituye otra forma contemporánea de pena ilícita oculta, más allá de un barniz de legalidad.
Esta situación es particularmente grave en algunos países y regiones del mundo, donde el número de detenidos sin condena supera el 50 por ciento del total. Este fenómeno contribuye al deterioro aún mayor de las condiciones de detención, situaciones que la construcción de nuevas cárceles no logra jamás resolver, desde el momento que cada nueva cárcel completa su capacidad ya antes de ser inaugurada. Además es causa de un uso indebido de destacamentos de policía y militares como lugares de detención.
La cuestión de los detenidos sin condena se debe afrontar con la debida cautela, desde el momento que se corre el riesgo de crear otro problema tan grave como el primero, si no peor: el de los reclusos sin juicio, condenados sin que se respeten las normas del proceso.
Las deplorables condiciones de detención que se verifican en diversas partes del planeta, constituyen a menudo un auténtico rasgo inhumano y degradante, muchas veces producto de las deficiencias del sistema penal, otras veces de la carencia de infraestructuras y de planificación, mientras que en no pocos casos no son más que el resultado del ejercicio arbitrario y despiadado del poder sobre las personas privadas de libertad.
c) Acerca de la tortura y otras medidas y penas crueles, inhumanas y degradantes
El adjetivo "cruel"; bajo estas figuras que he mencionado está siempre esa raíz: la capacidad humana de crueldad. Es una pasión, una verdadera pasión. Una forma de tortura es a veces la que se aplica mediante la reclusión en cárceles de máxima seguridad. Con el motivo de ofrecer una mayor seguridad a la sociedad o un trato especial para ciertas categorías de detenidos, su principal característica no es otra que el aislamiento externo. Como demuestran los estudios realizados por diversos organismos de defensa de los derechos humanos, la falta de estímulos sensoriales, la completa imposibilidad de comunicación y la falta de contactos con otros seres humanos, provocan sufrimientos psíquicos y físicos como la paranoia, la ansiedad, la depresión y la pérdida de peso, y aumentan sensiblemente la tendencia al suicidio.
Este fenómeno, característico de las cárceles de máxima seguridad, se verifica también en otros tipos de centros penitenciarios, junto a otras formas de tortura física y psíquica cuya práctica se ha extendido. Las torturas ya no son aplicadas solamente como medio para obtener un determinado fin, como la confesión o la delación –prácticas características de la doctrina de seguridad nacional– sino que constituyen un auténtico plus de dolor que se suma a los males propios de la detención. De este modo, se tortura no sólo en centros clandestinos de detención o en modernos campos de concentración, sino también en cárceles, institutos para menores, hospitales psiquiátricos, comisarías y otros centros e instituciones de detención y pena.
La doctrina penal misma tiene una importante responsabilidad en esto al haber consentido en ciertos casos la legitimación de la tortura con ciertas condiciones, abriendo el camino a ulteriores y más amplios abusos.
Muchos Estados son también responsables por haber personalmente practicado o tolerado el secuestro en el propio territorio, incluso el de ciudadanos de sus respectivos países, o por haber autorizado el uso de su espacio aéreo para el transporte ilegal hacia centros de detención en los que se practica la tortura.
Estos abusos se podrán detener únicamente con el firme compromiso de la comunidad internacional en reconocer el primado del principio pro homine, lo que quiere decir de la dignidad de la persona humana sobre todas las cosas.
d) Acerca de la aplicación de las sanciones penales a niños y ancianos y respecto a otras personas especialmente vulnerables
Los Estados deben abstenerse de castigar penalmente a los niños que aún no han completado su desarrollo hacia la madurez, y por tal motivo no pueden ser imputables. Ellos, en cambio, deben ser los destinatarios de todos los privilegios que el Estado puede ofrecer, tanto en lo que se refiere a políticas de inclusión como a prácticas orientadas a hacer crecer en ellos el respeto por la vida y por los derechos de los demás.
Los ancianos, por su parte, son quienes, a partir de los propios errores, pueden ofrecer enseñanzas al resto de la sociedad. No se aprende únicamente de las virtudes de los santos, sino también de las faltas y de los errores de los pecadores y, entre ellos, de los que, por cualquier razón, hayan caído y cometido delitos. Además, razones humanitarias imponen que, como se debe excluir o limitar el castigo a quien padece enfermedades graves o terminales, a mujeres embarazadas, a personas discapacitadas, a madres y padres que son los únicos responsables de menores o de discapacitados, de igual modo merecen tratamientos especiales los adultos de edad avanzada.
Algunas formas de criminalidad, perpetradas por privados, menoscaban gravemente la dignidad de las personas y el bien común. Muchas de tales formas de criminalidad jamás podrían ser cometidas sin la complicidad, activa o de omisión, de las autoridades públicas.
a) Acerca del delito de la trata de personas
La esclavitud, incluida la trata de personas, es reconocida como crimen contra la humanidad y como crimen de guerra, tanto por el derecho internacional como por muchas legislaciones nacionales. Es un delito de lesa humanidad. Y, desde el momento que no es posible cometer un delito tan complejo como la trata de personas sin la complicidad, con acción y omisión, de los Estados, es evidente que, cuando los esfuerzos para prevenir y combatir este fenómeno no son suficientes, estamos nuevamente ante un crimen contra la humanidad. Más aún, si sucede que quien está para proteger a las personas y garantizar su libertad, en cambio se hace cómplice de quienes practican el comercio de seres humanos, entonces, en tales casos, los Estados son responsables ante sus ciudadanos y ante la comunidad internacional.
Se puede hablar de mil millones de personas atrapadas en la pobreza absoluta. Mil millones y medio no tienen acceso a los servicios higiénicos, al agua potable, a la electricidad, a la educación elemental o al sistema sanitario y deben soportar privaciones económicas incompatibles con una vida digna (2014 Human Development Report, UNPD). Incluso si el número total de personas en esta situación ha disminuido en estos últimos años, ha aumentado su vulnerabilidad, a causa de las crecientes dificultades que deben afrontar para salir de tal situación. Esto se debe a la siempre creciente cantidad de personas que viven en países en conflicto. Cuarenta y cinco millones de personas fueron obligadas a huir a causa de situaciones de violencia o persecuciones sólo en 2012; de estas, quince millones son refugiados, la cifra más alta en dieciocho años. El 70 por ciento de estas personas son mujeres. Además, se estima que en el mundo, siete sobre diez de los que mueren de hambre, son mujeres y niñas (Fondo de las Naciones Unidas para las mujeres, UNIFEM).
b) Acerca del delito de corrupción
La escandalosa concentración de la riqueza global es posible por la connivencia de responsables del ámbito público con los poderes fuertes. La corrupción es ella misma también un proceso de muerte: cuando la vida muere, hay corrupción.
Hay pocas cosas más difíciles que abrir una brecha en un corazón corrupto: "Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios" (Lc 12, 21). Cuando la situación personal del corrupto llega a ser complicada, él conoce todas las salidas para escapar de ello como hizo el administrador deshonesto del Evangelio (cf. Lc 16, 1-8).
El corrupto atraviesa la vida con los atajos del oportunismo, con el aire de quien dice: "No he sido yo", llegando a interiorizar su máscara de hombre honesto. Es un proceso de interiorización. El corrupto no puede aceptar la crítica, descalifica a quien lo hace, trata de disminuir cualquier autoridad moral que pueda ponerlo en tela de juicio, no valora a los demás y ataca con el insulto a quien piensa de modo diverso. Si las relaciones de fuerza lo permiten, persigue a quien lo contradiga.
La corrupción se expresa en una atmósfera de triunfalismo porque el corrupto se cree un vencedor. En ese ambiente se pavonea para rebajar a los demás. El corrupto no conoce la fraternidad o la amistad, sino la complicidad y la enemistad. El corrupto no percibe su corrupción. Se da en cierto sentido lo que sucede con el mal aliento: difícilmente quien lo tiene se da cuenta de ello; son los demás quienes se dan cuenta y se lo deben decir. Por tal motivo difícilmente el corrupto podrá salir de su estado por remordimiento interior de la conciencia.
La corrupción es un mal más grande que el pecado. Más que perdonado, este mal debe ser curado. La corrupción se ha convertido en algo natural, hasta el punto de llegar a constituir un estado personal y social relacionado con la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en los contratos públicos, en toda negociación que implique agentes del Estado. Es la victoria de las apariencias sobre la realidad y de la desfachatez impúdica sobre la discreción respetable.
Sin embargo, el Señor no se cansa de llamar a la puerta de los corruptos. La corrupción nada puede contra la esperanza.
¿Qué puede hacer el derecho penal contra la corrupción? Son ya muchas las convenciones y los tratados internacionales en la materia y han proliferado las hipótesis de delito orientadas a proteger no tanto a los ciudadanos, que en definitiva son las víctimas últimas –en particular los más vulnerables–, sino a proteger los intereses de los agentes de los mercados económicos y financieros.
La sanción penal es selectiva. Es como una red que captura sólo los peces pequeños, mientras que deja a los grandes libres en el mar. Las formas de corrupción que hay que perseguir con la mayor severidad son las que causan graves daños sociales, tanto en materia económica y social –como por ejemplo graves fraudes contra la administración pública o el ejercicio desleal de la administración– como en cualquier tipo de obstáculo interpuesto en el funcionamiento de la justicia con la intención de procurar la impunidad para las propias malas acciones o para las de terceros.
La cautela en la aplicación de la pena debe ser el principio que rija los sistemas penales, y la plena vigencia y operatividad del principio pro homine debe garantizar que los Estados no sean habilitados, jurídicamente o de hecho, a subordinar el respeto de la dignidad de la persona humana a cualquier otra finalidad, incluso cuando se logre alcanzar una especie de utilidad social. El respeto de la dignidad humana no sólo debe actuar como límite de la arbitrariedad y los excesos de los agentes del Estado, sino como criterio de orientación para perseguir y reprimir las conductas que representan los ataques más graves a la dignidad e integridad de la persona humana.
Queridos amigos, os doy nuevamente las gracias por este encuentro, y os aseguro que seguiré estando cerca de vuestro arduo trabajo al servicio del hombre en el ámbito de la justicia. No cabe duda de que, para quienes entre vosotros están llamados a vivir la vocación cristiana del propio Bautismo, este es un campo privilegiado de animación evangélica del mundo. Para todos, también para quienes entre vosotros no son cristianos, en cualquier caso, se necesita la ayuda de Dios, fuente de toda razón y justicia. Invoco, por lo tanto, para cada uno de vosotros, con la intercesión de la Virgen Madre, la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Os bendigo de corazón y, por favor, os pido que recéis por mí. Gracias.