Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ante todo una pregunta y una curiosidad. Decidme: ¿a qué hora os habéis levantado hoy? ¿A las 6? ¿A las 5? ¿Y no tenéis sueño? Pero yo con este discurso os haré dormir.
Estoy contento de encontrarme con vosotros en el décimo aniversario de la asociación que reúne en Italia a las familias numerosas. Se ve que vosotros amáis la familia y amáis la vida. Y es hermoso dar gracias al Señor por esto en el día que celebramos a la Sagrada Familia.
El Evangelio de hoy nos presenta a María y a José que llevan al Niño Jesús al templo, y allí encuentran a dos ancianos, Simeón y Ana, que profetizan sobre el Niño. Es la imagen de una familia "grande", un poco como son vuestras familias, donde las diversas generaciones se encuentran y se ayudan. Agradezco a monseñor Paglia, presidente del Consejo pontificio para la familia, –especialista en hacer estas cosas– que ha tanto deseado este momento, y a monseñor Beschi, que colaboró ampliamente en hacer nacer y crecer vuestra Asociación, que surgió en Brescia, la ciudad del beato Pablo VI.
Habéis venido con los frutos más hermosos de vuestro amor. Maternidad y paternidad son don de Dios, pero acoger el don, asombrarse de su belleza y hacerlo resplandecer en la sociedad, esta es vuestra tarea. Cada uno de vuestros hijos es una creatura única que no se repetirá jamás en la historia de la humanidad. Cuando se comprende esto, o sea, que cada uno ha sido querido por Dios, quedamos asombrados por el gran milagro que representa un hijo. Un hijo cambia la vida. Todos nosotros hemos visto –hombres, mujeres– que cuando llega un hijo la vida cambia, es otra cosa. Un hijo es un milagro que cambia una vida. Vosotros, niños y niñas, sois precisamente esto: cada uno de vosotros es fruto único del amor, venís del amor y crecéis en el amor. Sois únicos, pero no estáis solos. Y el hecho de tener hermanos y hermanas os hace bien: los hijos e hijas de una familia numerosa son más capaces de comunión fraterna desde la primera infancia. En un mundo marcado a menudo por el egoísmo, la familia numerosa es una escuela de solidaridad y de fraternidad; y estas actitudes se orientan luego en beneficio de toda la sociedad.
Vosotros, niños y jóvenes, sois los frutos del árbol que es la familia: sois frutos buenos cuando el árbol tiene buenas raíces –que son los abuelos– y un buen tronco –que son los padres–. Decía Jesús que todo árbol bueno da frutos buenos y todo árbol malo da frutos malos (cf. Mt 7, 17). La gran familia humana es como un bosque, donde los árboles buenos aportan solidaridad, comunión, confianza, apoyo, seguridad, sobriedad feliz, amistad. La presencia de las familias numerosas es una esperanza para la sociedad. Y por ello es muy importante la presencia de los abuelos: una presencia preciosa tanto por la ayuda práctica como, sobre todo, por la colaboración educativa. Los abuelos custodian en sí los valores de un pueblo, de una familia, y ayudan a los padres a transmitirlos a los hijos. En el siglo pasado, en muchos países de Europa, fueron los abuelos quienes transmitieron la fe: ellos llevaban a escondidas al niño a recibir el Bautismo y transmitían la fe.
Queridos padres, os estoy agradecido por el ejemplo de amor a la vida, que vosotros custodiáis desde la concepción hasta el fin natural, incluso con todas las dificultades y los pesos de la vida, y que lamentablemente las instituciones públicas no siempre os ayudan a llevar adelante. Justamente vosotros recordáis que la Constitución italiana, en el artículo 31, pide una particular atención hacia las familias numerosas; pero esto no encuentra una adecuada respuesta en los hechos. Queda en las palabras. Deseo, por lo tanto, incluso pensando en la baja natalidad que desde hace tiempo se registra en Italia, una mayor atención de la política y de los administradores públicos, en todos los niveles, con el fin de dar el apoyo previsto a estas familias. Cada familia es célula de la sociedad, pero la familia numerosa es una célula más rica, más vital, y el Estado tiene todo el interés de invertir en ellas.
Sean bienvenidas las familias reunidas en asociaciones –como esta italiana y como la de otros países europeos, aquí representadas–; y sea bienvenida una red de asociaciones familiares capaces de estar presentes y ser visibles en la sociedad y en la política. San Juan Pablo II, al respecto, escribía: "Las familias deben crecer en la conciencia de ser protagonistas de la llamada política familiar, y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia" (Exhort. ap. Familiaris Consortio, 44). La tarea que desempeñan las asociaciones familiares en los diversos "Forum", nacionales y locales, es precisamente la de promover en la sociedad y en las leyes del Estado los valores y las necesidades de la familia.
Sean bienvenidos también los movimientos eclesiales, en los que vosotros miembros de las familias numerosas estáis particularmente presentes y activos. Doy siempre gracias al Señor al ver padres y madres de familias numerosas, junto con sus hijos, comprometidos en la vida de la Iglesia y de la sociedad. Por mi parte os estoy cercano con la oración, y os pongo bajo la protección de la Sagrada Familia de Jesús, José y María. Es una hermosa noticia que precisamente en Nazaret se esté construyendo una casa para las familias del mundo que van como peregrinas allí donde Jesús creció en edad, sabiduría y gracia (cf. Lc 2, 40).
Rezo en especial por las familias más probadas por la crisis económica, aquellas en las que el papá o la mamá han perdido el trabajo –y esto es duro–, donde los jóvenes no logran encontrar trabajo; las familias probadas en los afectos más queridos y las tentadas a ceder ante la soledad y la división.
Queridos amigos, queridos padres, queridos jóvenes, queridos niños, queridos abuelos, ¡feliz fiesta a todos vosotros! Que cada una de vuestras familias sea siempre rica de la ternura y la consolación de Dios. Con afecto os bendigo. Y vosotros, por favor, seguid rezando por mí, que yo soy un poco el abuelo de todos vosotros. ¡Rezad por mí! Gracias.