Queridos hermanos y hermanas:
Con alegría acojo al Consejo pontificio para los laicos reunido en asamblea plenaria, y agradezco al cardenal presidente las palabras que me ha dirigido.
El tiempo transcurrido desde vuestra última plenaria ha sido para vosotros un período de actividad y realización de iniciativas apostólicas. En ellas habéis adoptado la exhortación apostólica Evangelii gaudium como texto programático y brújula para orientar vuestra reflexión y vuestra acción. El año que acaba de comenzar se caracterizará por una importante celebración: el 50º aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II. Al respecto, sé que estáis preparando oportunamente un acto conmemorativo de la publicación del decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem. Aliento esta iniciativa, que no sólo mira al pasado sino también al presente y al futuro de la Iglesia.
El tema que habéis elegido para esta asamblea plenaria, Encontrar a Dios en el corazón de la ciudad, se sitúa en la línea de la invitación de la Evangelii gaudium a entrar en los "desafíos de las culturas urbanas" (nn. 71-75). El fenómeno del urbanismo ya ha asumido dimensiones globales: más de la mitad de los hombres del planeta vive en las ciudades. Y el contexto urbano tiene un fuerte impacto en la mentalidad, la cultura, los estilos de vida, las relaciones interpersonales y la religiosidad de las personas. En tal contexto, tan variado y complejo, la Iglesia ya no es la única "promotora de sentido", y los cristianos absorben "lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio" (ibídem, n. 73). Las ciudades presentan grandes oportunidades y grandes riesgos: pueden ser magníficos espacios de libertad y realización humana, pero también terribles espacios de deshumanización e infelicidad. Parece precisamente que cada ciudad, incluso la que se muestra más floreciente y ordenada, tenga la capacidad de generar dentro de sí una oscura "anti-ciudad". Parece que junto a los ciudadanos también existen los no-ciudadanos: personas invisibles, pobres de recursos y calor humano, que habitan en "no-lugares", que viven de las "no-relaciones". Se trata de personas a las que nadie les dirige una mirada, una atención, un interés. No sólo son los "anónimos", son los "anti-hombres". Y esto es terrible.
Pero ante estos tristes escenarios, debemos recordar siempre que Dios no ha abandonado la ciudad; Él vive en la ciudad. El título de vuestra plenaria quiere destacar precisamente que es posible encontrar a Dios en el corazón de la ciudad. Esto es muy hermoso. Sí, Dios sigue estando presente también en nuestras ciudades, tan frenéticas y distraídas. Por eso es necesario no abandonarse jamás al pesimismo y al derrotismo, sino tener una mirada de fe sobre la ciudad, una mirada contemplativa "que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas" (ibídem, n. 71). Y Dios nunca está ausente de la ciudad, porque nunca está ausente del corazón del hombre. En efecto, "la presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas" (ibídem). La Iglesia quiere estar al servicio de esta búsqueda sincera que existe en muchos corazones y los abre a Dios. Los fieles laicos, sobre todo, están llamados a salir sin temor para ir al encuentro de los hombres de las ciudades: en las actividades diarias, en el trabajo, como particulares o como familias, junto con la parroquia o en los movimientos eclesiales de los que forman parte, pueden derribar el muro de anonimato e indiferencia que a menudo reina indiscutiblemente en las ciudades. Se trata de encontrar la valentía de dar el primer paso de acercamiento a los demás, para ser apóstoles en el barrio.
Al convertirse en anunciadores felices del Evangelio a sus conciudadanos, los fieles laicos descubren que hay muchos corazones que el Espíritu Santo ya ha preparado para acoger su testimonio, su cercanía, su atención. En la ciudad existe a menudo un terreno de apostolado mucho más fértil de lo que muchos se imaginan. Por consiguiente, es importante cuidar la formación de los laicos: educarlos para que tengan esa mirada de fe, llena de esperanza, que sepa ver la ciudad con los ojos de Dios. Ver la ciudad con los ojos de Dios. Animarlos a vivir el Evangelio, sabiendo que toda vida cristianamente vivida tiene siempre un fuerte impacto social. Al mismo tiempo, es necesario alimentar su deseo de testimonio, para que puedan dar con amor a los demás el don de la fe que han recibido, acompañando con afecto a sus hermanos que dan los primeros pasos en la vida de fe. En una palabra, los laicos están llamados a vivir un protagonismo humilde en la Iglesia y convertirse en fermento de vida cristiana para toda la ciudad.
Es importante, además, que en este renovado impulso misionero hacia la ciudad los fieles laicos, en comunión con sus pastores, propongan el corazón del Evangelio, no sus "apéndices". También el entonces obispo Montini, a los participantes en la gran misión ciudadana de Milán, les hablaba de la "búsqueda de lo esencial", e invitaba a ser, ante todo nosotros mismos, "esenciales", es decir, auténticos, genuinos, y a vivir lo que cuenta verdaderamente (cf. Discorsi e scritti milanesi 1954-1963, Instituto Pablo VI, Brescia-Roma, 1997-1998, p. 1483). Sólo así se puede proponer con su fuerza, su belleza y su sencillez, el anuncio liberador del amor de Dios y de la salvación que Cristo nos ofrece. Sólo así se va con actitud de respeto hacia las personas; se ofrece lo esencial del Evangelio.
Encomiendo vuestro trabajo y vuestros proyectos a la protección maternal de la Virgen María, peregrina junto a su Hijo en el anuncio del Evangelio de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, y os imparto de corazón mi bendición a todos vosotros y a vuestros seres queridos. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.