No es fácil acercarse a un enfermo. Las cosas más bonitas de la vida y las cosas más miserables se reservan, se esconden. El amor más grande, uno intenta ocultarlo por pudor, y las cosas que muestran nuestra miseria humana, también intentamos velarlas por pudor. Por este motivo, para encontrar a un enfermo hay que ir hasta él, porque el pudor de la vida lo esconde. Hay que ir al encuentro del enfermo. Cuando existen enfermedades para toda la vida, cuando nos encontramos con enfermedades que marcan toda una vida, preferimos ocultarlas, porque ir a visitar al enfermo es ir a encontrar nuestra propia enfermedad, la que llevamos dentro. Es tener la valentía de decirse a uno mismo: yo también tengo alguna enfermedad en el corazón, en el alma, en el espíritu. Yo también soy un enfermo espiritual.
Dios nos ha creado para cambiar el mundo, para ser eficientes, para dominar la creación: es nuestra tarea. Pero cuando nos encontramos ante una enfermedad, vemos que esta impide todo esto: ese hombre o mujer que o bien ha nacido con la enfermedad o la ha desarrollado, es un decir "no" –parece– a la misión de transformar el mundo. Este es el misterio de la enfermedad. Podemos acercarnos a la enfermedad sólo con espíritu de fe. Podemos aproximarnos bien a un hombre, a una mujer, a un niño o una niña, enfermos, solamente si nos acostumbramos a mirar al Cristo crucificado. Ahí está la única explicación de este "fracaso", de este fracaso humano, la enfermedad para toda la vida. La única explicación se encuentra en Cristo crucificado.
A vosotros enfermos os digo que si no podéis comprender al Señor, pido al Señor que os haga entender dentro del corazón que sois la carne de Cristo, que sois Cristo crucificado entre nosotros, los hermanos que están muy cerca de Cristo. Una cosa es mirar un crucifijo y otra es mirar a un hombre, una mujer, un niño enfermos, esto es, crucificados allí en su enfermedad: son la carne viva de Cristo.
A vosotros voluntarios, ¡muchas gracias! Muchas gracias por pasar vuestro tiempo acariciando la carne de Cristo, sirviendo al Cristo crucificado, vivo. ¡Gracias! Y también a vosotros médicos, enfermeros os doy las gracias. Gracias por hacer este trabajo, gracias por no hacer de vuestra profesión un negocio. Gracias a muchos de vosotros que seguís el ejemplo del santo que está aquí, que trabajó aquí en Nápoles: servir sin enriquecerse con el servicio. Cuando la medicina se transforma en comercio, en negocio, es como el sacerdocio cuando actúa de la misma forma: pierde la esencia de su vocación.
A todos vosotros cristianos de esta diócesis de Nápoles, os pido que no olvidéis lo que Jesús nos pidió y que también está escrito en el "protocolo" en base al cual seremos juzgados: Estuve enfermo y me visitasteis (cf. Mt 25, 36). Sobre esto seremos juzgados. El mundo de la enfermedad es un mundo de dolor. Los enfermos sufren, reflejan al Cristo que sufre: no hay que tener miedo de acercarse a Cristo que sufre. Muchas gracias por todo lo que hacéis. Y recemos para que todos los cristianos de la diócesis tengan una mayor conciencia de esto y para que el Señor os dé a vosotros y a los muchos voluntarios la perseverancia en este servicio de acariciar la carne de Cristo que sufre. Gracias.