Queridos hermanos y hermanas:
¡Gracias por vuestra acogida! Agradezco a monseñor Zygmunt Zimowski el amable saludo que me ha dirigido en nombre también de todos los presentes, y doy mi cordial bienvenida a vosotros, organizadores y participantes en esta trigésima Conferencia internacional dedicada a «La cultura de la salus y de la acogida al servicio del hombre y del planeta». Un afectuoso gracias a todos los colaboradores del dicasterio.
Múltiples son las cuestiones que se tratarán en esta cita anual, que señala los treinta años de actividad del Consejo pontificio para la pastoral de la salud y que coincide también con el vigésimo aniversario de la publicación de la carta encíclica Evangelium vitae de san Juan Pablo II.
Precisamente el respeto por el valor de la vida, y, aún más, el amor a ella, encuentra una realización insustituible en hacerse prójimo, acercarse, hacerse cargo de quien sufre en el cuerpo y en el espíritu: son todas acciones que caracterizan la pastoral de la salud. Acciones y, antes aún, actitudes que la Iglesia pondrá especialmente de relieve durante el Jubileo de la misericordia, que nos llama a todos a estar cerca de los hermanos y las hermanas que más sufren. En la Evangelium vitae podemos encontrar los elementos constitutivos de la «cultura de la salus»: es decir acogida, compasión, comprensión y perdón. Son las actitudes habituales de Jesús hacia la multitud de personas necesitadas que se le acercaban cada día: enfermos de todos los tipos, pecadores públicos, endemoniados, marginados, pobres y extranjeros… Y, curiosamente, en nuestra actual cultura del descarte ellos son rechazados, son dejados de lado. No cuentan. Es curioso… ¿Qué quiere decir esto? Que la cultura del descarte no es de Jesús. No es cristiana.
Tales actitudes son las que la encíclica llama «exigencias positivas» del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida, que con Jesús se manifiestan en toda su amplitud y profundidad, y que aún hoy pueden, es más, deben caracterizar la pastoral de la salud: las mismas «van desde cuidar la vida del hermano (familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse cargo del forastero, hasta amar al enemigo» (n. 41).
Esta cercanía al otro –cercanía de verdad, no fingida– hasta llegar a sentirlo como alguien que me pertenece –también el enemigo me pertenece como hermano– supera toda barrera de nacionalidad, de clase social, de religión…, como nos enseña el «buen samaritano» de la parábola evangélica. Supera también esa cultura en sentido negativo según la cual, tanto en los países ricos como en los países pobres, los seres humanos son aceptados o rechazados según criterios utilitaristas, en especial de utilidad social o económica. Esta mentalidad es pariente de la así llamada «medicina de los deseos»: una costumbre cada vez más difundida en los países ricos, caracterizada por la búsqueda a cualquier precio de la perfección física, con la ilusión de la eterna juventud; una costumbre que induce precisamente a descartar o marginar a quien no es «eficiente», a quien es considerado como un peso, una molestia, o que sencillamente es feo.
Igualmente, el «hacerse prójimo» –como recordaba en mi reciente encíclica Laudato si’– conlleva también asumir responsabilidades impostergables hacia la creación y la «casa común», que pertenece a todos y cuyo cuidado está confiado a todos, también para las generaciones que vendrán.
La preocupación manifestada por la Iglesia, en efecto, es por la suerte de la familia humana y de toda la creación. Se trata de educarnos todos en «custodiar» y «administrar» la creación en su conjunto, como don entregado a la responsabilidad de cada generación para que la vuelva a entregar más íntegra y humanamente habitable a las generaciones venideras. Esta conversión del corazón al «Evangelio de la creación» comporta que hagamos nuestra parte y seamos intérpretes del grito por la dignidad humana, que se eleva sobre todo desde los más pobres y excluidos, como lo son muchas veces las personas enfermas y las que sufren. Que en el ya inminente Jubileo de la misericordia, este grito pueda encontrar un eco sincero en nuestro corazón, para que también en la práctica de las obras de misericordia, corporales y espirituales, según las diversas responsabilidades confiadas a cada uno, podamos acoger el don de la gracia de Dios, mientras que nosotros mismos nos convertimos en «canales» y testigos de la misericordia.
Deseo que en estas jornadas de profundización y debate, en las que consideráis también el factor ambiental en sus aspectos mayormente vinculados a la salud física, psíquica, espiritual y social de la persona, podáis contribuir a un nuevo desarrollo de la cultura de la salus, considerada también en sentido integral. Os aliento, en esta perspectiva, a tener siempre presente, en vuestros trabajos, la realidad de las poblaciones que sufren en mayor medida los daños provocados por la degradación ambiental, daños graves y a menudo permanentes a la salud. Y al hablar de estos daños que vienen de la degradación ambiental, es una sorpresa para mí encontrar –cuando voy a la audiencia de los miércoles o cuando voy a las parroquias– tantos enfermos, sobre todo niños… Me dicen los padres: «Tiene una enfermedad rara. No saben lo que es». Estas enfermedades raras son consecuencia de la enfermedad que nosotros provocamos en el ambiente. ¡Y esto es grave!
Pidamos a María santísima, Salud de los enfermos, que acompañe los trabajos de esta Conferencia vuestra. A ella encomendamos el compromiso que, cotidianamente, las diversas figuras profesionales del mundo de la salud desempeñan en favor de los que sufren. Os bendigo de corazón a todos vosotros, a vuestras familias, a vuestras comunidades, así como a quienes encontráis en los hospitales y clínicas. Rezo por vosotros; y vosotros, por favor, rezad por mí. ¡Gracias!