Señores cardenales, queridos hermanos obispos y sacerdotes, hermanos y hermanas:
Dirijo a cada uno un cordial saludo y expreso un sincero agradecimiento a usted, cardenal Stella, y a la Congregación para el clero, que me invitaron a participar en este congreso, a los cincuenta años de la promulgación de los decretos conciliares y Presbyterorum ordinis.
Os pido disculpas por haber cambiado el primer proyecto, que consistía en que yo vaya a vuestro congreso, pero habéis visto que no había tiempo e incluso aquí llegué con retraso.
No se trata de una «nueva evocación histórica». Estos dos decretos son una semilla, que el Concilio depositó en el campo de la vida de la Iglesia; en el curso de estos cinco decenios han crecido, se convirtieron en una planta frondosa, ciertamente con alguna hoja seca, pero sobre todo con muchas flores y frutos que embellecen a la Iglesia de hoy. Recorriendo el camino realizado, este congreso ha mostrado esos frutos y ha sido una oportuna reflexión eclesial sobre el trabajo que queda por hacer en este ámbito tan vital para la Iglesia. ¡Aún queda trabajo por hacer!
y Presbyterorum ordinis fueron recordados juntos, como las dos partes de una única realidad: la formación de los sacerdotes, que distinguimos en inicial y permanente, y que para ellos es una única experiencia de discipulado. No por casualidad, el Papa Benedicto, en enero de 2013 (Motu proprio Ministrorum institutio), dio una forma concreta, jurídica, a esta realidad, atribuyendo también a la Congregación para el clero la competencia sobre los seminarios. De este modo el mismo dicasterio puede comenzar a ocuparse de la vida y del ministerio de los presbíteros desde el momento del ingreso en el seminario, trabajando para que se promuevan y se cuiden las vocaciones, y puedan culminar en la vida de santos sacerdotes. El camino de santidad de un sacerdote comienza en el seminario.
Desde el momento que la vocación al sacerdocio es un don que Dios concede a algunos para el bien de todos, quisiera compartir con vosotros algunas reflexiones, precisamente a partir de la relación entre los sacerdotes y las demás personas, siguiendo el n. 3 de Presbyterorum ordinis, donde se encuentra como un pequeño compendio de teología del sacerdocio, tomado de la Carta a los Hebreos: «Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, moran con los demás hombres como hermanos».
Consideremos estos tres momentos: «tomados de entre los hombres», «constituidos en favor de los hombres», presentes «en medio de los demás hombres».
El sacerdote es un hombre que nace en un determinado contexto humano; allí aprende los primeros valores, asimila la espiritualidad del pueblo, se acostumbra a las relaciones. También los sacerdotes tienen una historia, no son «hongos» que surgen improvisamente en la catedral el día de su ordenación. Es importante que los formadores y los sacerdotes mismos recuerden esto y sepan tener en cuenta esa historia personal a lo largo del camino de la formación. El día de la ordenación digo siempre a los sacerdotes, a los neo-sacerdotes: recordad de dónde habéis sido llamados, del rebaño, no os olvidéis de vuestra madre y de vuestra abuela. Esto lo decía Pablo a Timoteo, y lo digo también yo hoy. Esto quiere decir que no se puede ser sacerdote creyendo que uno fue formado en un laboratorio, no; comienza en la familia con la «tradición» de la fe y con toda la experiencia de la familia. Es necesario que la misma sea personalizada, porque es la persona concreta la que está llamada al discipulado y al sacerdocio, teniendo en cuenta en cada caso que sólo Cristo es el Maestro a quien se sigue y se imita.
Me gusta recordar en este contexto ese fundamental «centro de pastoral vocacional» que es la familia, iglesia doméstica y primer y fundamental lugar de formación humana, donde puede germinar en los jóvenes el deseo de una vida concebida como camino vocacional, que se ha de recorrer con compromiso y generosidad.
En la familia y en todos los demás contextos comunitarios –escuela, parroquia, asociaciones, grupos de amigos– aprendemos a estar en relación con personas concretas, nos dejamos modelar por la relación con ellos, y llegamos a ser lo que somos también gracias a ellos.
Un buen sacerdote, por lo tanto, es ante todo un hombre con su propia humanidad, que conoce la propia historia, con sus riquezas y sus heridas, y que ha aprendido a hacer las paces con ella, alcanzando la serenidad profunda, propia de un discípulo del Señor. La formación humana, por lo tanto, es una necesidad para los sacerdotes, para que aprendan a no dejarse dominar por sus límites, sino más bien a fructificar sus talentos.
Si un sacerdote es un hombre pacificado sabrá difundir serenidad a su alrededor, incluso en los momentos difíciles, transmitiendo la belleza de la relación con el Señor. No es normal en cambio que un sacerdote esté con frecuencia triste, nervioso o con mal carácter; no está bien y no hace bien, ni al sacerdote ni a su pueblo. Pero si tú tienes una enfermedad, si eres neurótico, debes ir al médico. Al médico espiritual y al médico clínico: te darán pastillas que te harán bien, los dos. Pero, por favor, que los fieles no paguen la neurosis de los sacerdotes. No tratar mal a los fieles; cercanía de corazón con ellos.
Nosotros sacerdotes somos apóstoles de la alegría, anunciamos el Evangelio, es decir la «buena noticia» por excelencia; no somos ciertamente nosotros quienes damos la fuerza al Evangelio –algunos lo piensan–, pero podemos favorecer o crear dificultad en el encuentro entre el Evangelio y las personas. Nuestra humanidad es la «vasija de barro» en la que custodiamos el tesoro de Dios, una vasija que debemos cuidar para transmitir bien su precioso contenido.
Un sacerdote no puede perder sus raíces, sigue siendo siempre un hombre del pueblo y de la cultura que lo han engendrado; nuestras raíces nos ayudan a recordar quiénes somos y de dónde nos ha llamado Cristo. Nosotros sacerdotes no caemos desde lo alto, sino que somos llamados, llamados por Dios, que nos toma de «entre los hombres», para constituirnos «en favor de los hombres». Me permito una anécdota. En la diócesis, hace años… No en la diócesis, no, en la Compañía había un buen sacerdote, bueno, joven, dos años de sacerdocio. Y entró en un período de crisis, habló con el padre espiritual, con sus superiores, con los médicos y dijo: «Me marcho, no puedo más, me marcho». Y pensando en estas cosas –yo conocía a su madre, gente humilde– le dije: «¿Por qué no vas a ver a tu madre y hablas de esto?». Y fue, pasó todo el día con su mamá y volvió cambiado. La mamá le dio dos «bofetadas» espirituales, le dijo tres o cuatro verdades, lo puso en su lugar, y siguió adelante. ¿Por qué? Porque fue a la raíz. Por ello es importante no borrar la raíz de la que procedemos. En el seminario debes hacer la oración mental… Sí, cierto, esto se debe hacer, aprender… Pero ante todo reza como te enseñó tu mamá, y luego sigues adelante. Pero siempre la raíz está allí, la raíz de la familia, como aprendiste a rezar siendo niño, incluso con las mismas palabras, comienza a rezar así. Y así irás adelante con la oración.
He aquí el segundo pasaje: «en favor de los hombres».
En esto hay un punto fundamental de la vida y del ministerio de los presbíteros. Respondiendo a la vocación de Dios, se llega a ser sacerdote para servir a los hermanos y a las hermanas. Las imágenes de Cristo que tomamos como referencia para el ministerio de los sacerdotes son claras: Él es el «Sumo Sacerdote», del mismo modo cercano a Dios y cercano a los hombres; es el «Siervo», que lava los pies y se hace cercano a los más débiles; es el «Buen Pastor», que siempre tiene como objetivo la atención del rebaño.
Son las tres imágenes que debemos contemplar, pensando en el ministerio de los sacerdotes, enviados a servir a los hombres, a hacerles llegar la misericordia de Dios, a anunciar su Palabra de vida. No somos sacerdotes para nosotros mismos y nuestra santificación está estrechamente relacionada con la de nuestro pueblo, nuestra unción a su unción: tú eres ungido para tu pueblo. Saber y recordar que fuimos «constituidos para el pueblo» –pueblo santo, pueblo de Dios–, ayuda a los sacerdotes a no pensar en sí mismo, a ser autoridad y no autoritarios, firmes pero no duros, alegres pero no superficiales, en definitiva, pastores, no funcionarios. Hoy, en ambas lecturas de la misa se ve claramente la capacidad que tiene el pueblo de alegrarse, cuando se restaura y se purifica el templo, y en cambio la incapacidad de alegrarse que tienen los jefes de los sacerdotes y los escribas ante la expulsión de los mercaderes del templo por parte de Jesús. Un sacerdote debe aprender a alegrarse, nunca debe perder la capacidad de ser alegre: si la pierde hay algo que no está bien. Y os digo sinceramente, tengo miedo a las rigideces, tengo miedo. Los sacerdotes rígidos… ¡Lejos! ¡Te muerden! Y viene a mi mente la expresión de san Ambrosio, del siglo IV: «Donde hay misericordia está el espíritu del Señor, donde hay rigidez están sólo sus ministros». El ministro sin el Señor se hace rígido, y esto es un peligro para el pueblo de Dios. Pastores, no funcionarios.
El pueblo de Dios y la humanidad toda son destinatarios de la misión de los sacerdotes, a la cual tiende toda la obra de la formación. La formación humana, intelectual y espiritual confluyen naturalmente en la formación pastoral, a la que aportan instrumentos, virtudes y disposiciones personales. Cuando todo esto se armoniza y se une a un genuino celo misionero, a lo largo del camino de toda la vida, el sacerdote puede realizar la misión que Cristo le confió a su Iglesia.
Por último, lo que nació del pueblo, con el pueblo debe permanecer; el sacerdote está siempre «en medio de los demás hombres», no es un profesional de la pastoral o de la evangelización, que llega y hace lo que debe –tal vez lo haga bien, pero como si fuese una profesión– y luego se marcha para vivir una vida aparte. El sacerdote está para estar en medio a la gente: la cercanía. Y me permito, hermanos obispos, también nuestra cercanía de obispos a nuestros sacerdotes. ¡Esto es también para nosotros! Cuántas veces escuchamos lamentos de los sacerdotes: «Bah, llamé al obispo porque tengo un problema… El secretario, la secretaria, me dijo que está muy ocupado, que ha salido, que no puede recibirme antes de tres meses…». Dos cosas. La primera: Un obispo siempre está ocupado, gracias a Dios, pero si tú obispo recibes una llamada de un sacerdote y no puedes recibirlo porque tienes mucho trabajo, al menos toma el teléfono, llámalo y dile: «¿Es urgente? ¿No es urgente? ¿Cuándo, vienes ese día…», así se siente cercano. Hay obispos que parecen alejarse de los sacerdotes… Cercanía, al menos una llamada telefónica. Esto es amor de padre, fraternidad. Y otra cosa. «No, tengo una conferencia en tal ciudad y luego debo hacer un viaje a América, y después…». Pero, escucha, el decreto de residencia de Trento aún está vigente. Y si tú no te ves capaz de permanecer en la diócesis, renuncia, y da vueltas por el mundo haciendo otro apostolado muy bueno. Pero si tú eres obispo de esa diócesis, residencia. Estas dos cosas, cercanía y residencia. Esto es para nosotros obispos. El sacerdote es tal para estar en medio de la gente.
El bien que los sacerdotes pueden hacer nace sobre todo de su cercanía y de un tierno amor a las personas. No son filántropos o funcionarios, los sacerdotes son padres y hermanos. La paternidad de un sacerdote hace mucho bien.
Cercanía, entrañas de misericordia, mirada amorosa: hacer experimentar la belleza de una vida vivida según el Evangelio y el amor de Dios que se hace concreto también a través de sus ministros. Dios que nunca rechaza. Y aquí pienso en el confesionario. Siempre se pueden encontrar caminos para dar la absolución. Acoger bien. Pero algunas veces no se puede absolver. Hay sacerdotes que dicen: «No, de esto no te puedo absolver, márchate». Este no es el camino. Si no puedes dar la absolución, explica diciendo: «Dios te ama inmensamente, Dios te quiere mucho. Para llegar a Dios hay muchos caminos. Yo no te puedo dar la absolución, te doy la bendición. Pero vuelve, vuelve siempre aquí, así cada vez que vuelvas te daré la bendición como signo de que Dios te ama». Y ese hombre o esa mujer se marcha lleno de alegría porque ha encontrado el icono del Padre, que no rechaza nunca; de una forma o de otra lo abrazó.
Un buen examen de conciencia para un sacerdote es también esto: si el Señor volviese hoy, ¿dónde me encontraría? «Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6, 21). Y mi corazón, ¿dónde está? ¿En medio a la gente, rezando con y por la gente, rodeado de sus alegrías y sufrimientos, o más bien en medio de las cosas del mundo, de los negocios terrenos, de mis «espacios» privados? Un sacerdote no puede tener un espacio privado, porque está siempre o con el Señor o con el pueblo. Pienso en los sacerdotes que he conocido en mi ciudad, cuando no había secretaría telefónica y dormían con el teléfono en la mesa de noche, a cualquier hora que llamase la gente, ellos se levantaban a dar la unción: nadie moría sin los sacramentos. Ni siquiera en el descanso tenían un espacio de privacidad. Esto es celo apostólico. La respuesta a esta pregunta: ¿dónde está mi corazón?, puede ayudar a cada sacerdote a orientar su vida y su ministerio hacia el Señor.
El Concilio ha dejado a la Iglesia «perlas preciosas». Como el comerciante del Evangelio de Mateo (Mt 13, 45), hoy vamos en busca de ellas, para encontrar nuevo impulso y nuevos instrumentos para la misión que el Señor nos confía.
Una cosa que quisiera añadir al texto –¡disculpadme!– es el discernimiento vocacional, la admisión en el seminario. Buscar la salud de ese joven, salud espiritual, salud material, física, psíquica. En una ocasión, apenas nombrado maestro de novicios, en el año ’72, fui a llevar a la psicóloga los resultados del test de personalidad, un test sencillo que se hacía como uno de los elementos del discernimiento. Era una buena mujer, y también una buena médica. Me decía: «Este tiene este problema pero puede continuar si sigue así…». Era también una buena cristiana, pero en algunos casos inflexible: «Este no puede». –«Pero doctora, es muy bueno este muchacho». –«Ahora es bueno, pero debe saber que hay jóvenes que saben inconscientemente, no son conscientes de ello, pero perciben inconscientemente el hecho de estar psíquicamente enfermos y buscan para su vida estructuras fuertes que los defiendan, y poder así seguir adelante. Y marchan bien, hasta el momento en que se sienten bien establecidos y allí comienzan los problemas». –«Me parece un poco raro…». Y la respuesta no la olvido nunca, la misma del Señor a Ezequiel: «Padre, ¿usted no ha pensado por qué hay tantos policías torturadores? Entran jóvenes, parecen sanos pero cuando se sienten seguros, comienza a manifestarse la enfermedad. Esas son las instituciones fuertes que buscan estos enfermos inconscientes: la policía, el ejército, el clero… Y luego muchas enfermedades que van surgiendo y que todos nosotros conocemos». Es curioso. Cuando me doy cuenta de que un joven es demasiado rígido, es demasiado fundamentalista, no me da confianza; detrás hay algo que él mismo no sabe. Pero cuando se siente seguro… Ezequiel 16, no recuerdo el versículo, pero es cuando el Señor dice a su pueblo todo lo que ha hecho por él: le salió al encuentro al nacer, luego lo vistió, contrajo matrimonio… «Y más tarde, cuando te has sentido segura, te has prostituido». Es una regla, una regla de vida. Ojos abiertos sobre la misión en los seminarios. Ojos abiertos.
Confío en que el fruto de los trabajos de este congreso –con tantos relatores autorizados, provenientes de regiones y culturas diversas– se podrá ofrecer a la Iglesia como útil actualización de las enseñanzas del Concilio, dando una aportación a la formación de los sacerdotes, los que están y los que el Señor querrá donarnos, para que, configurados cada vez más con Él, sean buenos sacerdotes según el corazón del Señor, no funcionarios. Y gracias por la paciencia.