Viaje apostólico a Kenia, Uganda y R. Centroafricana
Gracias por recibirme en su barrio. Gracias al Señor Arzobispo Kivuva y al Padre Pascal por sus palabras. En verdad, me siento como en casa compartiendo este momento con hermanos y hermanas que, no me avergüenza decirlo, tienen un lugar preferencial en mi vida y opciones. Estoy aquí porque quiero que sepan que sus alegrías y esperanzas, sus angustias y tristezas, no me son indiferentes. Sé de las dificultades que atraviesan día a día. ¿Cómo no denunciar las injusticias que sufren?
Pero ante todo, quisiera detenerme en una realidad que los discursos excluyentes no logran reconocer o parecen desconocer. Me quiero referir a la sabiduría de los barrios populares. Una sabiduría que brota de la «empecinada resistencia de lo auténtico» (Carta enc. Laudato si’, 112), de valores evangélicos que la sociedad opulenta, adormecida por el consumo desenfrenado, pareciera haber olvidado. Ustedes son capaces de tejer «lazos de pertenencia y de convivencia que convierten el hacinamiento en una experiencia comunitaria donde se rompen las paredes del yo y se superan las barreras del egoísmo» (ibíd, 149).
La cultura de los barrios populares, impregnada con esa sabiduría particular, «tiene características muy positivas, que son un aporte para el tiempo que nos toca vivir, se expresa en valores como la solidaridad; dar la vida por otro; preferir el nacimiento a la muerte; dar un entierro cristiano a sus muertos. Ofrecer un lugar para el enfermo en la propia casa; compartir el pan con el hambriento: "donde comen 10 comen 12"; la paciencia y la fortaleza frente a las grandes adversidades, etc.» (Equipo de Sacerdotes para las Villas de Emergencia, Argentina, "Reflexiones sobre la urbanización y la cultura villera", 2010). Valores que se sustentan en que cada ser humano es más importante que el dios dinero. Gracias por recordarnos que hay otro tipo de cultura posible.
Quisiera reivindicar en primer lugar estos valores que ustedes practican, valores que no cotizan en Bolsa, valores con los que no se especula ni tienen precio de mercado. Los felicito, los acompaño y quiero que sepan que el Señor nunca se olvida de ustedes. El camino de Jesús comenzó en las periferias, va desde los pobres y con los pobres hacia todos.
Reconocer estas manifestaciones de vida buena que crecen cotidianamente entre ustedes no implica, de ninguna manera, desconocer la atroz injusticia de la marginación urbana. Son las heridas provocadas por minorías que concentran el poder, la riqueza y derrochan con egoísmo, mientras crecientes mayorías deben refugiarse en periferias abandonadas, contaminadas, descartadas.
Esto se agrava cuando vemos la injusta distribución del suelo –tal vez no en este barrio pero sí en otros–, que lleva en muchos casos a familias enteras a pagar alquileres abusivos por viviendas en condiciones edilicias nada adecuadas. También sé del grave problema del acaparamiento de tierras por parte de «desarrolladores privados» sin rostro, que hasta pretenden apropiarse del patio de las escuelas de sus hijos. Esto sucede porque se olvida que «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno» (Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 31).
En este sentido, es un grave problema la falta de acceso a infraestructuras y servicios básicos. Me refiero a baños, alcantarillado, desagües, recolección de residuos, luz, caminos, pero también a escuelas, hospitales, centros recreativos y deportivos, talleres artísticos. Quiero referirme en particular al agua potable. «El acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos. Este mundo tiene una grave deuda social con los pobres que no tienen acceso al agua potable, porque eso es negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable» (Carta enc. Laudato si’, 30). Negarle el agua a una familia, bajo cualquier pretexto burocrático, es una gran injusticia, sobre todo cuando se lucra con esta necesidad.
Este contexto de indiferencia y hostilidad que sufren los barrios populares se agrava cuando la violencia se generaliza y las organizaciones criminales, al servicio de intereses económicos o políticos, utilizan a niños y jóvenes como «carne de cañón» para sus negocios ensangrentados. También conozco los padecimientos de las mujeres que luchan heroicamente para proteger a sus hijos e hijas de estos peligros. Pido a Dios que las autoridades asuman junto a ustedes el camino de la inclusión social, la educación, el deporte, la acción comunitaria y la protección de las familias, porque es esta la única garantía de una paz justa, verdadera y duradera.
Estas realidades que he enumerado no son una combinación casual de problemas aislados. Incluso son una consecuencia de nuevas formas de colonialismo que pretende que los países africanos sean «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa, 52). No faltan, de hecho, presiones para que se adopten políticas de descarte, como la de la reducción de la natalidad, que pretenden «legitimar el modelo distributivo actual, donde una minoría se cree con el derecho de consumir en una proporción que sería imposible generalizar» (Carta enc. Laudato si’, 50).
En ese sentido, propongo retomar la idea de una respetuosa integración urbana. Ni erradicación, ni paternalismo, ni indiferencia, ni mera contención. Necesitamos ciudades integradas y para todos. Necesitamos superar la mera proclamación de derechos que en la práctica no se respetan, concretar acciones sistemáticas que mejoren el hábitat popular y planificar nuevas urbanizaciones de calidad para albergar a las futuras generaciones. La deuda social, la deuda ambiental con los pobres de las ciudades se paga haciendo efectivo el derecho sagrado de las «tres T»: tierra, techo y trabajo. Esto no es filantropía, es una obligación moral de todos.
Quiero llamar a todos los cristianos, en particular a los pastores, a renovar el impulso misionero, a tomar la iniciativa frente a tantas injusticias, a involucrarse con los problemas de los vecinos, a acompañarlos en sus luchas, a cuidar los frutos de su trabajo comunitario y celebrar juntos cada pequeña o gran victoria. Sé que hacen mucho pero les pido que recuerden que no es una tarea más, sino tal vez la más importante, porque «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio» (Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con el Episcopado brasileño, 11 mayo 2007, 3).
Queridos vecinos, queridos hermanos. Recemos, trabajemos y comprometámonos juntos para que toda familia tenga un techo digno, tenga acceso al agua potable, tenga un baño, tenga energía segura para iluminarse, cocinar, para que puedan mejorar sus viviendas… para que todo barrio tenga caminos, plazas, escuelas, hospitales, espacios deportivos, recreativos y artísticos; para que los servicios básicos lleguen a cada uno de ustedes; para que se escuchen sus reclamos y su clamor de oportunidades; para que todos puedan gozar de la paz y la seguridad que se merecen conforme a su infinita dignidad humana.
Mungu awabariki (Que Dios los bendiga).
Y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí.