Dejando a un lado el texto preparado, Francisco les dirigió el siguiente discurso improvisado.
Queridos hermanos y hermanas:
He preparado un discurso para esta ocasión sobre los temas de la vida consagrada y sobre tres pilares; existen otros, pero tres son importantes para la vida consagrada. El primero es la profecía, el otro es la proximidad y el tercero es la esperanza. Profecía, proximidad y esperanza. He entregado al cardenal prefecto el texto porque leerlo es un poco aburrido y prefiero hablar con vosotros de lo que me sale del corazón. ¿De acuerdo?
Religiosos y religiosas, es decir hombres y mujeres consagrados al servicio del Señor que ejercitan en la Iglesia este camino de una pobreza fuerte, de un amor casto que los lleva a una paternidad y a una maternidad espiritual para toda la Iglesia, una obediencia… Pero, en esta obediencia nos falta siempre algo, porque la perfecta obediencia es la del Hijo de Dios que se ha abajado, se ha hecho hombre por obediencia hasta la muerte de Cruz. Pero hay entre vosotros hombres y mujeres que viven una obediencia fuerte, una obediencia –no militar, no, esto no; eso es disciplina, es otra cosa– una obediencia de donación del corazón. Y esto es profecía. «Pero, ¿tú no tienes ganas de hacer esta cosa, aquella otra?…» – «Sí, pero… según las reglas debo hacer esto, esto y esto. Y según las disposiciones esto, esto y esto. Y si no veo claro algo, hablo con el superior, con la superior y, después del dialogo, obedezco». Esta es la profecía contra la semilla de la anarquía que siembra el diablo. «¿Tú que haces?» – «Yo hago lo que me gusta». La anarquía de la voluntad es hija del demonio, no es hija de Dios. El Hijo de Dios no ha sido anárquico, no ha llamado a los suyos para hacer una fuerza de resistencia contra sus enemigos; Él también le dijo a Pilato: «Si yo fuera un rey de este mundo habría llamado a mis soldados para defenderme». Pero Él ha obedecido al Padre. Ha pedido solamente: «Padre, por favor, no, este cáliz no… Pero se haga lo que tú quieres». Cuando vosotros aceptáis por obediencia una cosa, que quizás muchas veces no os gusta… [hace el gesto de tragar] … se debe tragar esa obediencia pero se hace. Por lo tanto, la profecía. La profecía es decir a la gente que hay un camino de felicidad, de grandeza, un camino que llena de alegría, que es el camino de Jesús. Es el camino de estar cerca de Jesús. Es un don, es un carisma la profecía y se le debe pedir al Espíritu Santo: que yo sepa decir esa palabra, en aquel momento justo; que yo haga esa cosa en aquel momento justo, que mi vida, toda, sea una profecía. Hombres y mujeres profetas. Y esto es muy importante. «Pero, hagamos como todo el mundo….». No. La profecía es decir que hay algo más verdadero, más bello, más grande, más bueno al cual todos estamos llamados. Luego la otra palabra es la proximidad. Hombres y mujeres consagrados, pero no para alejarme de la gente y tener todas las comodidades, no, para acercarme y entender la vida de los cristianos y de los no cristianos, los sufrimientos y los problemas, las muchas cosas que solamente se entienden si un hombre y una mujer consagrada se hacen próximo: en la proximidad. «Pero, Padre, yo soy una religiosa de clausura, ¿qué debo hacer?». Pensad en Santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones, que con su corazón ardiente era próxima a la gente. Proximidad. Hacerse consagrados no significa subir uno, dos, tres escalones en la sociedad. Es verdad, muchas veces escuchamos a los padres: «Sabe padre, ¡yo tengo una hija religiosa, yo tengo un hijo fraile!». Y lo dicen con orgullo. ¡Y es verdad! Es una satisfacción para los padres tener hijos consagrados; esto es verdad. Pero para los consagrados no es un estatus de vida que me hace ver a los otros así [con indiferencia] La vida consagrada me debe llevar a la cercanía con la gente: cercanía física, espiritual, conocer a la gente. «Ah, sí, Padre, en mi comunidad la superiora nos ha dado el permiso de salir, ir los barrios pobres con la gente…» – «Y en tu comunidad, ¿hay religiosas ancianas?» – «Sí, sí… Esta la enfermería en el tercer piso» – «Y, ¿cuántas veces al día tú vas a visitar a tus religiosas, las ancianas que pueden ser tu mamá o tu abuela?» – «Sabe, Padre, yo estoy muy ocupada en el trabajo y no logro ir…». ¡Proximidad! ¿Quién es el primer prójimo de un consagrado o de una consagrada? El hermano o la hermana de la comunidad. Este es vuestro primer prójimo. Es también una proximidad hermosa, buena, con amor. Yo sé que en sus comunidades jamás se murmura, jamás, jamás… Un modo de alejarse de los hermanos y de las hermanas de la comunidad es propio este: el terrorismo de los chismorreos. Escuchad bien: no al chismorreo, al terrorismo de los chismorreos, porque quien habla mal es un terrorista. Es un terrorista dentro la propia comunidad, porque lanza como una bomba la palabra contra este, contra aquel, y luego se va tranquilo. ¡Destruye ¡Quien hace esto destruye como una bomba y él se aleja. Esto, el apóstol Santiago decía que era la virtud quizás más difícil, la virtud humana y espiritual más difícil de tener, aquella de dominar la lengua. Si te entras ganas de decir algo contra un hermano o una hermana, lanzar una bomba de chismorreos, ¡muérdete la lengua! ¡Fuerte! Terrorismo en las comunidades, ¡no! «Pero, Padre, si hay algo, un defecto, algo que corregir – Tú se lo dices a la persona: tú tienes esta actitud que me fastidia o que no está bien. O si no es conveniente –porque a veces no es prudente– tú se lo dices a la persona que lo puede remediar, que puede resolver el problema y a ningún otro. ¿Entendido? Los chismorreos no sirven. «Pero, ¿en el capítulo?». ¡Ahí sí! En público todo lo que sientes que debes decir, porque existe la tentación de no decir las cosas en el capítulo y luego afuera: «¿Has visto a la superiora? ¿Has visto a la abadesa? ¿Has visto al superior?…». Pero, ¿por qué no lo has dicho, ahí, en el capítulo?… ¿Es claro esto? ¡Son virtudes de proximidad! Y los santos tenían esto, y los Santos consagrados tenían esto. Santa Teresa del Niño Jesús jamás, jamás se ha lamentado del trabajo, del fastidio que le daba esa religiosa que debía llevar al comedor, todas las tardes: de la capilla al comedor. ¡Jamás! Porque la pobre religiosa era muy anciana, casi paralítica, caminaba mal, tenía dolores –¡también yo la entiendo!–, era también un poco neurótica… Jamás, jamás ha ido a otra religiosa a decir: «¡pero esta como da fastidio!». ¿Qué es lo que hacía? La ayudaba a acomodarse, le llevaba la servilleta, le partía el pan y le hacía una sonrisa. Esto se llama proximidad. ¡Proximidad! Si tú lanzas la bomba de un chismorreo en tu comunidad, esto no es proximidad: ¡esto es hacer la guerra! Esto es alejarte, esto es provocar distancias, provocar anarquismo en la comunidad. Y si, en este Año de la Misericordia, cada uno de vosotros lograse no hacer nunca el terrorista de hachismorreos, sería un éxito para la Iglesia, ¡un éxito de grande santidad! ¡Animáos! La proximidad. Y luego la esperanza. Y os confieso que a mí me cuesta mucho cuando veo el descenso de las vocaciones, cuando recibo a los obispos y les pregunto: «¿Cuántos seminaristas tenéis?» – «4, 5…». Cuando vosotros, en vuestras comunidades religiosas? –masculinas o femeninas– tenéis un novicio, una novicia, dos… y la comunidad envejece y envejece… Cuando hay monasterios, grandes monasterios, y el Cardenal Amigo Vallejo [se dirige a él] puede contarnos, en España, cuántos hay, que son llevados adelante por 4 o 5 religiosas ancianas, hasta el final… Y a mí esto me provoca una tentación que va contra la esperanza: «Pero, Señor, ¿qué cosa sucede? ¿Por qué el vientre de la vida consagrada se hace tan estéril?». Algunas congregaciones hacen el experimento de la «inseminación artificial». ¿Qué es lo que hacen? Reciben…: «Sí, ven, ven, ven…». Y luego los problemas que hay ahí adentro… No. ¡Se debe recibir con seriedad! Se debe discernir bien si esta es una verdadera vocación y ayudarla a crecer. Y creo que contra la tentación de perder la esperanza, que nos da esta esterilidad, debemos rezar más. Y rezar sin cansarnos. A mí me hace mucho bien leer ese pasaje de la escritura, en el cual Ana –la mamá de Samuel– rezaba y pedía un hijo. Rezaba y movía sus labios, y rezaba… Y el viejo sacerdote, que era un poco ciego y que no veía bien, pensaba que estaba ebria. Pero el corazón de aquella mujer [decía a Dios]: «¡Quiero un hijo!». Yo os pregunto a vosotros: ¿vuestros corazones, ante este descenso de las vocaciones, reza con esta intensidad? «Nuestra congregación tiene necesidad de hijos, nuestra congregación tiene necesidad de hijas…». El Señor que ha sido tan generoso no faltará a su promesa. Pero debemos pedirlo. Debemos tocar la puerta de su corazón. Porque hay un peligro –y esto es feo, pero debo decirlo–: cuando una congregación religiosa ve que no tiene hijos y nietos y comienza a ser más pequeña y más pequeña, se apega al dinero. Y vosotros sabéis que el dinero es el estiércol del diablo. Cuando no pueden tener la gracia de tener vocaciones e hijos, piensan que el dinero salvará la vida y piensan en la vejez: que no me falte esto, que no falte este otro… ¡Y así no hay esperanza! ¡La esperanza está solo en el Señor! El dinero no te la dará jamás. Al contrario: ¡te tirará abajo! ¿Entendido? Esto quería deciros, en vez de leer las notas que el Cardenal Prefecto os dará luego…
Os agradezco mucho por todo lo que hacéis. Los consagrados –cada uno con su carisma. Y quiero subrayar las consagradas, las religiosas. ¿Qué sería de la Iglesia si no existirían las religiosas? Esto lo dije una vez: cuando tú vas al hospital, a los colegios, a las parroquias, en los barrios, en las misiones, hombres y mujeres que han dado su vida… En el último viaje en África –esto lo he contado, creo, en una audiencia– encontré a una religiosa de 83 años, italiana. Ella me dijo: «Desde que tenía –no recuerdo si me dijo 23 o 26 años– que estoy aquí. Soy enfermera en un hospital». Pensemos: ¡desde los 26 años hasta los 83! «Y he escrito a los míos en Italia que no regresare jamás». Cuando tú vas a un cementerio y ves que hay muchos misioneros religiosos muertos y tantas religiosas muertas a los 40 años porque se han enfermado, estas fiebres de estos países, han dedicado sus vidas… Tú dices: ¡estos son santos! ¡Estos son semillas! Debemos decir al Señor que baje un poco sobre estos cementerios y vea que cosa han hecho nuestros antepasados y nos dé más vocaciones, ¡porque tenemos necesidad! Os agradezco mucho por esta visita, agradezco al Cardenal Prefecto, al Mons. Secretario, a los subsecretarios por lo que habéis hecho en este Año de la Vida Consagrada. Pero, por favor, no os olvidéis de la profecía de la obediencia, de la cercanía, el prójimo más importante, el prójimo más próximo es el hermano y la hermana de la comunidad, y luego la esperanza. Que el Señor haga nacer hijos e hijas en vuestras congregaciones. Y rezad por mí. Gracias.