Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Estoy contento de encontraros y os agradezco, porque hoy habéis venido numerosos. ¡Un saludo especial a los que están por partir! Habéis recibido la llamada a evangelizar: bendigo al Señor por esto, por el don del Camino y por el don de cada uno de vosotros. Querría subrayar tres palabras que el Evangelio os ha apenas entregado, como un mandato para la misión: unidad, gloria y mundo.
Unidad. Jesús ora al Padre para que los suyos sean «perfectamente uno» (Jn 17, 23): quiere que sean entre ellos «uno» (Jn 17, 22), como Él y el Padre. Es su última petición antes de la Pasión, la más sentida: que haya comunión en la Iglesia. La comunión es esencial. El enemigo de Dios y del hombre, el diablo, no puede nada contra el Evangelio, contra la humilde fuerza de la oración y de los sacramentos, pero puede hacer mucho daño a la Iglesia tentando nuestra humanidad. Provoca la presunción, el juicio sobre los demás, las cerrazones y las divisiones. Él mismo es «el que divide» y a menudo comienza haciéndonos creer que somos buenos, quizá mejor que los demás: así tiene el terreno listo para sembrar la cizaña. Es la tentación de todas las comunidades y se puede insinuar también en los carismas más bonitos de la Iglesia.
Vosotros habéis recibido un gran carisma, para la renovación bautismal de la vida. Se entra en la Iglesia por el Bautismo; de hecho, entramos en la Iglesia por medio del Bautismo. Cada carisma es una gracia de Dios para aumentar la comunión. Pero el carisma puede deteriorarse cuando nos cerramos o jactamos, cuando queremos distinguirnos de los demás. Por eso, es necesario custodiarlo. ¡Cuidad vuestro carisma! ¿Cómo? Siguiendo la vía maestra: la unidad humilde y obediente. Es siempre necesario vigilar el carisma, purificando los eventuales excesos humanos mediante la búsqueda de la unidad con todos y la obediencia a la Iglesia. Así se respira en la Iglesia y con la Iglesia; así se permanece hijos dóciles de la «santa madre Iglesia jerárquica», con «el ánimo aparejado y pronto» para la misión (cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 353).
Subrayo este aspecto: la Iglesia es nuestra Madre. Como los hijos llevan impresa en sus rostro la semejanza con la madre, así todos nosotros nos asemejamos a nuestra Madre, la Iglesia. Después del Bautismo no vivimos más como individuos aislados, sino que nos convertimos en hombres y mujeres de comunión, llamados a ser agentes de comunión en el mundo. Porque Jesús no sólo ha fundado la Iglesia para nosotros, sino que nos ha fundado a nosotros como Iglesia. La Iglesia no es un instrumento para nosotros: nosotros somos la Iglesia. De ella hemos renacido, de ella somos nutridos con el Pan de vida, de ella recibimos palabras de vida, somos perdonados y acompañados a casa. Esta es la fecundidad de la Iglesia, que es Madre: no una organización que busca adeptos, o un grupo que va adelante siguiendo la lógica de sus ideas, sino que es una Madre que transmite la vida recibida de Jesús.
Esta fecundidad se expresa a través del ministerio y la guía de los Pastores. De hecho, también la institución es un carisma, porque tiene sus raíces en la misma fuente, que es el Espíritu Santo. Él es el agua viva, pero el agua puede continuar dando vida sólo si la planta está bien cuidada y podada. Saciad vuestra sed en la fuente del amor, el Espíritu, y cuidad, con delicadeza y respeto, el entero organismo eclesial, especialmente las partes más frágiles, para que crezca todo junto, armonioso y fecundo.
Segunda palabra: gloria. Antes de la Pasión, Jesús pre-anuncia que será «glorificado» en la cruz: ahí aparecerá su gloria (cf.Jn 17, 5). Pero es una gloria nueva: la gloria mundana se manifiesta cuando se es importante, admirado, cuando se tiene bienes y éxito. En cambio, la gloria de Dios se revela en la cruz: es el amor, que ahí resplandece y se difunde. Es una gloria paradójica: sin fragor, sin ganancia y sin aplausos. Pero sólo esta gloria hace el Evangelio fecundo. Así también la Madre Iglesia es fecunda cuando imita el amor misericordioso de Dios, que se propone y nunca se impone. Es humilde, actúa como la lluvia en la tierra, como el aire que se respira, como una pequeña semilla que lleva fruto en el silencio. Quien anuncia el amor no puede dejar de hacerlo con el mismo estilo de amor.
Y la tercera palabra que hemos escuchado es mundo. «Tanto amó Dios al mundo» que envió a Jesús (cf. Jn 3, 16). Quien ama no está lejos, sino que va al encuentro. Vosotros iréis al encuentro de muchas ciudades, de muchos países. A Dios no le atrae la mundanidad, al contrario, la detesta; pero ama el mundo que ha creado, y ama a sus hijos en el mundo así como son, dondequiera que vivan, incluso si están «lejos». No será fácil para vosotros la vida en países lejanos, en otras culturas, no os será fácil. Pero es vuestra misión. Y esto lo hacéis por amor, por amor a la Madre Iglesia, a la unidad de esta madre fecunda; lo hacéis para que la Iglesia sea madre y fecunda. Mostrad a los hijos la mirada tierna del Padre y considerad un don las realidades que encontraréis; familiarizaos con las culturas, las lenguas y los usos locales, respetándolas y reconociendo las semillas de gracia que el Espíritu ya ha sembrado. Sin ceder a la tentación de trasplantar modelos adquiridos, sembrad el primer anuncio: «que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario» (Exh. ap. Evangelii gaudium, 35). Es la buena noticia que siempre debe volver, de lo contrario la fe corre el riesgo de convertirse en una doctrina fría y sin vida. Después, evangelizar como familias, viviendo la unidad y la simplicidad, es ya un anuncio de vida, un hermoso testimonio, por el cual os agradezco mucho. Y os doy las gracias, en nombre mío, pero también en nombre de toda la Iglesia por este gesto de ir, ir hacia lo desconocido y también a sufrir. Porque habrá sufrimiento, pero también la alegría de la gloria de Dios, la gloria que está en la Cruz. Os acompaño y os animo, y os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar por mí. Yo me quedo aquí, pero con el corazón voy con vosotros.