Señor Cardenal,
Señor Presidente de UNIAPAC,
Queridos amigos:
Han venido a Roma –al Vaticano– respondiendo a la invitación del Cardenal Peter Turkson y de las autoridades de la Unión internacional de empresarios católicos, con el noble propósito de reflexionar sobre el papel de los empresarios como agentes de inclusión económica y social. Quiero asegurarles desde este momento mi aliento y mi oración para este trabajo. La Providencia de Dios ha querido que este encuentro de UNIAPAC coincida con la conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Todas las actividades humanas, también la empresarial, pueden ser un ejercicio de la misericordia, que es participación en el amor de Dios por los hombres.
La actividad empresarial asume constantemente multitud de riesgos. Jesús, en las parábolas del tesoro escondido en un campo (cf. Mt 13, 44) y de la perla preciosa (cf. Mt 13, 45), compara la obtención del Reino de los Cielos con el riesgo empresarial. Deseo reflexionar hoy con ustedes sobre tres riesgos: el riesgo de usar bien el dinero, el riesgo de la honestidad y el riesgo de la fraternidad.
En primer lugar, el riesgo del uso del dinero. Hablar de empresas nos pone inmediatamente en relación con uno de los temas más difíciles de la percepción moral: el dinero. He dicho varias veces que «el dinero es el estiércol del diablo», repitiendo lo que decían los Santos Padres. Además, León XIII, quien inició la doctrina social de la Iglesia, advertía que la historia del siglo XIX había dividido a las «naciones en dos clases de ciudadanos, abriendo un inmenso abismo entre una y otra» (Carta enc. Rerum novarum, 35). 40 años después, Pío XI preveía el crecimiento de un «imperialismo internacional del dinero» (Carta enc. Quadragesimo anno, 109). Pasados otros 40 años, Pablo VI, refiriéndose a la Rerum novarum, denunciaba que la concentración excesiva de los medios y de los poderes «puede conducir a una nueva forma abusiva de dictadura económica en el campo social, cultural e incluso político» (Carta ap. Octogesima adveniens, 44).
Jesús, en la parábola del administrador injusto, exhorta a hacerse de amigos con las riquezas de iniquidad, para poder ser recibidos en las moradas eternas (cf. Lc 16, 9-15). Todos los Padres de la Iglesia han interpretado estas palabras en el sentido de que las riquezas son buenas cuando se ponen al servicio del prójimo, de lo contrario son inicuas (cf. Catena Aurea: Evangelio según san Lucas, 16, 8-13). Por tanto, el dinero debe servir, en vez de gobernar. Es un principio clave: el dinero debe servir en vez de gobernar. Es El dinero es sólo un instrumento técnico de intermediación, de comparación de valores y derechos, de cumplimiento de las obligaciones y de ahorro. Como toda técnica, el dinero no tiene un valor neutro, sino que adquiere valor según la finalidad y las circunstancias en que se usa. Cuando se afirma la neutralidad del dinero, se está cayendo en su poder. Las empresas no deben existir para ganar dinero, aunque el dinero sirva para medir su funcionamiento. Las empresas existen para servir.
Por eso, es urgente recuperar el sentido social de la actividad financiera y bancaria, con la mejor inteligencia e inventiva de los empresarios. Esto supone asumir el riesgo de complicarse la vida, teniendo que renunciar a ciertas ganancias económicas. El crédito debe ser accesible para la vivienda de las familias, para las pequeñas y medianas empresas, para los campesinos, para las actividades educativas, especialmente a nivel primario, para la sanidad general, para el mejoramiento y la integración de los núcleos urbanos más pobres. Una lógica crematística del mercado hace que el crédito sea más accesible y más barato para quien posee más recursos; y más caro y difícil para quien tiene menos, hasta el punto de dejar las franjas más pobres de la población en manos de usureros sin escrúpulos. De igual modo, a nivel internacional, el financiamiento de los países más pobres se convierte fácilmente en una actividad usurera. Este es uno de los grandes desafíos para el sector empresarial y para los economistas en general, que está llamado a conseguir un flujo estable y suficiente de crédito que no excluya a ninguno y que pueda ser amortizable en condiciones justas y accesibles.
Aun cuando se admita la posibilidad de crear mecanismos empresariales que sean accesibles para todos y funcionen en beneficio de todos, hay que reconocer que siempre hará falta una generosa y abundante gratuidad. También hará falta la intervención del Estado para proteger ciertos bienes colectivos y asegurar la satisfacción de las necesidades humanas fundamentales. Mi predecesor san Juan Pablo II afirmaba que ignorar esto lleva a «una "idolatría" del mercado» (Carta enc. Centesimus Annus, 40).
Hay un segundo riesgo que debe ser asumido por los empresarios. El riesgo de la honestidad. La corrupción es la peor plaga social. Es la mentira de buscar el provecho personal o del propio grupo bajo las apariencias de un servicio a la sociedad. Es la destrucción del tejido social bajo las apariencias del cumplimiento de la ley. Es la ley de la selva disfrazada de aparente racionalidad social. Es el engaño y la explotación de los más débiles o menos informados. Es el más craso egoísmo, oculto detrás de una aparente generosidad. La corrupción está generada por la adoración del dinero y vuelve al corrupto, prisionero de esa misma adoración. La corrupción es un fraude a la democracia, y abre las puertas a otros males terribles como la droga, la prostitución y la trata de personas, la esclavitud, el comercio de órganos, el tráfico de armas, etc. La corrupción es hacerse seguidor del diablo, padre de la mentira.
Sin embargo, la corrupción «no es un vicio exclusivo de la política. Hay corrupción en la política, hay corrupción en las empresas, hay corrupción en los medios de comunicación, hay corrupción en las Iglesias y también hay corrupción en las organizaciones sociales y los movimientos populares» (Discurso a los participantes en el encuentro mundial de movimientos populares, 5.XI.16).
Una de las condiciones necesarias para el progreso social es la ausencia de corrupción. Puede suceder que los empresarios se vean tentados a ceder a los intentos de chantaje o de extorsión, justificándose con el pensamiento de salvar la empresa y su comunidad de trabajadores, o pensando que así harán crecer la empresa y que un día podrán librarse de esa plaga. Además, puede ocurrir que caigan en la tentación de pensar que se trata de algo que todos hacen, y que pequeños actos de corrupción destinados a obtener pequeñas ventajas no tienen mayor importancia. Cualquier intento de corrupción, activa o pasiva, es ya comenzar a adorar al dios dinero.
El tercer riesgo es el de la fraternidad. Recordábamos cómo san Juan Pablo II nos enseñaba que «por encima de la lógica de los intercambios […] existe "algo que es debido al hombre porque es hombre", en virtud de su eminente dignidad» (Carta enc. Centesimus Annus, 34). También Benedicto XVI insistió sobre la importancia de la gratuidad, como elemento imprescindible de la vida social y económica, decía: «la caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don, […] el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. […] El desarrollo económico, social y político necesita […] dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad» (Carta enc. Caritas in veritate, 34).
La actividad empresarial tiene que incluir siempre el elemento de gratuidad. Las relaciones de justicia entre dirigentes y trabajadores deben ser respetadas y exigidas por todas las partes; pero, al mismo tiempo, la empresa es una comunidad de trabajo en la que todos merecen un respeto y un aprecio fraternal por parte de los superiores, colegas y subordinados. El respeto del otro como hermano debe extenderse también a la comunidad local en la que se ubica físicamente la empresa y, en cierto modo, todas las relaciones jurídicas y económicas de la empresa deben estar moderadas, envueltas en un ambiente de respeto y fraternidad. No faltan ejemplos de acciones solidarias en favor de los más necesitados realizadas por el personal de las empresas, clínicas, universidades u otras comunidades de trabajo o de estudio. Esto debería ser un modo habitual de actuar, fruto de profundas convicciones por parte de todos, evitando que se convierta en una actividad ocasional para calmar la conciencia o, peor aún, en un medio para obtener un rédito publicitario.
Sobre la fraternidad, no puedo dejar de compartir con ustedes el tema de las emigraciones y de los refugiados, que oprime nuestros corazones. Hoy, las emigraciones y los desplazamientos de una multitud de personas en busca de protección se han convertido en un dramático problema humano. La Santa Sede y las Iglesias locales están haciendo esfuerzos extraordinarios para afrontar eficazmente las causas de esta situación, buscando la pacificación de las regiones y países en guerra y promoviendo el espíritu de acogida; pero no siempre se consigue todo lo que se desea. Les pido ayuda también a ustedes. Por una parte, traten de convencer a los gobiernos para que renuncien a cualquier tipo de actividad bélica. Como se dice en los ambientes de negocios: un «mal» acuerdo es siempre mejor que una «buena» pelea. Colaboren en crear fuentes de trabajo digno, estables y abundantes, tanto en los lugares de origen como en los de llegada y, en estos, tanto para la población local como para los inmigrantes. Hay que hacer que la inmigración siga siendo un factor importante de desarrollo.
La mayoría de los que estamos aquí pertenecemos a familias de emigrantes. Nuestros abuelos o padres llegaron de Italia, España, Portugal, Líbano u otros países a América del Sur y del Norte, casi siempre en condiciones de pobreza extrema. Pudieron sacar adelante una familia, progresar y hasta convertirse en empresarios porque encontraron sociedades acogedoras, a veces tan pobres como ellos, pero dispuestas a compartir lo poco que tenían. Mantengan y transmitan este espíritu que tiene raíz cristiana, manifestando también aquí el genio empresarial.
UNIAPAC y ACDE evocan en mí el recuerdo del empresario argentino Enrique Shaw, uno de sus fundadores, cuya causa de beatificación pude promover cuando era Arzobispo de Buenos Aires. Les recomiendo que sigan su ejemplo y, para los católicos, acudan a su intercesión para ser buenos empresarios.
El Evangelio de hace dos domingos nos proponía la vocación de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10), aquel rico, jefe de los cobradores de impuestos de Jericó, que se subió a un árbol para poder ver a Jesús, y a quien la mirada del Señor lo llevó a una profunda conversión. Ojalá que esta Conferencia sea como el sicómoro de Jericó, un árbol al que se puedan subir todos, para que, a través de la discusión científica de los aspectos de la actividad empresarial, encuentren la mirada de Jesús, y de aquí resulten orientaciones eficaces para hacer que la actividad de todas sus empresas promueva siempre y eficazmente el bien común.
Les agradezco esta visita al sucesor de San Pedro; y les pido que lleven mi bendición a todos sus empleados, obreros y colaboradores y a sus familias. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Muchas gracias.