Me complace estar con vosotros en esta nueva edición de la Mesa redonda en Roma de la Global Foundation, en la que os habéis reunido inspirados en el lema de la fundación –«Juntos nos comprometemos por el bien común global» («Together we strive for the global common good»)– para identificar los caminos adecuados, capaces de conducir a una globalización "cooperativa", es decir positiva, opuesta a la globalización de la indiferencia. La finalidad es asegurar que la comunidad global, formada por las instituciones, las empresas y los representantes de la sociedad civil, pueda alcanzar efectivamente los objetivos y las obligaciones internacionales declaradas y asumidas solemnemente como, por ejemplo, las de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible y los Objetivos de desarrollo sostenible.
En primer lugar quisiera reiterar que es inaceptable, porque es inhumano, un sistema económico mundial que descarta a hombres, mujeres y niños, por el hecho de que no parezcan útiles según los criterios de rentabilidad de las empresas u otras organizaciones. Precisamente este descartar a las personas comporta la regresión y la deshumanización de cualquier sistema político y económico: los que causan o permiten el descarte de los demás –los refugiados, los niños abusados ??o esclavos, los pobres que mueren en la calle cuando hace frío– se convierten en máquinas sin alma, aceptando implícitamente el principio de que ellos también, tarde o temprano, serán descartados. ¡Esto es un boomerang! Pero es verdad: antes o después ellos serán descartados, cuando ya no sean útiles a una sociedad que ha puesto en el centro al dios dinero.
En 1991, san Juan Pablo II, frente a la caída de los sistemas políticos opresivos y a la integración gradual de los mercados que ahora habitualmente llamamos globalización, advertía del riesgo de propagación por todos lados de la ideología capitalista. Esta habría llevado aparejada la poca o nula consideración por los fenómenos de la marginación, de la explotación y de la alienación humana, ignorando a las multitudes que siguen viviendo en la pobreza material y moral, y confiando ciegamente la solución únicamente al libre desarrollo de las fuerzas del mercado. Mi predecesor, preguntándose si tal sistema económico era el modelo a proponer a los que estaban buscando el camino del verdadero progreso económico y social, llegó a una respuesta claramente negativa. Este no es el camino (cf. Centesimus Annus, 42).
Por desgracia, los riesgos descritos por san Juan Pablo II se han verificado ampliamente. Sin embargo, al mismo tiempo se han desarrollado y realizado muchos esfuerzos de individuos e instituciones para remediar los males producidos por una globalización irresponsable. La Madre Teresa de Calcuta, a quien tuve la alegría de proclamar santa hace unos meses y que es un símbolo y un icono de nuestro tiempo, de alguna manera representa y resume estos esfuerzos. Ella se inclinó sobre las personas moribundas, abandonadas a su suerte en el borde de la carretera, reconociendo en cada una de ellas la dignidad dada por Dios. Acogió cada vida humana, la no nacida y la abandonada y descartada, e hizo oír su voz a los poderosos de la tierra para que reconocieran los crímenes de la pobreza creada por ellos mismos (cf. Homilía para la canonización de la Madre Teresa de Calcuta, 4.IX.16).
Esta es la primera actitud que puede conducir a una globalización solidaria y cooperativa. Es necesario, en primer lugar, que cada uno, personalmente, no sea indiferente a las heridas de los pobres, sino que aprenda a "compadecer" con los que sufren por las persecuciones, la soledad, el desplazamiento forzado o la separación de sus familias; con aquellos que no tienen acceso a los cuidados sanitarios; con los que padecen el hambre, el frío o el calor.
Esta compasión llevará a los agentes económicos y políticos a utilizar su inteligencia y sus recursos no sólo para controlar y supervisar los efectos de la globalización, sino también para ayudar a los responsables de los diversos ámbitos políticos –regionales, nacionales e internacionales– a corregir la orientación cada vez que sea necesario. La política y la economía, de hecho, deberían incluir el ejercicio de la virtud de la prudencia.
La Iglesia tiene siempre confianza, porque conoce el gran potencial de la inteligencia humana que se deja ayudar y guiar por Dios y también la buena voluntad de los pequeños y los grandes, de los ricos y los pobres, de los empresarios y los trabajadores. Por lo tanto os animo a continuar vuestros esfuerzos, siempre guiados por la Doctrina social de la Iglesia, promoviendo una globalización cooperativa junto con todos los actores involucrados –la sociedad civil, los gobiernos, los organismos internacionales, las comunidades académicas y científicas y otros– y os deseo éxito en vuestro trabajo.
Os agradezco vuestra atención y os aseguro mi oración; y os pido que llevéis mis saludos personales, junto con mi bendición, a vuestras familias y a vuestros colaboradores. Gracias.