Os acojo con alegría y agradezco al cardenal Jean-Louis Tauran el saludo que me ha dirigido también en vuestro nombre. Nos encontramos al final de vuestra asamblea plenaria, durante la cual habéis abordado "El papel de la mujer en la educación a la fraternidad universal". No ha faltado, ciertamente, un debate muy enriquecedor sobre este tema, que es de importancia primordial para el camino de la humanidad hacia la fraternidad y la paz, un camino que no es en absoluto descontado y lineal, sino marcado por dificultades y obstáculos.
Desgraciadamente vemos cómo hoy la figura de la mujer como educadora de la fraternidad universal está ofuscada y con frecuencia no reconocida, a causa de tantos males que aquejan a este mundo y que, en particular, golpean a las mujeres en su dignidad y en su papel. Las mujeres, e incluso los niños, se encuentran, efectivamente, entre las víctimas más frecuentes de una violencia ciega. Allí donde el odio y la violencia se imponen, destrozan las familias y las sociedades, impidiendo a la mujer desempeñar, en comunión de intenciones y de acción con el hombre, su misión de educadora de forma serena y eficaz.
Reflexionando sobre el tema que habéis abordado, quiero detenerme especialmente en tres aspectos: valorar el papel de la mujer, educar a la fraternidad y dialogar.
1. Valorar el papel de la mujer. En la compleja sociedad actual, caracterizada por pluralidad y globalización, hay necesidad de un mayor reconocimiento de la capacidad de la mujer para educar a la fraternidad universal. Cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente sus dones a toda la comunidad, la misma modalidad en que la sociedad se comprende y se organiza, resulta transformada positivamente y consigue reflejar mejor la unidad sustancial de la familia humana. Este es el presupuesto más válido para la consolidación de una auténtica fraternidad. Por lo tanto, es un proceso beneficioso la creciente presencia de las mujeres en la vida social, económica y política a nivel local, nacional e internacional, así como en la eclesial. Las mujeres tienen pleno derecho a participar activamente en todos los ámbitos y su derecho debe ser afirmado y protegido también a través de los instrumentos legales donde se revelen necesarios.
Se trata de ampliar los espacios para una presencia femenina más fuerte. Hay tantas y tantas mujeres que en las tareas llevadas a cabo en la vida cotidiana, con dedicación y conciencia, a veces con valentía heroica, han desarrollado y hacen buen uso de su genio, de sus rasgos valiosos en las más variadas, específicas y cualificadas competencias unidas a la experiencia real de ser madres y formadoras.
2. Educar a la fraternidad. Las mujeres, como educadoras, tienen una vocación particular, capaz de hacer que nazcan y crezcan nuevas formas de acogida y estima recíproca. La figura femenina siempre ha estado en el centro de la educación familiar, no exclusivamente como madre. La aportación de las mujeres en el campo de la educación es inestimable. Y la educación comporta una riqueza de implicaciones tanto para la propia mujer, por su forma de ser, como por sus relaciones, por su forma de considerar la vida humana y la vida en general.
En definitiva, todos –hombres y mujeres– están llamados a contribuir en la educación a la fraternidad universal que es, pues, en último término, educación para la paz en la complementariedad de las diferentes sensibilidades y funciones. Así, las mujeres, íntimamente vinculadas con el misterio de la vida, pueden hacer mucho para promover el espíritu de fraternidad, con su atención por la preservación de la vida y su convicción de que el amor es la única fuerza que puede hacer que el mundo sea habitable para todos.
De hecho, las mujeres son a menudo las únicas que acompañan a los demás, especialmente a aquellos que son los más débiles en la familia y en la sociedad, a las víctimas de los conflictos y a cuantos se enfrentan a los retos de cada día. Gracias a su contribución, la educación a la fraternidad –por su naturaleza inclusiva y generadora de lazos– puede superar la cultura del descarte.
3. Dialogar. Es evidente cómo la educación a la fraternidad universal, que quiere decir también aprender a construir lazos de amistad y respeto, es importante en el campo del diálogo interreligioso. Las mujeres se comprometen, a menudo más que los hombres, a nivel de "diálogo de vida" en el ámbito interreligioso, y así contribuyen a una mejor comprensión de los desafíos característicos de una realidad multicultural. Pero las mujeres pueden entrar con pleno derecho también en los intercambios a nivel de la experiencia religiosa, así como a nivel teológico. Muchas mujeres están muy bien preparadas para afrontar encuentros de diálogo interreligioso de alto nivel y no solo por parte católica. Esto significa que la contribución de las mujeres no debe limitarse a los argumentos "femeninos" o a los encuentros solamente para mujeres. El diálogo es un camino que la mujer y el hombre tienen que recorrer juntos. Hoy más que nunca, es necesario que las mujeres estén presentes.
La mujer, que posee características peculiares, puede dar una contribución importante al diálogo con su capacidad de escuchar, de acoger y de abrirse generosamente a los demás.
Os doy las gracias a todos, miembros, consultores y colaboradores del Consejo pontificio para el diálogo interreligioso, porque desempeñáis un valioso servicio. Espero que sigáis tejiendo la delicada tela del diálogo con todos los que buscan a Dios y los hombres de buena voluntad. Invoco sobre vosotros la abundancia de las bendiciones del Señor, y os pido, por favor, que recéis por mí.