Queridos Hermanos y Hermanas:
Les doy una cálida bienvenida al comienzo de esta Asamblea Plenaria. En particular, quisiera agradecer al Cardenal O’Malley por su amable saludo al mismo tiempo que les manifiesto mi más sincero aprecio por las reflexiones que en nombre de ustedes han presentado el Sr. Hermenegild Makoro y el Sr. Bill Kilgallon. Han expresado muy bien el papel que pensé para la Comisión cuando la formé hace tres años, un servicio que confío en que seguirá siendo de gran ayuda en los próximos años para el Papa, la Santa Sede, los Obispos y los Superiores Mayores de todo el mundo.
Reunidos hoy aquí, deseo compartir con ustedes el profundo dolor que siento en el alma por la situación de los niños abusados, como ya he tenido ocasión de hacer recientemente en varias ocasiones. El escándalo del abuso sexual es verdaderamente una ruina terrible para toda la humanidad, y que afecta a tantos niños, jóvenes y adultos vulnerables en todos los países y en todas las sociedades. También para la Iglesia ha sido una experiencia muy dolorosa. Sentimos vergüenza por los abusos cometidos por ministros sagrados, que deberían ser los más dignos de confianza. Pero también hemos experimentado un llamado, que estamos seguros de que viene directamente de nuestro Señor Jesucristo: acoger la misión del Evangelio para la protección de todos los menores y adultos vulnerables.
Permítanme decir con toda claridad que el abuso sexual es un pecado horrible, completamente opuesto y en contradicción con lo que Cristo y la Iglesia nos enseñan. Aquí en Roma, he tenido el privilegio de escuchar las historias que las víctimas y los supervivientes de abusos han querido compartir. En esos encuentros, ellos han compartido abiertamente los efectos que el abuso sexual ha provocado en sus vidas y en las de sus familias. Sé que también ustedes han tenido la bendita ocasión de participar en iguales reuniones, y que ellas siguen alimentando su compromiso personal de hacer todo lo posible para combatir este mal y eliminar esta ruina de entre nosotros.
Por eso, reitero hoy una vez más que la Iglesia, en todos los niveles, responderá con la aplicación de las más firmes medidas a todos aquellos que han traicionado su llamado y han abusado de los hijos de Dios. Las medidas disciplinarias que las Iglesias particulares han adoptado deben aplicarse a todos los que trabajan en las instituciones de la Iglesia. Sin embargo, la responsabilidad primordial es de los Obispos, sacerdotes y religiosos, de aquellos que han recibido del Señor la vocación de ofrecer sus vidas al servicio, incluyendo la protección vigilante de todos los niños, jóvenes y adultos vulnerables. Por esta razón, la Iglesia irrevocablemente y a todos los niveles pretende aplicar contra el abuso sexual de menores el principio de "tolerancia cero".
El motu proprio Como una madre amorosa, promulgado en base a una propuesta de vuestra Comisión y en referencia al principio de responsabilidad en la Iglesia, afronta los casos de los Obispos diocesanos, Eparcas y Superiores Mayores de los Institutos religiosos que, por negligencia, han realizado u omitido actos que hayan podido provocar un daño grave a otros, bien se trate de personas físicas o de una comunidad en su conjunto (cf. art. 1).
Durante los últimos tres años, la Comisión ha enfatizado continuamente los principios más importantes que guían los esfuerzos de la Iglesia para proteger a todos los menores y adultos vulnerables. De esta manera, ha cumplido la misión que le confié como «función consultiva al servicio del Santo Padre», ofreciendo su experiencia «con el fin de promover la responsabilidad de las Iglesias particulares en la protección de todos los menores y los adultos vulnerables» (Estatuto, art. 1).
Me llenó de alegría saber que muchas Iglesias particulares han adoptado vuestra recomendación para una Jornada de Oración, y para un diálogo con las víctimas y supervivientes de abusos, así como con los representantes de las organizaciones de víctimas. Ellos compartieron con nosotros cómo estas reuniones han sido una experiencia profunda de gracia en todo el mundo, y sinceramente espero que todas las Iglesias particulares se beneficien de ellas.
También es alentador saber cuántas Conferencias Episcopales y Conferencias de Superiores Mayores han buscado vuestro consejo con relación a las Directrices para la protección de menores y adultos vulnerables. Vuestra colaboración para compartir las mejores prácticas es verdaderamente valiosa, especialmente para aquellas Iglesias que tienen menos recursos para este trabajo crucial de protección. Me gustaría animarles a que sigan su colaboración en este trabajo con la Congregación para la Doctrina de la Fe y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, para que estas prácticas sean inculturadas en las distintas Iglesias de todo el mundo.
Por último, me gustaría alabar con especial énfasis las numerosas oportunidades de aprendizaje, educación y formación que han ofrecido en tantas Iglesias particulares de todo el mundo e igualmente aquí en Roma, en los diversos Dicasterios de la Santa Sede, en el curso para los nuevos Obispos y en varios congresos internacionales. Me complace la noticia de que la presentación que el Cardenal O’Malley y la Sra. Marie Collins, uno de sus miembros fundadores, realizaron la semana pasada a los nuevos Obispos haya sido acogida tan favorablemente. Estos programas educativos ofrecen el tipo de recursos que permitirán a las Diócesis, Institutos religiosos y a todas las instituciones católicas, adoptar e implementar los materiales más efectivos para este trabajo.
La Iglesia está llamada a ser un lugar de piedad y compasión, especialmente para los que han sufrido. Para todos nosotros, la Iglesia Católica sigue siendo un hospital de campo que nos acompaña en nuestro itinerario espiritual. Es el lugar donde podemos sentarnos con otros, escucharlos y compartir con ellos nuestras luchas y nuestra fe en la buena nueva de Jesucristo. Confío plenamente en que la Comisión seguirá siendo un lugar donde podamos escuchar con interés las voces de las víctimas y de los supervivientes. Porque tenemos mucho que aprender de ellos y de sus historias personales de coraje y perseverancia.
Permítanme agradecerles una vez más sus esfuerzos y consejos en estos tres años. Los encomiendo a la Santísima Virgen María, la Madre que permanece cerca de nosotros a lo largo de nuestras vidas. Les doy la Bendición Apostólica a todos ustedes y a sus seres queridos, y les pido que continúen rezando por mí.