Excelencia, estimadas señoras y señores:
Me complace encontrarme con vosotros durante vuestra Asamblea Plenaria anual y dar las gracias a monseñor Paglia por su saludo y su presentación. Os agradezco vuestra contribución que, con el tiempo, revela cada vez más su valor tanto en la profundización del conocimiento científico, antropológico y ético, como en el servicio a la vida, particularmente en el cuidado de la vida humana y de la creación, nuestra casa común.
El tema de esta sesión «Acompañar la vida. Nuevas responsabilidades en la era tecnológica» es arduo y al mismo tiempo necesario. Aborda el entretejido de oportunidades y criticidades que interpelan al humanismo planetario, en referencia a los recientes logros tecnológicos en las ciencias de la vida. El poder de la biotecnología, que ya permite manipulaciones de la vida hasta ayer impensables, plantea importantes problemas.
Por lo tanto, es urgente intensificar el estudio y la comparación de los efectos de esta evolución de la sociedad en un sentido tecnológico para articular una síntesis antropológica que esté a la altura de este desafío de época. El área de vuestra experiencia calificada no puede limitarse, pues, a resolver problemas planteados por situaciones específicas de conflicto ético, social o legal. La inspiración de una conducta consistente con la dignidad humana atañe a la teoría y a la práctica de la ciencia y la técnica en su enfoque general de la vida, de su significado y su valor. Y en esta perspectiva quisiera ofreceros hoy mi reflexión.
1. La criatura humana parece encontrarse hoy en un pasaje especial de su historia donde se entrecruzan, en un contexto inédito, las antiguas y siempre nuevas preguntas sobre el significado de la vida humana, de su origen y su destino.
El rasgo emblemático de este pasaje puede reconocerse en síntesis en la rápida difusión de una cultura obsesivamente centrada en la soberanía del hombre –como especie e individuo– con respecto a la realidad. Hay quienes incluso hablan de egolatría, es decir, de una verdadera adoración del ego, en cuyas aras se sacrifica todo, incluyendo los afectos más queridos. Esta perspectiva no es inofensiva: dibuja un sujeto que se mira constantemente en el espejo, hasta que llega a ser incapaz de volver sus ojos a los demás y al mundo. La propagación de esta actitud tiene repercusiones gravísimas en todos los afectos y vínculos de la vida (véase Laudato si’, 48).
No se trata, por supuesto, de negar o reducir la legitimidad de la aspiración individual a la calidad de vida y la importancia de los recursos económicos y de los medios técnicos que pueden favorecerla. Sin embargo, no se puede pasar por alto el materialismo sin prejuicios que caracteriza la alianza entre la economía y la técnica y que trata la vida como un recurso para ser explotado o descartado en función del poder y el beneficio.
Desafortunadamente, hombres, mujeres y niños de todo el mundo experimentan con amargura y tristeza las promesas ilusorias de este materialismo tecnocrático. También porque, en contradicción con la propaganda de un bienestar que se propagaría automáticamente con la expansión del mercado, lo que se expande, en cambio, son los territorios de la pobreza y el conflicto, del descarte y el abandono, del resentimiento y la desesperación. Un auténtico progreso científico y tecnológico debería inspirar políticas más humanas.
La fe cristiana nos impulsa a retomar la iniciativa, rechazando cualquier concesión a la nostalgia y al lamento. La Iglesia, por otra parte, tiene una amplia tradición de mentes generosas e iluminadas, que han allanado el camino para la ciencia y la conciencia de su época. El mundo necesita creyentes que, con seriedad y alegría, sean creativos y proactivos, humildes y valientes, decididos a recomponer la fractura entre las generaciones. Esta fractura interrumpe la transmisión de la vida. Se exaltan los entusiastas potenciales de la juventud: ¿pero quién los guía al cumplimiento de la edad adulta? La condición de adulto es una vida capaz de responsabilidad y amor, tanto hacia la futura generación como hacia el pasado. La vida de los padres y de las madres de edad avanzada espera ser honrada por lo que ha dado con generosidad, no ser descartada por lo que ya no tiene.
2. La fuente de inspiración para este retomar la iniciativa es, una vez más, la Palabra de Dios, que ilumina el origen de la vida y su destino.
Hoy más que nunca es necesaria una teología de la Creación y la Redención que sepa traducirse en palabras y gestos de amor, para cada vida y para toda vida, para acompañar el camino de la Iglesia en el mundo en que vivimos. La encíclica Laudato si’ es como un manifiesto de este retomar la visión de Dios y del hombre sobre el mundo, comenzando por el gran relato de revelación que se nos ofrece en los primeros capítulos del Libro del Génesis. Dice que cada uno de nosotros es una criatura deseada y amada por Dios por sí misma, no sólo un ensamblaje de células bien organizadas y seleccionadas en el transcurso de la evolución de la vida. Toda la creación está inscrita en el amor especial de Dios por la criatura humana, que se extiende a todas las generaciones de las madres, los padres y sus hijos.
La bendición divina del origen y la promesa de un destino eterno, que son el fundamento de la dignidad de toda vida, son de todos y para todos. Los hombres, las mujeres, los niños de la tierra –de esto están hechos los pueblos– son la vida del mundo que Dios ama y quiere salvar, sin excluir a nadie.
Hay que releer siempre de nuevo el relato bíblico de la Creación para apreciar toda la amplitud y profundidad del gesto del amor de Dios que confía a la alianza del hombre y la mujer la creación y la historia.
Esta alianza ciertamente está sellada por la unión de amor, personal y fecunda que marca el camino de la transmisión de la vida a través del matrimonio y de la familia. Sin embargo, va mucho más allá de este sello. La alianza del hombre y de la mujer está llamada a tomar en sus manos la batuta de toda la sociedad. Esta es una invitación a la responsabilidad por el mundo, en la cultura y la política, en el trabajo y en la economía; y también en la Iglesia. No se trata simplemente de la igualdad de oportunidades o del reconocimiento recíproco. Se trata, principalmente, del acuerdo de los hombres y las mujeres sobre el sentido de la vida y sobre el camino de los pueblos. El hombre y la mujer no sólo están llamados a hablarse de amor, sino a hablarse, con amor, de lo que tienen que hacer, para que la convivencia humana se realice a la luz del amor de Dios por cada criatura. Hablarse y aliarse, porque ninguno de ellos –ni el hombre solo, ni la mujer sola– es capaz de asumir esta responsabilidad. Juntos fueron creados, en su bendita diferencia; juntos pecaron, por su presunción de reemplazar a Dios; juntos, con la gracia de Cristo, regresan a la presencia de Dios, para cumplir con el cuidado del mundo y de la historia que Él les ha confiado.
3. En definitiva, es una verdadera revolución cultural la que se perfila en el horizonte de la historia de este tiempo. Y la Iglesia, en primer lugar, debe cumplir la parte que le corresponde. En esta perspectiva, se trata ante todo de reconocer, justamente, los retrasos y las carencias. Las formas de subordinación que han marcado tristemente la historia de la mujer deben ser abandonadas definitivamente. Hay que escribir un nuevo inicio en el ethos de los pueblos, y esto puede hacerlo una renovada cultura de la identidad y la diferencia. La reciente hipótesis de reapertura del camino para la dignidad de la persona neutralizando radicalmente la diferencia sexual y por lo tanto el acuerdo del hombre y la mujer no es justa. En vez de combatir las interpretaciones negativas de la diferencia sexual, que mortifican su valencia irreductible para la dignidad humana, se quiere cancelar, de hecho, esta diferencia, proponiendo técnicas y prácticas que hacen que sea irrelevante para el desarrollo de la persona y de las relaciones humanas. Pero la utopía de lo «neutro» elimina, al mismo tiempo, tanto la dignidad humana de la constitución sexualmente diferente como la cualidad personal de la transmisión generativa de la vida. La manipulación biológica y psíquica de la diferencia sexual, que la tecnología biomédica deja entrever como plenamente disponible para la elección de la libertad –¡mientras no lo es!– corre el riesgo de desmantelar así la fuente de energía que nutre la alianza del hombre y la mujer y la hace creativa y fecunda.
El misterioso vínculo de la creación del mundo con la generación del Hijo, que se revela en el hacerse hombre del Hijo en el seno de María –Madre de Jesús, Madre de Dios– por amor nuestro, no acabará nunca de sorprendernos y conmovernos. Esta revelación ilumina definitivamente el misterio del ser y el sentido de la vida. La imagen de la generación irradia desde aquí una profunda sabiduría sobre la vida. Ya que se recibe como un don, la vida se exalta en el don: generarla nos regenera, gastarla nos enriquece.
Es necesario responder al desafío planteado por la intimidación ejercida contra la generación de la vida humana, como si fuera la mortificación de la mujer y una amenaza para el bienestar colectivo.
La alianza generativa del hombre y la mujer es una garantía para el humanismo planetario de los hombres y de las mujeres, no un obstáculo. Nuestra historia no será renovada si rechazamos esta verdad.
4. La pasión por acompañar y cuidar la vida, a lo largo de todo el arco de su historia individual y social, requiere la rehabilitación de un ethos de la compasión o de la ternura para la generación y regeneración del ser humano en su diferencia.
Se trata, ante todo, de reencontrar sensibilidad para las diferentes edades de la vida, especialmente las de los niños y los ancianos. Todo lo que hay en ellas de delicado y frágil, de vulnerable y corruptible, no es una cuestión que respecte solamente a la medicina y al bienestar. Están en juego partes del alma y de la sensibilidad humana que piden ser escuchadas y reconocidas, custodiadas y apreciadas, tanto por los individuos como por la comunidad. Una sociedad en la que todo esto pueda solamente ser comprado y vendido, regulado burocráticamente y técnicamente predispuesto, es una sociedad que ya ha perdido el sentido de la vida. No se lo transmitirá a los hijos pequeños, no lo reconocerá en los padres ancianos. Es por eso que, casi sin darnos cuenta, estamos construyendo ciudades cada vez más hostiles para los niños y comunidades cada vez más inhóspitas para los ancianos, con paredes sin puertas ni ventanas: deberían proteger, en realidad sofocan.
El testimonio de la fe en la misericordia de Dios, que afina y hace justicia, es una condición esencial para la circulación de la verdadera compasión entre las diversas generaciones. Sin ella, la cultura secular de la ciudad no tiene ninguna posibilidad de resistir a la anestesia y al envilecimiento del humanismo.
Es este nuevo horizonte donde veo colocarse la misión de la renovada Academia Pontificia para la Vida. Entiendo que es difícil, pero también entusiasma. Estoy seguro de que no faltan hombres y mujeres de buena voluntad, así como académicos y estudiosos de orientación diferente en la religión y diferente visión antropológica y ética del mundo, que comparten la necesidad de aportar una sabiduría más auténtica de la vida a la atención de pueblos, en vista del bien común. Se puede y se debe establecer un diálogo abierto y fecundo con los muchos interesados en la búsqueda de razones válidas para la vida humana.
El Papa, y toda la Iglesia, os están agradecidos por el compromiso que os disponéis a cumplir. El acompañamiento responsable a la vida humana, desde su concepción y durante todo su curso hasta el fin natural, es trabajo de discernimiento e inteligencia de amor para hombres y mujeres libres y apasionados, y para pastores no mercenarios. Dios bendiga vuestro propósito de sostenerlos con la ciencia y la conciencia de las que sois capaces. Gracias, y no os olvidéis de rezar por mí.