Gran Canciller, Rectora Magnífica, queridos profesores y alumnos, hermanos y hermanas:
Ante la imposibilidad para mí de visitar la sede central de vuestra Universidad, durante mi peregrinación al Santuario de Fátima en mayo pasado, decidisteis que una distinguida representación del Ateneo viniera a visitarme a la Sede de Pedro. Con alegría os acojo y os saludo con afecto. Agradezco a mi hermano el Cardenal Manuel Clemente el saludo que me ha dirigido, presentándome las esperanzas y luchas de todos los que hoy –igual que otros en el pasado– aman, hacen y forman esta comunidad universitaria. Me congratulo con la Iglesia en Portugal que la quiso, la promueve y la apoya, y que puede contar así con una lectura en profundidad de los tiempos que corren y sobre todo con la formación superior de los guías del Pueblo de Dios y de los líderes que la sociedad necesita. Se cumplen ahora los cincuenta años de su servicio al crecimiento de la persona y de la comunidad humana: para la primera, una obra de construcción en tiempos relativamente breves, para la segunda en cambio, una obra sin fin. ¡Larga vida, pues, a la Universidad Católica Portuguesa!
1. Por naturaleza y misión sois universidad, es decir, abrazáis el universo del saber en su significado humano y divino, para garantizar aquella mirada de universalidad sin la cual la razón, resignada con modelos parciales, renuncia a su aspiración más alta: la búsqueda de la verdad. A la vista de la grandeza de su saber y de su poder, la razón cede ante la presión de los intereses y la atracción de la utilidad, acabando por reconocerla como su último criterio.
Pero cuando el ser humano se entrega a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las necesidades inmediatas, del egoísmo, entonces su libertad se enferma. «En este sentido, [aquel] está desnudo y expuesto frente a su propio poder, que sigue creciendo, sin tener los elementos para controlarlo. Puede disponer de mecanismos superficiales, pero podemos sostener que carece de una ética sólida, una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y lo contengan en una lúcida abnegación» (Enc. Laudato si’, 105). En efecto, la verdad significa más que el saber: el conocimiento de la verdad tiene como finalidad el conocimiento del bien. La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera.
Es justo que nos interroguemos: ¿Cómo ayudamos a nuestros alumnos a no mirar un grado universitario como sinónimo de mayor posición, sinónimo de más dinero o mayor prestigio social? No son sinónimos. ¿Ayudamos a ver esta preparación como signo de una mayor responsabilidad ante los problemas de hoy, ante la necesidad del más pobre, ante el cuidado del medio ambiente? No basta hacer análisis, descripciones de la realidad; es necesario generar espacios de verdadera investigación, debates que generen alternativas para los problemas de hoy. Qué importante es concretar.
2. Por designio y gracia de Dios, sois universidad católica, una característica que en nada lesiona a la universidad, más bien al contrario, la valoriza al máximo; porque si la misión fundamental de toda universidad es «la constante búsqueda de la verdad mediante la investigación, la conservación y la comunicación del saber para el bien de la sociedad» (Juan Pablo II, Cons. ap. Ex corde Ecclesiae, 30), una institución académica católica se distingue por la inspiración cristiana de sus miembros y de sus propias comunidades, ayudándoles a incluir la dimensión moral, espiritual y religiosa en su investigación y a valorar las conquistas de la ciencia y la técnica en la perspectiva de la totalidad de la persona humana. Como afirma Juan Pablo II, «las ciencias humanas, no obstante todos los conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores decisivos de las normas morales» (Enc. Veritatis Splendor, 112). A esto me refería al hablar de razón equivocada cuando establece como su último criterio la presión de los intereses y la atracción de lo útil. «El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre y sobre su camino moral y, de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores, y les anuncia la misericordia divina […], les recuerda la alegría del perdón, sólo el cual da la fuerza para reconocer una verdad liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino de vida» (ibíd., 112).
Podría objetarse que una docencia universitaria de ese tipo saca sus conclusiones de la fe y, por tanto, no puede pretender que quienes no comparten esta fe acepten la validez de las mismas. Pero, si bien es cierto que no comparten la fe, sí que pueden reconocer la razón ética que les viene propuesta. Detrás del docente católico se encuentra una comunidad creyente, en la que, durante los siglos de su existencia, maduró una determinada sabiduría de la vida; una comunidad que guarda en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia ética, que se revela importante para toda la humanidad. En este sentido, el docente habla no tanto como representante de una creencia, sino, sobre todo, como testigo de la validez de una razón ética.
3. Y por fisonomía y presencia, sois universidad portuguesa. Esto constituye otro signo de esperanza que la Iglesia ofrece al país, puesto que pone a disposición de la nación una institución cultural que, teniendo como objetivo el perfeccionamiento cristiano del hombre, es llamada precisamente a servir la causa misma del hombre, en la certeza de que –como enseña el Concilio Vaticano II– «el que sigue a Cristo, hombre perfecto, también se hace él mismo más hombre» (Gaudium et spes, 41).
Antes he aludido a la necesidad de descender a lo concreto; quería recordar aquí el principio de encarnarse en la piel de nuestro pueblo. Sus preguntas nos cuestionan; sus batallas, sueños y preocupaciones tienen un valor hermenéutico que no podemos ignorar, si queremos verdaderamente seguir el principio de la encarnación. Nuestro Dios escogió este camino: se encarnó en este mundo, marcado por conflictos, injusticias y violencias, lleno de esperanzas y sueños. No tenemos otro lugar donde encontrarlo si no es en nuestro mundo concreto, en vuestro Portugal concreto, en vuestras ciudades y aldeas, en vuestro pueblo. Allí está Dios salvando.
«En Portugal, se conservará siempre el dogma de la fe» (Memorias de la Hermana Lucía, IV, nº 5). Esta es una promesa del Cielo dejada en Fátima hace cien años, tan consoladora como comprometida, pues sabemos que Dios creó solo al hombre, pero no quiso salvarlo solo; espera nuestra colaboración. También la colaboración de la Universidad Católica Portuguesa, nacida hace cincuenta años, un tiempo vivido bajo el signo de la consagración de la comunidad académica al Inmaculado Corazón de María. Me ha hecho mucho bien al alma, cuando estuve en su Santuario, poder unirme a la oración del buen pueblo portugués y de otras partes. Como entonces os dije, fui allí a «venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan» (Homilía, 13.V.17).
Con esta certeza, que se transforma en deseo de bien para toda la familia que compone vuestra institución académica: dirigentes, docentes, estudiantes, personal administrativo y bienhechores, renuevo mis felicitaciones por la fecha jubilar y bendigo a todos, en sus trabajos e iniciativas. Os acompaño con mis oraciones y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.