Viaje apostólico a Myanmar y Bangladés (26.XI-2.XII.17)
Queridos hermanos y hermanas:
Gracias al arzobispo Mosés Costa por su introducción y gracias por las intervenciones de ustedes. Acá les he preparado un discurso de ocho páginas.
¡Pero nosotros vinimos aquí a escuchar al Papa, no a aburrirnos!
Por eso, para no aburrirnos, le voy a dar este discurso al señor Cardenal. Él lo va a hacer traducir al bengalí y yo les voy a decir lo que se me ocurre ahora.
No sé si será mejor o peor, pero les aseguro que va a ser menos aburrido. Cuando iba entrando y saludándolos a ustedes, me vino una imagen del profeta Isaías. Precisamente, la primera lectura que leeremos el próximo martes. En aquellos días surgirá un pequeño brote de la Casa de Israel. Ese brote crecerá, crecerá, y llenará con el Espíritu de Dios: Espíritu de sabiduría, de inteligencia, de ciencia, de piedad, de temor de Dios. Isaías, de alguna manera, describe ahí lo pequeño y lo grande de la vida de fe. De la vida de servicio a Dios. Y, hablando de vida de fe y servicio a Dios, les incluye a ustedes porque son hombres y mujeres de fe. Y que sirven a Dios.
Empecemos por el brote. Sí, brota lo que está adentro, lo que está dentro de la tierra. Y esa es la semilla. La semilla no es ni tuya, ni tuya, ni mía. La semilla la siembra Dios y es Dios el que da el crecimiento. Yo soy el brote, cada uno de nosotros puede decir. Sí, pero no por mérito tuyo, sino de la semilla que te hace crecer.
¿Y yo qué tengo que hacer? Regarla. Regarla. Para que eso crezca y llegue a esa plenitud del espíritu. Es lo que ustedes tienen que dar como testimonio. ¿Cómo se puede regar esta semilla? Cuidándola. ¡Cuidando la semilla y cuidando el brote que empieza a crecer! Cuidar la vocación que hemos recibido. Como se cuida a un niño, como se cuida a un enfermo, como se cuida a un anciano. La vocación se cuida con ternura humana. Si en nuestras comunidades, si en nuestros presbiterios falta esa dimensión de ternura humana, el brote queda chiquito, no crece, y quizá se seque. Cuidar con ternura. Porque cada hermano del presbiterio, cada hermano de la Conferencia Episcopal, cada hermano o hermana de mi comunidad religiosa, cada hermano seminarista, es una semilla de Dios. Y Dios la mira con ternura de padre. Es verdad que de noche viene el enemigo y tira otras semillas. Y se corre el riesgo de que la buena semilla quede ahogada por la mala semilla.
Qué fea que es la cizaña en los presbiterios… qué fea es la cizaña en las conferencias episcopales… qué fea es la cizaña en las comunidades religiosas y en los seminarios. Cuidar el brote, el brote de la buena semilla, e ir viendo cómo crece. E ir viendo cómo se distingue de la mala semilla y de la mala yerba. Uno de ustedes –creo que fue Marcel– dijo: «Ir discerniendo cada día para ver cómo crece mi vocación». Cuidar es discernir. Y darse cuenta de que la planta que crece, si va por este lado y la veo todos los días, crece bien. Si va por este otro lado y la descuido, crece mal. Y darme cuenta cuándo está creciendo mal o cuándo hay compañías o amigos o personas o situaciones que amenazan el crecimiento. Discernir… y solamente se discierne cuando uno tiene un corazón orante. Orar. Cuidar es orar. Es pedirle a quien plantó la semilla que me enseñe a regarla. Y si yo estoy en crisis, o me quedo dormido, que la riegue un tiempito por mí.
Orar es pedirle al Señor que nos cuide. Que nos dé la ternura que nosotros tenemos que dar a los demás. Esta es la primera idea que les quería dar. La idea de cuidar esa semilla para que el brote crezca hasta la plenitud de la sabiduría de Dios. Cuidarla con la atención, cuidarla con la oración, cuidarla con el discernimiento. Cuidarla con ternura. Porque así nos cuida Dios: con ternura de padre.
La segunda idea que me viene es que en este jardín del Reino de Dios no hay solamente un brote. Hay miles y miles de brotes; todos nosotros somos brotes. Y no es fácil hacer comunidad. No es fácil. Siempre las pasiones humanas, los defectos, las limitaciones, amenazan la vida comunitaria. Amenazan la paz. La comunidad de la vida consagrada, la comunidad del seminario, la comunidad del presbiterio y la comunidad de la Conferencia Episcopal tienen que saber defenderse de todo tipo de división. Nosotros ayer agradecimos a Dios por el ejemplo que da Bangladesh en el diálogo interreligioso. Y citamos… uno de los que habló citó una frase del cardenal Tauran, cuando dijo que Bangladesh es el mejor ejemplo de armonía en el diálogo interreligioso. [APLAUSO] El aplauso es para el cardenal Tauran. Si ayer dijimos esto del diálogo interreligioso, ¿vamos a hacer lo contrario en el diálogo dentro de nuestra fe, de nuestra confesión católica, de nuestras comunidades? Ahí también Bangladesh tiene que ser ejemplo de armonía.
Hay muchos enemigos de la armonía. Hay muchos. A mí me gusta mencionar uno, que basta como ejemplo. Quizás alguno me puede criticar porque soy repetitivo, pero para mí es fundamental: el enemigo de la armonía en una comunidad religiosa, en un presbiterio, en un episcopado, en un seminario, es el espíritu del chisme.
Y esto no es novedad mía. Hace dos mil años lo dijo un tal Santiago en una carta que escribió a la Iglesia. La lengua, hermanos y hermanas, la lengua. Lo que destruye una comunidad es el hablar mal de otros. El subrayar los defectos de los demás. Pero no decírselo a él, decírselo a otros, y así crear un ambiente de desconfianza, un ambiente de recelo, un ambiente en el que no hay paz y hay división. Hay una cosa que me gusta decirla como imagen de lo que es el espíritu del chisme: es terrorismo. Terrorismo.
Porque el que va a hablar mal de otro no lo dice públicamente. El que es terrorista no dice públicamente «soy terrorista». El que va a hablar mal de otro va a escondidas, habla con uno, tira la bomba y se va. Y la bomba destruye. Él se va lo más tranquilo, lo más tranquila, a tirar otra bomba. Querida hermana, querido hermano, cuando tengas ganas de hablar mal de otro muérdete la lengua. Lo más probable es que se te hinche, pero no harás daño a tu hermano o a tu hermana.
El espíritu de división. Cuántas veces en las cartas de san Pablo leemos el dolor que tenía san Pablo cuando en la Iglesia entraba ese espíritu. Claro, ustedes me pueden preguntar: «Padre, pero si yo veo un defecto en un hermano, en una hermana, y lo quiero corregir, o quiero decirle, y no puedo tirar la bomba, ¿qué hago?». Puedes hacer dos cosas, no te las olvides nunca: primera, si es posible –porque no siempre es posible– decírselo a la persona. Cara a cara. Jesús nos da ese consejo. Es verdad que alguno de ustedes me puede decir: «No, que no se puede, padre, porque es una persona complicada». Como vos, complicado. Está bien. Puede ser que no convenga por prudencia. Segundo principio: si no puedes decírselo a él, díselo a quien pueda poner remedio. Y a ninguno más. O lo decís de frente, o se lo decís a quien puede poner remedio, ¡pero en privado! Con caridad. Cuántas comunidades –no hablo de oídas… hablo de lo que vi–, cuántas comunidades he visto destruirse por el espíritu del chisme. Por favor, muérdanse la lengua a tiempo.
Y lo tercero que quisiera mencionar, por lo menos no es tan aburrido. Después, lo aburrido lo van a tener ahí en el texto. Es procurar tener –pedir y tener– espíritu de alegría. Sin alegría no se puede servir a Dios. Yo le pregunto a cada uno de ustedes, pero se lo contestan adentro, no en voz alta: «¿Qué tal tu alegría?». Les aseguro que da mucha pena cuando uno encuentra sacerdotes, consagrados, consagradas, seminaristas, obispos, amargados. Con una cara triste, que a uno le da ganas de preguntarle: «¿Cómo fue tu desayuno hoy? ¿Qué tomaste, vinagre?». Cara de vinagre. O esa amargura del corazón, cuando viene la semilla mala y dice: ¡ah, mira! A este lo hicieron superior, a esta la hicieron superiora, a este lo hicieron obispo, y a mí me dejan de lado. Ahí no hay alegría. Santa Teresa, la grande, santa Teresa tiene –es una maldición– una frase que es una maldición. Se la dice a sus monjas: ay de la monja que dice hiciéronme sinrazón (injusticia). Usa una palabra castellana: sinrazón. O sea, me hicieron algo que no es razonable. Cuando ella, decía, encontraba monjas que estaban lamentándose porque no me dieron lo que me debían dar, o no me ascendieron, o no me hicieron priora… por mal camino va. Alegría. Alegría aún en los momentos difíciles. Esa alegría que si no puede ser risa, porque es mucho dolor, es paz. Me viene una escena de la otra Teresa, la chica. Teresa del Niño Jesús. Ella tenía que acompañar todas las noches al refectorio a una monja vieja inaguantable, de mal genio, muy enferma, pobrecita, que se quejaba de todo. Y que si la tocaba de acá, «no, que me duele»; que si la tocaba de allá, lo mismo… y así la tenía que acompañar al refectorio. Una noche, mientras la acompañaba por el claustro, sintió de un palacio vecino la música de una fiesta. La música de gente que se divertía bien, gente buena, como ella lo había hecho y lo había visto hacer a sus hermanas, y se imaginó a la gente que bailaba, y ella dijo: «Mi gran alegría es esta, no la cambio por otra». Aun en los momentos de problemas, de dificultad en la comunidad, tener que tolerar a veces a un superior o una superiora un poquito rara. Aún en esos momentos, decir: «Contento, Señor, contento». Como decía san Alberto Hurtado.
La alegría del corazón. Les aseguro que a mí me da mucha ternura cuando me encuentro con sacerdotes, obispos o monjas ancianos que han vivido con plenitud la vida. Los ojos son indescriptibles. Están llenos de alegría y de paz. Los que no vivieron así la vida, Dios es bueno, Dios los cuida, pero les falta ese brillo en los ojos que tienen los que fueron alegres en la vida. Traten de buscar –sobre todo se ve más en las mujeres–, traten de buscar en las monjas viejas, esas monjitas que toda su vida estuvieron sirviendo, con mucha alegría y paz, tienen unos ojos pícaros, brillantes. Porque tienen la sabiduría del Espíritu Santo. El pequeño brote, en esos viejos y esas viejas, se hizo la plenitud de los siete dones del Espíritu Santo. Acuérdense de esto el martes, cuando escuchen la lectura en la Misa. Y pregúntense a sí mismos: ¿Cuido el brote? ¿Riego el brote? ¿Cuido el brote en los demás? ¿Tengo miedo de ser terrorista y, por lo tanto, no hablo nunca mal de los demás y me abro al don de la alegría? A todos ustedes les deseo que, cuando –como el buen vino– la vida los madure hacia el final, los ojos brillen de picardía, de alegría y de plenitud del Espíritu Santo. Recen por mí, como yo rezo por ustedes.
Queridos hermanos y hermanas:
Estoy muy contento de estar con vosotros. Agradezco al Arzobispo Moses [Costa] el saludo afectuoso que me ha dirigido en nombre de todos. Doy las gracias especialmente a quienes han ofrecido su testimonio, compartiendo con nosotros su amor a Dios. Expreso también mi gratitud al Padre Mintu [Palma] por haber compuesto la oración que en unos momentos recitaremos a la Virgen. Como Sucesor de Pedro es mi deber confirmaros en la fe. Pero quisiera que sepáis que hoy, a través de vuestras palabras y vuestra presencia, también vosotros me confirmáis a mí en la fe y me dais una gran alegría.
La Comunidad católica en Bangladesh es pequeña. Pero sois como el grano de mostaza que Dios hace germinar a su tiempo. Me alegro de ver cómo este grano está creciendo y de ser testigo directo de la profunda fe que Dios os ha dado (cf. Mt 13, 31-32). Pienso en los misioneros y fieles solícitos que han plantado y cuidado este grano de fe durante casi cinco siglos. En breve visitaré el cementerio y rezaré por estos hombres y mujeres que con tanta generosidad han servido a esta Iglesia local. Volviendo la mirada a vosotros, veo misioneros que continúan esta santa obra. Veo también muchas vocaciones nacidas en esta tierra; son un signo de las gracias con las que el Señor la está bendiciendo. Estoy particularmente contento por la presencia entre nosotros de las monjas de clausura, y por sus oraciones.
Es bueno que nuestro encuentro tenga lugar en esta antigua iglesia del Santo Rosario. El Rosario es una magnífica meditación sobre los misterios de la fe que son la savia vital de la Iglesia, una oración que forja la vida espiritual y el servicio apostólico. Tanto si somos sacerdotes, religiosos, consagrados, seminaristas o novicios, la oración del Rosario nos estimula a dar nuestra vida totalmente a Cristo, en unión con María. Nos invita a participar en la disponibilidad de María hacia Dios en el momento de la anunciación, en la compasión de Cristo por toda la humanidad cuando está clavado en la cruz y en la alegría de la Iglesia cuando recibe del Señor resucitado el don del Espíritu Santo.
La disponibilidad de María. ¿Ha existido en la historia una persona más disponible que María, como vemos en la anunciación? Dios la preparó para aquel momento y ella respondió con amor y confianza. Así también el Señor nos ha preparado a cada uno de nosotros y nos ha llamado por nuestro nombre. Responder a esa llamada es un proceso que dura toda la vida. Cada día estamos llamados a aprender a ser más disponibles al Señor en la oración, meditando sus palabras y buscando discernir su voluntad. Sé que el trabajo pastoral y el apostolado demandan mucho de vosotros, y que vuestras jornadas frecuentemente son largas y os dejan cansados. Pero no podemos llevar el nombre de Cristo o participar en su misión sin ser sobre todo hombres y mujeres enraizados en el amor, encendidos por el amor, a través del encuentro personal con Jesús en la Eucaristía y en la Sagrada Escritura. Padre Abel, tú nos has recordado esto cuando has hablado de la importancia de fomentar una relación íntima con Jesús, porque allí experimentamos su misericordia y obtenemos una energía renovada para servir a los demás.
La disponibilidad por el Señor nos permite ver el mundo a través de sus ojos y ser así más sensibles a las necesidades de aquellos a los que servimos. Comenzamos a comprender sus esperanzas y sus alegrías, sus miedos y sus dificultades, vemos más claramente los muchos talentos, carismas y dones que aportan para edificar la Iglesia en la fe y en la santidad. Hermano Lawrence, cuando hablabas de tu eremitorio, nos has ayudado a comprender la importancia de preocuparnos de las personas para saciar su sed espiritual. Que todos vosotros podáis ser, con la gran variedad de vuestros apostolados, una fuente de descanso espiritual y de inspiración para aquellos a los que servís, para que sean capaces de compartir cada vez más sus dones, haciendo así posible que avance la misión de la Iglesia.
La compasión de Cristo. El Rosario nos introduce en la meditación de la pasión y muerte de Jesús. Entrando más profundamente en estos misterios de dolor, llegamos a conocer su fuerza salvífica y somos confirmados en la llamada a participar en ellos con nuestras vidas, con la compasión y el don de sí. El sacerdocio y la vida religiosa no son carreras. No son vehículos para avanzar. Son un servicio, una participación en el amor de Cristo que se sacrifica por su grey. Conformándonos cada día con aquel que amamos, llegamos a apreciar el hecho de que nuestras vidas no nos pertenecen. No somos más nosotros que vivimos, sino Cristo que vive en nosotros (cf. Ga 2, 20).
Encarnamos esta compasión cuando acompañamos a las personas, especialmente a quienes pasan por momentos de sufrimiento y de prueba, y les ayudamos a encontrar a Jesús. Padre Franco, gracias por haber puesto de relieve este aspecto: cada uno de nosotros está llamado a ser un misionero, llevando el amor misericordioso de Cristo a todos, de modo especial a cuantos se encuentran en las periferias de nuestra sociedad. Estoy agradecido particularmente porque de diversas maneras muchos de vosotros estáis comprometidos en distintas áreas de promoción social, sanidad y educación, sirviendo en sus necesidades a vuestras comunidades locales y a tantos inmigrantes y refugiados que llegan al país. Vuestro servicio a la comunidad humana más amplia, en particular hacia quienes se encuentran en mayor necesidad, es muy importante para edificar una cultura del encuentro y la solidaridad.
La alegría de la Iglesia. Por último, el Rosario nos llena de alegría por el triunfo de Cristo sobre la muerte, su ascensión a la derecha del Padre y la efusión del Espíritu Santo sobre el mundo. Todo nuestro ministerio está dirigido a proclamar la alegría del Evangelio. En la vida y en el apostolado, somos todos bien conscientes de los problemas del mundo y de los sufrimientos de la humanidad, pero no perdemos nunca la confianza en el amor de Cristo que con su fuerza prevalece sobre el mal y sobre el Príncipe de la mentira, que busca engañarnos. Nunca os dejéis desanimar por vuestras deficiencias o por los desafíos del ministerio. Si permanecéis disponibles al Señor en la oración y perseveráis ofreciendo la compasión de Cristo a vuestros hermanos y hermanas, entonces el Señor colmará vuestros corazones de la reconfortante alegría de su Espíritu Santo.
Hermana Mary Chandra, has compartido con nosotros el gozo que brota de tu vocación religiosa y del carisma de tu Congregación. Marcelius, también tú nos has hablado del amor que tú y tus compañeros de seminario tenéis por la vocación al sacerdocio. Ambos nos habéis recordado que todos estamos llamados a renovar y a profundizar cada día nuestra alegría en el Señor, esforzándonos por imitarlo cada vez más plenamente. Al principio nos puede parecer arduo, sin embargo colma nuestros corazones de alegría espiritual. Porque cada día se convierte en una oportunidad para recomenzar, para responder nuevamente al Señor. No os desaniméis nunca, porque la paciencia del Señor es para nuestra salvación (cf. 2P 3, 15). ¡Alegraos siempre en el Señor!
Queridos hermanos y hermanas, os agradezco vuestra fidelidad en el servicio a Cristo y su Iglesia a través del don de vuestra vida. Os aseguro a todos vosotros mi oración y os la pido por mí. Dirijámonos ahora a María Santísima, Reina del Santo Rosario, pidiéndole que nos alcance la gracia de crecer en santidad y de ser siempre testigos alegres de la fuerza del Evangelio, para llevar a nuestro mundo sanación, reconciliación y paz.