Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me complace encontraros y, antes que nada, quisiera expresar mi reconocimiento y mi estima por el trabajo tan valioso que desarrolláis hacia tantas personas y por el bien de toda la sociedad. Gracias, ¡muchas gracias!
Dirijo mi cordial saludo a la presidenta y a toda la Federación Nacional de profesiones de enfermería, representada por vosotros hoy. Aun proviniendo de una larga tradición asociativa, se puede decir que tal federación es «neonata» y está cumpliendo ahora sus primeros pasos. Su constitución, confirmada desde hace algunos días por el Parlamento italiano, destaca mejor el valor de las profesiones de enfermería y garantiza una mayor valorización de vuestra profesionalidad. Con casi 450 inscritos, formáis el orden profesional italiano más grande y representáis una referencia también para otras categorías de profesionales. El camino común que cumplís os permite no solo tener una sola voz y una mayor fuerza contractual, sino sobre todo, compartir valores e intenciones que están en la base de vuestra obra.
Es realmente insustituible el papel de los enfermeros en la asistencia al enfermo. Como ningún otro, el enfermero tiene una relación directa y continua con los pacientes, les cuida cotidianamente, escucha sus necesidades y entra en contacto con su mismo cuerpo, que se ocupa de ellos. Es peculiar el acercamiento al cuidado que realizáis con vuestra acción, haciéndoos cargo integralmente de las necesidades de las personas, con esa típica premura que los pacientes os reconocen y que representa una parte fundamental en el proceso de curación y sanación.
El código deontológico internacional de enfermería, en el que se inspira también el italiano, individua cuatro tareas fundamentales de vuestra profesión: «promover la salud, prevenir la enfermedad, restablecer la salud y aliviar el sufrimiento» (Introducción). Se trata de funciones complejas y múltiples, que afectan a todas las áreas de las curas, y que se llevan a cabo en colaboración con otros profesionales del sector. El carácter tanto curativo como preventivo, de rehabilitación y paliativo de vuestra acción requiere de vosotros un alto nivel de profesionalidad, lo que requiere especialización y actualización, debido a la evolución constante de la tecnología y de las curas.
Esta profesionalidad, sin embargo, no solo se manifiesta en el ámbito técnico, sino también, y quizás aún más, en la esfera de las relaciones humanas. Al estar en contacto con los médicos y familiares, así como con los enfermos, os convertís, en los hospitales, en las clínicas y en los hogares, en el cruce de caminos de miles de relaciones que requieren atención, experiencia y consuelo. Y es precisamente en esta síntesis de habilidades técnicas y sensibilidad humana donde se manifiesta plenamente el valor y la valía de vuestro trabajo.
Al cuidar a mujeres y hombres, niños y ancianos, en todas las etapas de su vida, desde el nacimiento hasta la muerte, participáis en una escucha continua, encaminada a comprender cuáles son las necesidades de ese enfermo, en la etapa que está atravesando. De hecho, frente a la singularidad de cada situación, nunca es suficiente seguir una fórmula, sino que se requiere un continuo –¡y fatigoso!– esfuerzo de discernimiento y atención a cada persona . Todo esto hace de vuestra profesión una misión verdadera y propia, y de vosotros «expertos en humanidad», llamados a realizar una tarea irreemplazable de humanización en una sociedad distraída, que demasiado a menudo deja en sus márgenes a las personas más débiles, y se interesa solamente de los que «valen» o cumplen con los criterios de eficiencia o de ganancia. Que la sensibilidad que adquirís estando día a día en contacto con los pacientes haga de vosotros promotores de la vida y la dignidad de las personas. Sed capaces de reconocer los límites correctos de la técnica, que nunca pueden convertirse en un absoluto y relegar la dignidad humana a un segundo plano. Prestad atención al deseo, que a veces no se expresa, de espiritualidad y asistencia religiosa, que representa para muchos pacientes un elemento esencial de sentido y de serenidad de la vida, aún más urgente en la fragilidad debida a la enfermedad.
Para la Iglesia, los enfermos son personas en las que de modo especial está presente Jesús, que se identifica en ellos cuando dice: «estaba enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36). en todo su ministerio, Jesús estuvo cerca de los enfermos, se acercó a ellos con amor y a muchos los sanó. Al encontrarse con el leproso que le pide que le cure, extiende su mano y la toca (cf. Mt 8, 2-3). No se nos debe escapar la importancia de este simple gesto: la ley mosaica prohibía tocar a los leprosos y les prohibía a ellos acercarse a los lugares habitados. Pero Jesús va al corazón de la ley, que encuentra su compendio en el amor del prójimo y tocando al leproso reduce la distancia con él, para que ya no esté separado de la comunidad de los hombres y perciba, a través de un simple gesto, la cercanía de Dios mismo. Así, la sanación que Jesús le da no es solo física, sino que alcanza el corazón porque el leproso no solo ha sido sanado sino que se ha sentido también amado. No os olvidéis de la «medicina de las caricias»: ¡es muy importante! Una caricia, una sonrisa, está llena de significado para el enfermo. Es simple el gesto, pero lo lleva arriba, se siente acompañado, siente cercana la sanación, se siente persona, no un número. No lo olvidéis.
Estando con los enfermos y ejerciendo vuestra profesión, vosotros mismos tocáis a los enfermos y, más que cualquier otro, cuidáis de su cuerpo. Cuando lo hagáis acordaos de cómo Jesús tocó al leproso: de una manera que no fue distraída, indiferente o molesta, sino atenta y amorosa, que le hizo sentirse respetado y cuidado. Haciéndolo así, el contacto que se establece con los pacientes les da como una reverberación de la cercanía de Dios Padre, de su ternura por cada uno de sus hijos. Precisamente la ternura: la ternura es la «clave» para entender a los enfermos. Con la dureza no se entiende al enfermo. La ternura es la clave para entenderlos y también es una medicina preciosa para su curación. Y la ternura pasa del corazón a las manos, pasa por un «tocar» las heridas lleno de respeto y amor.
Hace años, un religioso me confió que la frase más conmovedora que le habían dirigido en la vida fue una de un enfermo, al que había asistido en la fase terminal de su enfermedad. «Le agradezco, padre –le había dicho– porque usted siempre me ha hablado de Dios, aunque sin nombrarlo nunca»: esto hace la ternura. He aquí la grandeza del amor que dirigimos a los demás, que lleva escondido en sí, incluso si no lo pensamos, el amor mismo de Dios.
Nunca os canséis de estar cerca de las personas con este estilo humano y fraternal, encontrando siempre la motivación y el impulso para llevar a cabo vuestra tarea. Tened cuidado, sin embargo, de no gastaros casi hasta consumiros, como sucede si se está involucrado en la relación con los pacientes hasta el punto de hacerse absorber, viviendo en primera persona todo lo que les sucede. El vuestro es un trabajo cansado, además de estar expuestos a riesgos e involucrarse excesivamente, junto con la dureza de las tareas y los turnos, podría haceros perder la frescura y la serenidad que necesitáis. ¡Tened cuidado! Otro elemento que hace que desempeñar vuestra profesión sea laborioso y en ocasiones insostenible es la falta de personal, que no ayuda a mejorar los servicios ofrecidos, y que una buena administración no puede considerar en modo alguno como una fuente de ahorro.
Consciente de la exigente tarea que lleváis a cabo, aprovecho esta oportunidad para exhortar a los pacientes a que nunca den por descontado lo que reciben de vosotros. También vosotros, enfermos, prestad atención a la humanidad de los enfermeros que os asisten. Pedid sin exigir; no esperéis solo una sonrisa, sino ofrecedla también a quienes se dedican a vosotros. En este sentido, una anciana me dijo que, cuando va al hospital para las curas que necesita, está tan agradecida a los médicos y a los enfermeros por su trabajo, que trata de ponerse elegante y guapa para devolverles a su vez algo. Que nadie dé por sentado lo que los enfermeros hacen por él o ella, sino que alimente siempre por vosotros el sentido de respeto y gratitud que se os debe. Y con vuestro permiso, me gustaría rendir homenaje a una enfermera que me salvó la vida. Era una monja enfermera: una monja italiana, dominica, a la que mandaron a Grecia como profesora, muy culta… Pero también como enfermera vino después a Argentina. Y cuando yo, con veinte años, estaba a punto de morir, fue ella la que dijo a los médicos, incluso discutiendo con ellos: «No, esto no funciona, hay que darle más». Y gracias a estas cosas, sobreviví. ¡Se lo agradezco tanto! Se lo agradezco. Y quisiera mencionarla aquí, ante vosotros: Sor Cornelia Caraglio. Una mujer buena, valiente, hasta llegar a contradecir a los médicos. Humilde, pero segura de lo que hacía. ¡Y tantas vidas se salvan gracias a vosotros! Porque estáis todo el día allí, y veis lo que le pasa al enfermo. Gracias por todo esto.
Mientras os saludo, expreso mi esperanza de que el Congreso que celebraréis en los próximos días sea una fructífera ocasión para reflexionar, confrontar y compartir. Invoco la bendición de Dios sobre todos vosotros; y vosotros también, por favor, rezad por mí.
Y ahora, en silencio, porque sois de diversas confesiones religiosas, en silencio recemos a Dios, Padre de todos nosotros, para que nos bendiga.
¡El Señor bendiga a todos vosotros y a los enfermos a los que cuidáis!
¡Gracias!