Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me alegra encontrarme en este pueblo, donde Francesco Forgione nació y comenzó su larga y fecunda vida humana y espiritual. En esta comunidad matizó su propia humanidad, aprendió a rezar y reconocer en los pobres la carne del Señor, hasta que creció en el seguimiento de Cristo y pidió ser admitido entre los Frailes Menores Capuchinos, convirtiéndose así en Fray Pío de Pietrelcina. Aquí comenzó a experimentar la maternidad de la Iglesia, de la cual siempre fue un hijo devoto. Amaba a la Iglesia, amaba a la Iglesia con todos sus problemas, con todos sus apuros, con todos nuestros pecados. Porque todos nosotros somos pecadores, nos avergonzamos, pero el Espíritu de Dios nos ha convocado en esta Iglesia que es santa. Y él amaba a la Iglesia santa y a sus hijos pecadores, todos. Este era san Pío. Aquí meditó con intensidad el misterio de Dios que nos amó hasta entregarse por nosotros (cf. Gal, 20). Recordando con estima y afecto a este santo discípulo de San Francisco, os saludo a todos vosotros, paisanos suyos, a vuestro párroco y al alcalde junto con el pastor de la diócesis, Monseñor Felice Accrocca, a la comunidad de los capuchinos y a todos los que han querido estar presentes.
Nos encontramos hoy en el mismo terreno sobre el que el padre Pío se detuvo en septiembre de 1911 para «respirar un poco de aire más sano». En aquel tiempo no había antibióticos y las enfermedades se curaban volviendo al pueblo natal, de la madre, para comer las cosas que sientan bien, respirar bien el aire y rezar. Así hizo él, como un hombre cualquiera, como un campesino. Esa era su nobleza. Nunca renegó de su pueblo, nunca renegó de sus orígenes, nunca renegó de su familia. En aquel tiempo, de hecho, él vivía en su pueblo natal por motivos de salud. Ese no fue, para él, un periodo fácil: estaba fuertemente atormentado en su corazón y temía caer en el pecado, sintiéndose asaltado por el demonio. Y eso no da paz, porque se mueve [se da qué hacer]. Pero ¿vosotros creéis que el demonio existe? ¿No estáis muy convencidos? Diré al obispo que haga unas catequesis… ¿Existe o no el demonio? responden: [«¡Sí!»]. Y va, va a todas partes, se mete dentro de nosotros, nos mueve, nos atormenta, nos engaña. Y él [el Padre Pío] tenía miedo de que el demonio lo asaltara, lo empujase al pecado. Podía hablar con pocas personas, tanto por correspondencia, como en el pueblo: solamente al arcipreste, don Salvatore Pannullo, le manifestó «casi todo» su «intento de tener algunas iluminaciones» (Carta 57, en Epistolario I p. 250) porque no entendía, quería aclarar lo que pasaba en su alma. ¡Era un buen chico!
En aquellos momentos terribles Padre Pío obtuvo linfa vital de la oración constante y de la confianza que supo depositar en el Señor: «Todos los malos fantasmas –así decía– que el demonio me va metiendo en la mente desaparecen cuando me abandono confiado en los brazos de Jesús». ¡Aquí está toda la teología! Tú tienes un problema, estás triste, estás enfermo: abandónate en los brazos de Jesús. Y eso fue lo que hizo él. Amaba a Jesús y se fiaba de Él. Así escribía al Ministro Provincial, aseverando que su corazón se sentía «atraído por una fuerza superior antes de unirse a Él por la mañana en sacramento». «Y esta hambre y esta sed en vez de saciarse» después de recibirlo, «se aumenta[ba] cada vez más» (Carta 31, en Epistolario I, p. 217). El Padre Pío se sumergió después en la oración para adherirse cada vez mejor a los designios divinos. A través de la celebración de la santa misa, que constituía el corazón de cada una de sus jornadas y la plenitud de su espiritualidad, alcanzó un elevado nivel de unión con el Señor. Durante este período, recibió de las alturas dones místicos especiales, que precedieron a la manifestación en su carne de los signos de la Pasión de Cristo.
Estimados hermanos y hermanas de Pietrelcina y de la diócesis de Benevento, vosotros contáis con el Padre Pío entre las figuras más bellas y luminosas de vuestro pueblo. Este humilde fraile capuchino asombró al mundo con su vida completamente entregada a la oración y a la escucha paciente de los hermanos, sobre cuyos sufrimientos derramaba como un bálsamo la caridad de Cristo. Imitando su heroico ejemplo y sus virtudes, también vosotros podéis convertiros en instrumentos del amor de Dios, del amor de Jesús por los más débiles. Al mismo tiempo, considerando su fidelidad incondicional a la Iglesia, daréis testimonio de comunión, porque solo la comunión –es decir, estar siempre unidos, en paz entre nosotros, la comunión entre nosotros– edifica y construye. Un pueblo que discute todos los días no crece, no se construye; asusta a la gente. Es un pueblo enfermo y triste. En cambio, un pueblo donde se busca la paz, donde todos se quieren –más o menos, pero se quieren– donde no se desee el mal a otros, este pueblo, aunque sea pequeño crece, crece, crece, se ensancha y se vuelve fuerte. Por favor, no perdáis tiempo ni fuerzas riñendo entre vosotros. No conduce a ninguna parte. ¡No os hace crecer! ¡No os hace avanzar! Pensemos en un niño que llora, llora, llora y no quiere moverse de la cuna y llora, llora. Y cuando su madre lo pone en el suelo para que empiece a gatear, llora, llora y se vuelve a la cuna. Os pregunto ¿ese niño podrá andar? No, porque está siempre en la cuna. Si un pequeño pueblo pelea, pelea y pelea, ¿podrá crecer? No. Porque todo el tiempo, todas las fuerzas se usan para discutir. Por favor, paz entre vosotros, comunión entre vosotros. Y si a alguno le entran ganas de chismorrear de otro, que se muerda la lengua. Le sentará bien, le sentará bien al alma, porque la lengua se hinchará, pero le sentará bien; también al pueblo. Dad este testimonio de comunión. Espero que este territorio pueda sacar una nueva linfa de las enseñanzas de vida del Padre Pío en un momento no fácil como el presente, mientras la población disminuye progresivamente y envejece porque muchos jóvenes se ven obligados a ir a otros lugares para buscar trabajo. La migración interna de los jóvenes, un problema. Rezad a la Virgen para que os conceda la gracia de que los jóvenes encuentren trabajo aquí, entre vosotros, cerca de la familia y no estén obligados a irse a buscarlo a otra parte y el pueblo se venga abajo, abajo, abajo. La población envejece, pero es un tesoro, ¡los ancianos son un tesoro! Por favor, no marginéis a los ancianos. No hay que marginar a los ancianos, no. Los viejos son la sabiduría. Y que los viejos aprendan a hablar con los jóvenes y los jóvenes aprendan a hablar con los ancianos. Ellos, los ancianos, tienen la sabiduría de un pueblo. Cuando llegué me gustó mucho saludar a uno de 99 años y a una «jovencita» de 97. ¡Hermosísimo! Estos son vuestra sabiduría. Hablad con ellos. ¡Que sean los protagonistas del crecimiento de este pueblo. ¡Que la intercesión de vuestro santo paisano sostenga los propósitos de unir las fuerzas, con el fin de ofrecer sobre todo a las jóvenes generaciones perspectivas concretas para un futuro de esperanza. Que no falte una atención cuidadosa y cargada de ternura –como ya he dicho– hacia los ancianos que son patrimonio de nuestras comunidades. Me gustaría que una vez se diera el Premio Nobel a los ancianos que dan la memoria a la humanidad.
Animo a esta tierra a custodiar como un tesoro precioso el testimonio cristiano y sacerdotal de san Pío de Pietrelcina: que sea para cada uno de vosotros un estímulo a vivir plenamente vuestra existencia, en el estilo de las bienaventuranzas y con las obras de misericordia. Que la Virgen María, a quien veneráis con el título de Virgen de la libertad, os ayude a caminar con alegría por la senda de la santidad. Y, por favor, rezad por mí, porque lo necesito. Gracias.