Queridos amigos de Avvenire:
En vosotros saludo a un laicado que trabaja en un ámbito relevante y arduo como el de la comunicación. Saludo al presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, el cardenal Gualtiero Bassetti, a quien doy las gracias por sus palabras; saludo al secretario general, monseñor Galantino, y monseñor Semeraro, que preside vuestro Consejo de Administración. Estoy contento de compartir este momento con vosotros y de hacerlo en la jornada dedicada a san José obrero. Es fácil afeccionarse con la figura de san José y encomendarse a su intercesión. Pero para convertirse realmente en sus amigos es necesario volver sobre sus pasos, que revelan un reflejo del estilo de Dios.
José es el hombre del silencio. A primera vista, podría incluso parecer la antítesis del comunicador. En realidad, solo apagando el ruido del mundo y nuestros mismos chismorreos es posible la escucha, que permanece como primera condición de toda comunicación. El silencio de José está habitado por la voz de Dios y genera esa obediencia de la fe que lleva a establecer la existencia dejándose guiar por su voluntad.
No por casualidad, José es el hombre que sabe despertarse y levantarse por la noche, sin desanimarse bajo el peso de las dificultades. Sabe caminar en la oscuridad de ciertos momentos en los que no comprende hasta el fondo, fuerte de una llamada que lo pone delante del misterio, del cual acepta dejarse implicar y al cual se entrega sin reservas.
José es, por tanto, el hombre justo, capaz de encomendarse al sueño de Dios llevando adelante las promesas. Es el custodio discreto y atento, que sabe hacerse cargo de las personas y de las situaciones que la vida ha confiado a su responsabilidad. Es el educador que –sin pretender nada para sí– se convierte en padre gracias a su estar, a su capacidad de acompañar, de hacer crecer la vida y transmitir un trabajo. Sabemos lo importante que es esta última dimensión, a la que está unida la fiesta de hoy. Precisamente el trabajo, de hecho, está estrechamente unido a la dignidad de la persona: no al dinero, ni a la visibilidad o al poder, sino al trabajo. Un trabajo que dé forma a cada uno, sea cual sea el rol, de generar ese espíritu empresarial entendido como «actus personae» (cf. Enc. Caritas in veritate, 41), donde la persona y su familia permanecen más importantes que la eficiencia como fin en sí misma.
¡Al fin y al cabo, del taller de Nazaret a la redacción de Avvenire, el paso no es tan grande!
Ciertamente, en vuestra «caja de herramientas» hoy hay instrumentos tecnológicos que han modificado profundamente la profesión, y también la forma misma de sentir y pensar, de vivir y comunicar, de interpretarse y relacionarse. La cultura digital os ha pedido una reorganización del trabajo, junto con una disponibilidad todavía mayor a colaborar entre vosotros y a armonizaros con las demás publicaciones de la Conferencia Episcopal Italiana: la agencia Sir, Tv2000 y el circuito radiofónico InBlu. Análogamente a lo que está sucediendo en el sector de la comunicación de la Santa Sede, la convergencia y la interactividad consentidas por las plataformas digitales deben favorecer sinergias, integración y gestión unitaria. Esta transformación requiere recorridos formativos y actualización, en la conciencia de que el apego al pasado podría revelarse una tentación perniciosa. Auténticos servidores de la tradición son aquellos que, al hacer memoria, saben discernir los signos de los tiempos (cf. Gaudium et spes, 11) y abrir nuevos pasajes de camino.
Todo esto, probablemente, ya forma parte de vuestro compromiso cotidiano dentro de un desarrollo tecnológico que rediseña a nivel global la presencia de los medios, la posesión de la información y de la conciencia. En este escenario, la Iglesia siente que no puede dejar que falte su voz, para ser fiel a la misión de la llamada a anunciar a todos el Evangelio de la misericordia. Los medios de comunicación nos ofrecen potencialidades enormes para contribuir, con vuestro servicio pastoral, a la cultura del encuentro. Para enfocarse en esta misión, entramos un momento juntos en el taller de carpintería; volvemos a la escuela de san José, donde la comunicación está reconducida hacia la verdad, la belleza y el bien común.
Como he tenido ocasión de observar, hoy «la velocidad con la que se suceden las informaciones supera nuestra capacidad de reflexión y de juicio, y no permite una expresión mesurada y correcta» (Mensaje para la 48ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 1.VI.14). También como Iglesia estamos expuestos al impacto y a la influencia de un cultura de la prisa y de la superficialidad: más que la experiencia, cuenta lo que es inmediato, está a mano y puede ser consumido enseguida; más que la comparación y la profundización, se corre el riesgo de exponerse a la pastoral del aplauso, a una nivelación del pensamiento, a una desorientación difundida de opiniones que no se encuentran.
El carpintero de Nazaret nos recuerda la urgencia de reencontrar un sentido de sana lentitud, de calma y de paciencia. Con su silencio nos recuerda que todo ha empezado por la escucha, del trascender de sí mismos para abrirse a la palabra y a la historia del otro.
Para nosotros el silencio implica dos cosas. Por un lado, no perder las raíces culturales, no dejar que se deterioren. El camino para cuidarlo es el de reencontrarnos siempre de nuevo en el Señor Jesús hasta hacer nuestros sus sentimientos de humildad y ternura, de gratuidad y compasión. Por otro lado, una Iglesia que vive de la contemplación del rostro de Cristo no se cansa de reconocerlo en el rostro del hombre. Y por este rostro saber dejarse interpelar, superando miopías, deformaciones y discriminaciones.
El diálogo vence la sospecha y derrota el miedo. El diálogo pone en común, establece relaciones, desarrolla una cultura de la reciprocidad. La Iglesia, mientras se pone como artífice de diálogo, por diálogo resulta purificada y ayudada en la misma comprensión de la fe.
A su vez, queridos amigos de Avvenire, custodiad la herencia de los padres. No os canséis de buscar con humildad la verdad, a partir de la frecuentación habitual de la Buena Noticia del Evangelio. Que sea esta la línea editorial, a la que atar vuestra integridad: la profesión os reclama tales, tan alta es su dignidad. Tendréis, entonces, luz para el discernimiento y palabras verdaderas para recoger la realidad y llamarla por su nombre, evitando reducirla a una caricatura suya.
Dejaos interrogar por lo que sucede. Escuchad, profundizad, debatid. Estad lejos de los rincones ciegos en los que debate quien presume de haber entendido ya todo. Contribuid a superar las contraposiciones estériles y dañinas. Con el testimonio de vuestro trabajo haceos compañeros de camino de quien se desgasta por la justicia y la paz.
José, hombre del silencio y de la escucha, es también el hombre que en la noche no pierde la capacidad de soñar, de fiarse y de encomendarse. El sueño de José es visión, valentía, obediencia que mueve el corazón y las piernas. Este santo es icono de nuestro pueblo santo, que en Dios reconoce la referencia que abraza con sentido unitario toda la vida.
Tal fe implica en la acción y suscita buenas costumbres. Es mirada que acompaña procesos, transforma los problemas en oportunidades, mejora y construye la ciudad del hombre. Deseo que sepáis saber afinar y defender siempre esta mirada; superar la tentación de no ver, de alejar o excluir. Y os animo a no discriminar; a no considerar a nadie como excedente; a no conformaros con lo que todos ven. Que nadie dicte vuestra agenda menos los pobres, los últimos, los que sufren. No agrandéis las filas de los que corren a contar esa parte de realidad que ya está iluminada por los focos del mundo. Partid desde las periferias, conscientes de que no son el final, sino el inicio de la ciudad.
Como advertía Pablo VI, los periódicos católicos no deben «dar cosas que impresionan o que hacen clientela. Nosotros debemos hacer el bien a los que nos escuchan, debemos educarles en pensar, juzgar» (Discurso a los trabajadores de las comunicaciones sociales, 27 de noviembre de 1971). El comunicador católico evade las rigideces que sofocan o aprisionan. No pone «en una jaula al Espíritu Santo», sino que trata de «dejarlo volar, de dejarlo respirar en el alma» (ibíd.). Hace que la realidad nunca ceda el lugar a la apariencia, la belleza a la vulgaridad, la amistad social a la conflictividad. Cultiva y refuerza cada semilla de vida y de bien.
Que las dificultades no os bloqueen: basta volver un momento al clima que hace 50 años envolvió la gestación del proyecto de Avvenire para recordar cuántas perplejidades y resistencias, cuántas desconfianzas y contrariedades trataron de frenar la voluntad de Pablo vi sobre el nacimiento de un periódico católico de carácter nacional.
José, finalmente, es el santo custodio, el hombre de la concreción y de la proximidad. En el fondo, precisamente en esta disponibilidad de cuidar del otro está el secreto de su paternidad, lo que le ha hecho realmente padre. La existencia del esposo de la Virgen es llamada y apoyo a una Iglesia que no acepta la reducción de la fe a la esfera privada e íntima, ni se resigna a un relativismo moral que exime y desorienta.
Que vosotros también podáis expresar una Iglesia que no mira la realidad ni desde fuera ni desde arriba, sino que se cala dentro, se mezcla, la habita y –por el servicio que ofrece– suscita y dilata la esperanza de todos.
Os animo a custodiar el espesor del presente; a rechazar la información de fácil consumo, que no compromete; a reconstruir los contextos y explicar las causas; a acercarse siempre a las personas con gran respeto; a apostar sobre las uniones que constituyen y refuerzan la comunidad. Nada como la misericordia crea cercanía, suscita actitudes de proximidad, favorece el encuentro y promueve una conciencia solidaria. Hacerse portadores es el camino para contribuir a la renovación de la sociedad en el signo del bien común, de la dignidad de cada uno y de la plena ciudadanía.
Hay necesidad de dar voz a los valores encarnados en la memoria colectiva y a las reservas culturales y espirituales del pueblo; contribuir a llevar en el mundo social, político y económico la sensibilidad y las orientaciones de la Doctrina social de la Iglesia, siendo, nosotros los primeros, fieles intérpretes y testigos. No tengáis miedo de estar implicados. Las palabras –las verdaderas– pesan: las sostiene solo quien las encarna en la vida. El testimonio, por otro lado, contribuye a vuestra misma fiabilidad. Un testimonio apasionado y alegre. Es el deseo final que os dirijo, haciendo mías una vez más las palabras del beato Pablo VI: «Es necesario el amor en la causa: si no se ama esta causa haremos poco, nos cansaremos en seguida, veremos las dificultades, veremos también diría los inconvenientes, las polémicas, las deudas […]. Debemos tener un gran amor a la causa, decir que creemos en eso que estamos haciendo y queremos hacer» (ibíd.).
De este amor, os pido, sea parte también vuestra oración por mí. ¡Gracias!