Buenos días a todos:
Pensé que habría sido un discurso de bienvenida… Pero escuchando hablar a Gianluigi he visto que ahí había fuego, había mística. Es algo grande: desde hace tiempo no escuchaba hablar de la familia con tanta pasión. ¡Y se necesita coraje para hacerlo hoy! Se necesita coraje. Y por eso, ¡gracias! Había preparado un discurso, pero después del calor con el que habló él, lo encuentro frío. Lo doy para que él lo distribuya después y luego lo publicaré.
Mientras él hablaba, me vinieron a la mente y al corazón muchas cosas, muchas cosas sobre la familia, cosas que no se dicen, que no se dicen normalmente o, si se dicen, se dicen de forma bien educada, como si fuera un tratado sobre la familia… Él ha hablado de corazón, y todos vosotros queréis hablar así. Tomaré algo de lo que él ha dicho, y a mí también me gustaría hablar de corazón, y decir lo que me salía del corazón cuando él hablaba.
Él ha usado la frase: «mirarse a los ojos». El hombre y la mujer, el esposo y la esposa, se miran a los ojos. Cuento una anécdota. Me gusta saludar a las parejas que celebran sus cincuenta años, sus veinticinco años de matrimonio; también cuando vienen a misa a Santa Marta. Una vez, hubo una pareja que celebraba los sesenta años. Pero eran jóvenes, porque se habían casado ??a los dieciocho años, como en aquella época. En aquella época uno se casaba joven. Hoy, para que se case un hijo… ¡pobres madres! Pero la receta es clara: no les planchéis las camisas, así se casará pronto ¿o no? Me encuentro con esta pareja, y me miran… Dije: «¡Sesenta años! ¿Pero todavía tenéis el mismo amor?». Y ellos, que me miraban, se miraron, luego volvieron a mirarme, y vi que tenían los ojos vidriosos. Y ambos me dijeron: «Estamos enamorados». Nunca lo olvido. «Después de sesenta años, estamos enamorados». El calor de la familia que crece, el amor que no es un amor de novela. Es un amor verdadero. Estar enamorados toda la vida, con tantos problemas que hay… Pero estar enamorados.
Después, otra cosa que pregunto a los cónyuges que cumplen cincuenta o sesenta años: «¿Quién de vosotros ha tenido más paciencia?». Es matemático, la respuesta es: «los dos». ¡Es hermoso! Esto indica una vida juntos, una vida a dos. Esa paciencia de soportarse el uno al otro. Y después, a los jóvenes esposos que me dicen: «Nosotros estamos casados desde hace un mes, dos meses…», la pregunta que hago es: «¿habéis discutido?» Habitualmente dicen: «Sí». «Ah, está bien. Esto es importante. Pero es también importante no terminar el día sin hacer las paces». Por favor, enseñad esto: es normal que se discuta, porque somos personas libres y hay algún problema y debemos aclararlo. Pero no terminéis el día sin hacer las paces. ¿Por qué? Porque la «guerra fría» del día después es muy peligrosa.
Con estas tres anécdotas he querido introducir lo que quisiera deciros. La vida de familia: es un sacrificio, pero un hermoso sacrificio. El amor es como hacer pasta: todos los días. El amor en el matrimonio es un desafío. ¿Cuál es el mayor desafío del hombre? Hacer más mujer a su esposa. Más mujer. Que crezca como mujer. ¿Y cuál es el desafío de la mujer? Hacer que su marido sea más hombre. Y entonces avanzan los dos. Siguen adelante.
Otra cosa que en la vida matrimonial ayuda mucho es la paciencia: saber esperar. Esperar. Hay en la vida situaciones de crisis –crisis fuertes, crisis feas– donde tal vez llegan tiempos incluso de infidelidad. Cuando no se puede resolver el problema en ese momento, es necesaria la paciencia del amor que espera, que espera. Muchas mujeres –porque esto es más de la mujer que del hombre, pero también el hombre a veces lo hace– muchas mujeres en silencio han esperado mirando a otro lado, esperando que el marido volviera a la fidelidad. Y esto es santidad. La santidad que perdona todo, porque ama. Paciencia. Mucha paciencia, el uno por el otro. Si uno está nervioso y grita, no respondáis con otro grito… Estad callados, dejad pasar la tormenta y después, en el momento oportuno, hablad.
Hay tres palabras que son palabras mágicas, pero palabras importantes en el matrimonio. Ante todo, «con permiso»: no ser invasivos con el otro. «¿Puedo?» Ese respeto del uno por el otro. Segunda palabra: «Disculpa». Pedir disculpas es algo que es muy importante, ¡es muy importante! Todos nos equivocamos en la vida, todos. «Discúlpame, he hecho esto…», «Disculpa, me he olvidado…». Y esto ayuda a ir adelante. Ayuda a llevar adelante a la familia, la capacidad de pedir perdón. Es cierto, pedir perdón comporta siempre un poco de vergüenza, ¡pero es una santa vergüenza! «Discúlpame, me he olvidado…» Es algo que ayuda mucho a avanzar. Y la tercera palabra: «Gracias». Tener la grandeza de corazón de agradecer siempre.
Después tú has hablado de Amoris laetitia y has dicho: «Aquí la Amoris laetitia se hace carne». Me gusta oír eso: leed, leed el cuarto capítulo. El cuarto capítulo es el núcleo de Amoris laetitia. Es precisamente la espiritualidad de cada día de la familia. Algunos han reducido Amoris laetitia a una estéril casuística del «se puede, no se puede». ¡No han entendido nada! Después, en Amoris laetitia no se esconden los problemas, los problemas de la preparación al matrimonio. Vosotros ayudáis a los novios a prepararse: es necesario decir las cosas claras, ¿no es cierto? Claras. Una vez una mujer me dijo, en Buenos Aires: «Pero ustedes los curas son listos…» –«¿Por qué? –«Para ser curas estudiáis ocho años, os preparáis durante ocho años. Y, si después de algún año la cosa no funciona, enviáis una hermosa carta a Roma; y en Roma te dan el permiso y tú puedes casarte. En cambio a nosotros, que nos dan un Sacramento para toda la vida, nos conformarnos con tres o cuatro conferencias de preparación. Esto no es justo». Y tenía razón aquella mujer. Preparar para el matrimonio: sí, son necesarias las conferencias, las cosas que explican, pero es necesario que hombres y mujeres, amigos, les hablen y les ayuden a madurar, a madurar en el camino. Y podemos decir que hoy hay necesidad de un catecumenado para el matrimonio, como hay un catecumenado para el bautismo. Preparar, ayudar a prepararse para el matrimonio.
Después, otro problema que vemos en Amoris laetitia es la educación de los hijos. No es fácil educar a los hijos.
¡Hoy los hijos son más despiertos que nosotros! En el mundo virtual, saben más que nosotros. Pero es necesario educarlos en la comunidad, educarlos en la vida familiar. Educarles para sacrificarse los unos por los otros. No es fácil educar a los hijos. Son problemas grandes. Y vosotros, que amáis la familia, podéis ayudar mucho en esto a las demás familias. La familia es una aventura, ¡un bonita aventura! Y hoy –lo digo con dolor– vemos que muchas veces se piensa en empezar una familia y en formar un matrimonio como si fuera una lotería: «Vamos. Si va, va. Si no va, cancelamos la cosa y comienzo otra vez». Esta superficialidad sobre el don más grande que ha dado Dios a la humanidad: la familia. Porque, después de la narración de la creación del hombre, Dios hace ver que creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Y Jesús mismo, cuando habla de matrimonio, dice: «El hombre dejará al padre y a la madre y con su mujer se convertirán en una sola carne». Porque son imagen y semejanza de Dios. Vosotros sois un icono de la familia: la familia es un icono de Dios. El hombre y la mujer: es precisamente la imagen de Dios. Él lo ha dicho, no lo digo yo. Y esto es grande, es sagrado.
Después hoy –duele decirlo– se habla de familias «diversificadas»: diferentes tipos de familia. Sí, es verdad que la palabra «familia» es una palabra análoga, porque se habla de la «familia» de las estrellas, de las «familias» de los árboles, de las «familias» de los animales… es una palabra análoga. Pero la familia humana como imagen de Dios, hombre y mujer, es una sola. Es una sola. Puede darse que un hombre y una mujer no sean creyentes: pero si se aman y se unen en matrimonio, son imagen y semejanza de Dios, aunque no crean. Es un misterio: San Pablo lo llama «gran misterio», «sacramento grande» (cf. Ef 5, 32). Un verdadero misterio. A mí me gusta todo eso que tú has dicho y la pasión con la que lo has dicho. Y así se debe hablar de la familia, con pasión.
Una vez, creo que hace un año, llamé a un pariente mío que se casaba. De cuarenta años. Al final le dije: «Dime: ¿en qué iglesia te casas?» –«Todavía no sabemos bien porque estamos buscando una iglesia que combinen con el vestido que llevará… –y dijo el nombre de la novia– y después tenemos el problema de los restaurantes…» Imagínate… Lo importante era eso. Cuando lo que es secundario toma el lugar de lo que es importante. Lo importante es amarse, recibir el Sacramento, ir adelante…; y después hacer todas las fiestas que queráis, todas.
Una vez encontré a una pareja casados desde hace diez años, sin hijos. Es muy delicado hablar de esto, porque muchas veces los hijos se quieren y no vienen, ¿no es verdad? Yo no sabía cómo gestionar el argumento. Después supe que ellos no querían hijos. Pero estas personas en casa tenían tres perros, dos gatos… Es bonito tener un perro, un gato, es bonito… O también cuando a veces escuchas que te dicen: «Sí, sí, pero nosotros los hijos todavía no porque tenemos que comprar una casa en el campo, después hacer viajes…». Los hijos son el don más grande. Los hijos que se acogen como viene, como Dios los manda, como Dios permite, también si están enfermos. He escuchado decir que está de moda –o al menos es habitual– en los primeros meses de embarazo hacer ciertos exámenes, para ver si el niño no está bien, o viene con algún problema… La primera propuesta en ese caso es: «¿Lo echamos?». El homicidio de los niños. Y para tener una vida tranquila, se expulsa a un inocente.
Cuando era joven, la maestra nos enseñaba historia y nos decía qué hacían los espartanos cuando nacía un niño con malformaciones: lo llevaban a la montaña y lo tiraban, para cuidar «la pureza de la raza». Y nosotros nos quedábamos sorprendidos: «Pero cómo, cómo se puede hacer esto, ¡pobres niños!». Era una atrocidad. Hoy hacemos lo mismo. ¿Vosotros os habéis preguntado por qué no se ven muchos enanos por la calle? Porque el protocolo de muchos médicos –muchos, no todos– es hacer la pregunta: «¿viene mal?». Lo digo con dolor. En el siglo pasado todo el mundo estaba escandalizado por lo que hacían los nazis para cuidar la pureza de la raza. Hoy hacemos lo mismo, pero con guante blanco.
Familia, amor, paciencia, alegría y perder el tiempo en la familia. Tú has hablado de una cosa fea: que no hay posibilidad de «perder tiempo», porque para ganar hoy se deben tener dos trabajos, porque la familia no es considerada. Has hablado también de los jóvenes que no pueden casarse porque no hay trabajo. La familia está amenazada por la falta de trabajo.
Y quisiera terminar con un consejo que una vez me dio un profesor –nos lo dio en la escuela– profesor de filosofía, el decano. Yo estaba en el seminario, en la etapa de filosofía. Estaba el tema de la madurez humana, en filosofía estudiamos eso. Y él dijo: «¿Cuál es un criterio de todos los días para saber si un hombre, si un sacerdote es maduro?». Nosotros respondíamos cosas… Y él: «No, uno más sencillo: una persona adulta, un sacerdote, es maduro si es capaz de jugar con los niños». Este es el test. Y a vosotros os digo: perded tiempo con los niños, perded tiempo con vuestros hijos, jugad con vuestros hijos. No les digáis: «¡No molestéis!». Escuché una vez a un joven padre de familia decir: «Padre, cuando voy al trabajo, ellos duermen. Cuando vuelvo, duermen». Es la cruz de esta esclavitud de una forma injusta de trabajar a la que la sociedad hoy nos lleva.
He dicho que esta era la última cosa. No, la penúltima. La última es la que digo ahora, porque no quiero olvidarla. He hablado de los niños como tesoro de promesa. Pero hay otro tesoro en la familia: son los abuelos. Por favor, ¡cuidad de los abuelos! Haced hablar a los abuelos, que los niños hablen con los abuelos. Acariciad a los abuelos, no los alejéis de la familia porque son molestos, porque repiten las mismas cosas. Amad a los abuelos, y que ellos hablen con los niños.
Gracias a todos vosotros. Gracias por la pasión, gracias por el amor que tenéis por la familia. ¡Gracias por todo! Y adelante con valentía. ¡Gracias! Ahora antes de daros la bendición, rezamos a la Virgen: «Dios te salve María…».