Ilustres señores y señoras:
Me alegra dirigirles mi saludo, empezando por el presidente, el arzobispo Vincenzo Paglia, a quien doy las gracias por haberme presentado esta Asamblea general, en la cual el tema de la vida humana será situado en el amplio contexto del mundo globalizado en el que vivimos hoy. Y también, quiero dirigir un saludo al cardenal Sgreccia, de noventa años pero entusiasta, joven, en la lucha por la vida. Gracias, eminencia, por lo que ha hecho en este campo y por lo que está haciendo. Gracias.
La sabiduría que debe inspirar nuestra actitud en relación con la «ecología humana» está instada a considerar la cualidad ética y espiritual de la vida en todas sus fases. Existe una vida humana concebida, una vida en gestación, una vida que viene a la luz, una vida niña, una vida adolescente, una vida adulta, una vida envejecida y consumida – y existe la vida eterna. Existe una vida que es familia y comunidad, una vida que es invocación y esperanza. Como también existe la vida humana frágil y enferma, la vida herida, ofendida, abatida, marginada, descartada. Es siempre vida humana. Es la vida de las personas humanas, que habitan la tierra creada por Dios y comparten la casa común a todos las criaturas vivientes. Ciertamente en los laboratorios de biología se estudia la vida con los instrumentos que consienten explorar los aspectos físicos, químicos y mecánicos. Un estudio importantísimo e imprescindible, pero que debe ser integrado con una perspectiva más amplia y más profunda, que pide atención a la vida propiamente humana, que irrumpe en la escena del mundo con el prodigio de la palabra y del pensamiento, de los afectos y del espíritu. ¿Qué reconocimiento recibe hoy la sabiduría humana de la vida de las ciencias de la naturaleza? ¿Y qué cultura política inspira la promoción y la protección de la vida humana real? El trabajo «bonito» de la vida es la generación de una persona nueva, la educación de sus cualidades espirituales y creativas, la iniciación al amor de la familia y de la comunidad, el cuidado de sus vulnerabilidades y de sus heridas; como también la iniciación a la vida de los hijos de Dios, en Jesucristo.
Cuando entregamos niños a la privación, los pobres al hambre, los perseguidos a la guerra, los viejos al abandono, ¿no hacemos nosotros mismos, sin embargo, el trabajo «sucio» de la muerte? ¿De dónde viene, de hecho, el trabajo sucio de la muerte? Viene del pecado. El mal trata de persuadirnos de que la muerte es el final de cada cosa, que hemos venido al mundo por casualidad y estamos destinados a terminar en la nada. Excluyendo al otro de nuestro horizonte, la vida se repliega sobre sí y se convierte en bien de consumo. Narciso, el personaje de la mitología antigua, que se ama a sí mismo e ignora el bien de los demás, es ingenuo y no se da ni siquiera cuenta. Pero mientras tanto, difunde un virus espiritual muy contagioso, que nos condena a convertirnos en hombres–espejo y mujeres–espejo, que se ven solamente a sí mismos y nada más. Es como volverse ciegos a la vida y a su dinámica, en cuanto don recibido de otros y que pide ser puesto responsablemente en circulación por otros. La visión global de la bioética, que vosotros os estáis preparando para relanzar en el campo de la ética social y del humanismo planetario, fuertes de la inspiración cristiana, se comprometerá con más seriedad y rigor a desencadenar la complicidad con el trabajo sucio de la muerte, sostenido por el pecado. Nos podrá así restituir a las razones y a las prácticas de la alianza con la gracia destinada por Dios en la vida de cada uno de nosotros. Esta bioética no se moverá a partir de la enfermedad y de la muerte para decidir el sentido de la vida y definir el valor de la persona. Se moverá más bien de la profunda convicción de la irrevocable dignidad de la persona humana así como Dios la ama, dignidad de toda persona, en cada fase y condición de su existencia, en la búsqueda de las formas del amor y del cuidado que deben ser dirigidos a su vulnerabilidad y a su fragilidad.
Por tanto, en primer lugar, esta bioética global será una modalidad específica para desarrollar la perspectiva de la ecología integral que es propia de la encíclica Laudato si’, con la que he insistido sobre estos puntos-fuertes: «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida. Estos temas no se cierran ni abandonan, sino que son constantemente replanteados y enriquecidos» (n. 16).
En segundo lugar, en una visión holística de la persona, se trata de articular cada vez con mayor claridad todos las uniones y las diferencias concretas en las que habita la universal condición humana y que nos implican a partir de nuestro cuerpo. De hecho «nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con los demás seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación. Aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados es esencial para una verdadera ecología humana. También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente» (Laudato si’, 155).
Es necesario por tanto proceder en un cuidadoso discernimiento de las complejas diferencias fundamentales de la vida humana: del hombre y de la mujer, de la paternidad y de la maternidad, de la filiación y de la fraternidad, de la socialidad y también de todas las diferentes edades de la vida. Como también de todas las condiciones difíciles y de todos los pasajes delicados o peligrosos que exigen especial sabiduría ética y valiente resistencia moral: la sexualidad y la generación, la enfermedad y la vejez, la insuficiencia y la discapacidad, la privación y la exclusión, la violencia y la guerra. «La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte» (Exort. ap. Gaudete et exsultate, 101).
En los textos y en las enseñanzas de la formación cristiana y eclesiástica, estos temas de la ética y de la vida humana deberán encontrar una colocación adecuada en el ámbito de una antropología global y no ser confinados entre las cuestiones límite de la moral y el derecho. Una conversión a la centralidad actual de la ecología humana integral, es decir, de una comprensión armónica y global de la condición humana, que espero encontréis en vuestro compromiso intelectual, civil y religioso, válido soporte y entonación propositiva.
La bioética global nos incita, por lo tanto, a la sabiduría de un profundo y objetivo discernimiento del valor de la vida personal y comunitaria, que debe ser custodiado y promovido también en las condiciones más difíciles. Debemos afirmar con fuerza que, sin el adecuado sostén de una proximidad humana responsable, ninguna regla puramente jurídica y ningún auxilio técnico podrán, por sí solos, garantizar condiciones y contextos relacionales correspondientes a la dignidad de la persona. La perspectiva de una globalización que, dejada solamente a su dinámica espontánea, tiende a aumentar y profundizar las desigualdades, pide una respuesta ética a favor de la justicia. La atención a los factores sociales, económicos, culturales y ambientales que determinan la salud entra en este compromiso y se convierte en una forma concreta de hacer realidad el derecho de cada pueblo a «la participación, sobre la base de la igualdad y de la solidaridad, de los bienes que están destinados a todos los hombres». (Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, 21).
Por último, la cultura de la vida debe dirigir más seriamente la mirada a la «cuestión seria» de su destino último. Se trata de resaltar con mayor claridad qué es lo que orienta la existencia del hombre hacia un horizonte que lo supera: cada persona está llamada gratuitamente «como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad. […] Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio» (Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, 21). Es necesario interrogarse más a fondo sobre el destino último de la vida, capaz de restituir dignidad y sentido al misterio de sus efectos más profundos y más sagrados. La vida del hombre, hermosa hasta encantar y frágil hasta morir, se refiere más allá de sí misma: nosotros somos infinitamente más que aquello que podemos hacer por nosotros mismos. Pero la vida del hombre es increíblemente tenaz, ciertamente por una misteriosa gracia que viene desde lo alto, en la audacia de su invocación de una justicia y de una victoria definitiva del amor. Y es incluso capaz –esperanza contra cada esperanza– de sacrificarse por ella, hasta el final. Reconocer y apreciar esta fidelidad y esta dedicación suya a la vida suscita en nosotros gratitud y responsabilidad y nos alienta a ofrecer generosamente nuestro saber y nuestra experiencia a toda la comunidad humana. La sabiduría cristiana debe reabrir con pasión y audacia el pensamiento del destino del género humana hacia la vida de Dios, que ha prometido abrir al amor de la vida, más allá de la muerte, el horizonte infinito de amorosos cuerpos de luz, sin más lágrimas. Y sorprenderlos eternamente con el siempre nuevo encanto de todas las cosas «visibles e invisibles» que están escondidas en la gracia del Creador. Gracias.