Buenas tardes a todos.
Muchas gracias Mónica y Jonás por vuestro testimonio. Lo he recibido como un amigo, como si hubiéramos estado sentados juntos, en algún bar, contándonos cosas de la vida, mientras tomamos una cerveza o un "gira" después de haber ido al "Jaunimo teatras".
Pero vuestras vidas no son una obra de teatro, son reales, concretas, como las de cada uno de los que estamos acá, en esta hermosa plaza situada entre estos dos ríos. Y quizá todo esto nos sirva para releer vuestras historias y descubrir en ellas el paso de Dios… porque Dios pasa siempre por nuestras vidas. Pasa siempre. Un filósofo importante decía: «Tengo miedo de que el Señor pase y yo no lo reconozca».
Como esta iglesia catedral, vosotros habéis experimentado situaciones que os derrumbaban, incendios de los que parecía que no hubierais podido reponeros. Tantas veces este templo fue devorado por las llamas, se derrumbó y, sin embargo, siempre hubo quienes decidieron volver a levantarlo, no se dejaron vencer por las dificultades, no bajaron los brazos. Hay un canto alpino que dice así: "En el arte de subir, lo que importa no es no caer, sino no quedarse caído". Comenzar de nuevo siempre, y así subir. Como esta catedral. También la libertad de vuestra patria está construida sobre aquellos que no se dejaron intimidar por el terror y la desventura. La vida, el modo de ser y la muerte de tu papá, Mónica; tu enfermedad, Jonás, os podría haber devastado… Y, sin embargo, estáis aquí, compartiendo vuestra experiencia con una mirada de fe, haciéndonos descubrir que Dios os dio la gracia para aguantar, para levantaros, para seguir caminando en la vida.
Y yo me pregunto: ¿Cómo se derramó en vosotros esta gracia de Dios? No por el aire, no por arte de magia, no hay una varita mágica para la vida. Esto ha sucedido a través de personas que se cruzaron en vuestras vidas, gente buena que os nutrió de su experiencia de fe. Siempre hay gente en la vida que nos da una mano para ayudarnos a levantarnos. Mónica: tu abuela y tu mamá, la parroquia franciscana, fueron para ti como la confluencia de estos dos ríos: así como el Vilna se une al Neris, tú te sumaste, te dejaste llevar por esa corriente de gracia. Porque el Señor nos salva haciéndonos parte de un pueblo. El Señor nos salva haciéndonos parte de un pueblo. Nos introduce en un pueblo, y nuestra identidad, en última instancia, está en pertenecer a un pueblo. Nadie puede decir "yo me salvo solo", estamos todos interconectados, estamos todos "en red". Dios quiso entrar en esta dinámica de relaciones y nos atrae hacia sí en comunidad, dando pleno sentido de identidad y pertenencia a nuestra vida (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). También tú, Jonás, encontraste en otros –en tu esposa y en la promesa hecha el día del matrimonio– la razón para seguir, para luchar, para vivir. No permitáis que el mundo os haga creer que es mejor caminar solos. Solos no se llega a ninguna parte. Sí, podrás tener éxito en la vida, pero sin amor, sin amigos, sin pertenecer a un pueblo, sin una experiencia tan hermosa que es arriesgar junto con otros. No se puede caminar solos. No cedáis a la tentación de ensimismaros, mirándoos el ombligo, a la tentación de volveros egoístas o superficiales ante el dolor, la dificultad o el éxito pasajero. Volvamos a afirmar que "lo que le pasa al otro, me pasa a mí", vayamos contra la corriente de ese individualismo que aísla, que nos vuelve egocéntricos, que nos hacer ser vanidosos, preocupados solamente por la imagen y el propio bienestar. Preocupado por la imagen, de cómo me verán. Es fea la vida mirándose al espejo, es feo. En cambio, la vida es hermosa con los demás, en familia, con amigos, con la lucha de mi gente… Así, la vida es hermosa.
Somos cristianos y queremos lograr la santidad. Apostad por la santidad desde el encuentro y la comunión con los demás, atentos a sus necesidades (cf. ibíd., 146). Nuestra verdadera identidad supone la pertenencia a un pueblo. No existen identidades "de laboratorio", no existen, ni identidades "destiladas", identidades "purasangre": estas no existen. Existe la identidad de caminar juntos, de luchar juntos, de amar juntos. La identidad de pertenecer a una familia, a un pueblo. Existe la identidad que te da amor, ternura, de preocuparte por los demás… Existe la identidad que te da la fuerza para luchar y al mismo tiempo la ternura para acariciar. Cada uno de nosotros conoce la belleza y también el cansancio –es hermoso que los jóvenes se cansen, es signo de que trabajan–, y muchas veces el dolor de pertenecer a un pueblo, vosotros conocéis esto. Aquí radica nuestra identidad, no somos personas sin raíces. No somos personas sin raíces.
También los dos recordáis la presencia en el coro, la oración familiar, la misa, la catequesis y la ayuda a los más necesitados; son armas poderosas que el Señor nos da. La oración y el canto, para no encerrarse en la inmanencia de este mundo: al suspirar por Dios habéis salido de vosotros mismos y habéis podido contemplar con los ojos de Dios lo que os pasaba en el corazón (cf. ibíd., 147); practicando la música os abrís a la escucha y a la interioridad, os dejáis impactar de tal modo en la sensibilidad y eso es siempre una buena oportunidad para el discernimiento (cf. Sínodo dedicado a los Jóvenes, Instrumentum laboris, 162). Es cierto que la oración puede ser una experiencia de "batalla espiritual", pero es allí donde aprendemos a escuchar al Espíritu, a discernir los signos de los tiempos y a recuperar las fuerzas para seguir anunciando el Evangelio hoy. ¿De qué otro modo batallaríamos contra el desaliento ante las enfermedades y dificultades propias y ajenas, ante los horrores del mundo? ¿Cómo haríamos sin la oración para no creer que todo depende de nosotros, que estamos solos ante el cuerpo a cuerpo con la adversidad? "¡Jesús y yo, mayoría completa!". No lo olvidéis; esto lo decía un santo, san Alberto Hurtado. El encuentro con él, con su palabra, con la eucaristía nos recuerda que no importa la fuerza del oponente; no importa que esté primero el "Žalgiris Kaunas" o el "Vilnius Rytas"… A propósito, os pregunto: ¿Cuál es el primero?… No importa cuál es el primero, no importa el resultado, sino que el Señor está con nosotros.
También a vosotros os ha sostenido en la vida la experiencia de ayudar a otros, descubrir que cerca nuestro hay gente que lo pasa mal, incluso mucho peor que nosotros. Mónica: nos has contado de tu tarea con niños discapacitados. Ver la fragilidad de otros nos ubica, nos evita vivir lamiéndonos las propias heridas. Es feo vivir quejándose, es feo. Es feo vivir lamiéndose las heridas. Cuántos jóvenes se van del país por falta de oportunidades, cuántos son víctimas de la depresión, el alcohol y las drogas. Vosotros lo sabéis bien. Cuántas personas mayores solas, sin nadie con quien compartir el presente y miedosas de que vuelva el pasado. Vosotros, jóvenes, podéis responder a esos desafíos con vuestra presencia y con el encuentro entre vosotros y los demás. Jesús nos invita a salir de nosotros mismos, a arriesgar en el "cara a cara" con los otros. Es verdad que creer en Jesús implica muchas veces dar saltos de fe en el vacío, y eso da miedo. Otras veces nos lleva a cuestionarnos, a salir de nuestros esquemas, y eso puede hacernos sufrir y dejarnos tentar por el desánimo. Pero, sed valientes. Seguir a Jesús es una aventura apasionante, que llena nuestra vida de sentido, que nos hace sentir parte de una comunidad que nos anima, de una comunidad que nos acompaña, que nos compromete a servir. Queridos jóvenes, vale la pena seguir a Cristo, ¡vale la pena! No tengamos miedo a formar parte de la revolución a la que él nos invita: la revolución de la ternura (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88).
Si la vida fuera una obra de teatro o un videojuego estaría acotada por un tiempo preciso, un comienzo y un final donde se baja el telón o alguien gana la partida. Pero la vida mide otros tiempos, no con los tiempos del teatro o del videojuego; la vida se juega en tiempos parecidos al corazón de Dios; a veces se avanza, otras se retrocede, se ensayan e intentan caminos, se cambian. La indecisión pareciera que nace del miedo a que caiga el telón, a que el cronómetro me deje fuera de la partida, o a que no pueda pasar de nivel en el juego. En cambio, la vida es siempre caminar, la vida se hace en camino, no está parada; la vida es siempre un caminar buscando la dirección correcta, sin miedo a volver si me equivoqué. Lo más peligroso es confundir el camino con un laberinto: ese andar dando vueltas por la vida, sobre sí mismos, sin atinar por el camino que conduce hacia adelante. Por favor, no seáis jóvenes de laberinto, del cual es difícil salir, sino jóvenes en camino. ¡Nada de laberinto, sino en camino!
No tengáis miedo a decidiros por Jesús, a abrazar su causa, la del Evangelio, de la humanidad, de los seres humanos. Porque él nunca se va a bajar de la barca de nuestra vida, siempre va a estar en el cruce de nuestros caminos, jamás va a dejar de reconstruirnos, aunque a veces nos empeñemos en incendiarnos. Jesús nos regala tiempos amplios y generosos, donde hay espacios para los fracasos, donde nadie tiene que emigrar, pues hay lugar para todos. Muchos querrán ocupar vuestros corazones, inundar los campos de vuestras aspiraciones con cizaña, pero al final, si le entregamos la vida al Señor, siempre vence el buen trigo. Vuestro testimonio, Mónica y Jonás, hablaba de la abuela, la madre… Me gustaría deciros –y con esto termino, no os preocupéis–, me gustaría deciros que no olvides las raíces de vuestro pueblo. Pensad en el pasado, hablad con la gente mayor: no es algo aburrido hablar con los mayores. Id a visitar a los ancianos y haced que os cuenten las raíces de vuestro pueblo, las alegrías, los sufrimientos, los valores. De este modo, valiéndose de las raíces, sacaréis adelante vuestro pueblo, la historia de vuestro pueblo para obtener un fruto mayor. Queridos jóvenes: Si queréis un pueblo grande y libre, tomad la memoria de las raíces, y llevadlo adelante. Muchas gracias.