Al venerable hermano Cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura y del Consejo de Coordinación entre Academias Pontificias.
Me dirijo a Usted con ocasión de la XXIII solemne Sesión Pública de las Academias Pontificias, una manifestación surgida en 1995 tras la reforma de las Academias Pontificias, deseada por san Juan Pablo II, y que constituye una etapa importante y ya tradicional en el camino de las siete Academias reunidas en el Consejo de Coordinación que Usted preside. Coincidiendo con la sesión anual, se lleva a cabo la ceremonia de entrega de premios, organizada por una de las Academias, según el sector de competencia. Un premio que asigno con placer para promover y sostener el esfuerzo de aquellos que, especialmente los jóvenes o las instituciones que trabajan con los jóvenes, se distinguen en sus respectivos sectores para contribuir a la promoción de un nuevo humanismo cristiano.
Extiendo, pues, mis cordiales saludos a todos los presentes, cardenales, obispos, embajadores, académicos y amigos que participáis en la solemne sesión pública, y espero sinceramente que este encuentro, ya habitual, represente para todos, comenzando por los ganadores del Premio un estímulo para investigar y profundizar los temas fundamentales para una visión humanista cristiana.
La XXIII edición ha sido organizada por la Academia Pontificia de Teología y la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino. Un saludo especial va a los presidentes de estas dos Academias, el reverendo Padre Réal Tremblay y el reverendo Padre Serge-Thomas Bonino, y a los Académicos respectivos, agradeciéndoles su compromiso, testimoniado sobre todo por la revista Path, publicada por la Academia de Teología, que propone a los lectores, como sugiere el título, un itinerario, un camino de investigación y profundización teológica.
Me congratulo por la elección del tema de esta Sesión Pública: «Eternidad, la otra cara de la vida», que nos estimula a reflexionar nuevamente y con más amplitud sobre un ámbito no solo teológico, que, aunque es esencial y fundamental para la experiencia cristiana, resulta bastante descuidado, tanto en la investigación teológica de los últimos años como, sobre todo, en el anuncio y la formación de los creyentes.
«Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro», afirmamos todos los domingos, recitando el último artículo del Credo Niceno-Constantinopolitano. Y el Símbolo de los Apóstoles se cierra con estas palabras: «Creo […] la resurrección de la carne y la vida eterna». Por lo tanto, se trata del núcleo esencial de la fe cristiana, de una realidad estrechamente vinculada a la profesión de fe en Cristo muerto y resucitado. Y, sin embargo, la reflexión escatológica sobre la vida eterna y la resurrección, en la catequesis y en la celebración, no encuentra el espacio y la atención que merece. A veces se tiene la impresión de que este tema se olvide deliberadamente y se deje de lado porque aparentemente está muy lejos, es extraño a la vida cotidiana y a la sensibilidad contemporánea.
No hay por qué maravillarse: En efecto, uno de los fenómenos que marca la cultura actual, es precisamente el cierre a los horizontes trascendentes, el repliegue en sí mismo, el apego casi exclusivo al presente, olvidando o censurando las dimensiones del pasado y sobre todo del futuro, percibido, especialmente por los jóvenes, como oscuro y lleno de incertidumbres. El futuro más allá de la muerte aparece, en este contexto, inevitablemente aún más distante, indescifrable o completamente inexistente.
Pero la poca atención al tema de la eternidad, a la esperanza cristiana que proclama la resurrección y la vida eterna en Dios y con Dios, también puede depender de otros factores: por ejemplo, el lenguaje tradicional, utilizado en la predicación o la catequesis para anunciar esta verdad de la fe, hoy puede parecer casi incomprensible y transmitir, a veces, una imagen poco positiva y "atractiva" de la vida eterna. La otra cara de la vida puede ser percibida, así, como monótona y repetitiva, aburrida, incluso triste o totalmente insignificante e irrelevante para el presente.
No pensaba así el gran Padre de la Iglesia, Gregorio de Nisa, quien, en una homilía sobre El Cantar de los Cantares (VIII) –que se presentará oportunamente durante la sesión–, daba una visión muy diferente de la eternidad. De hecho, la vida eterna es concebida por él como una condición existencial que no es estática sino dinámica y vivaz. El deseo humano de vida y de felicidad, vinculado estrechamente con el de ver y conocer a Dios, crece y se renueva continuamente, pasando de una etapa a otra sin encontrar nunca un final y una realización. La experiencia del encuentro con Dios trasciende, en efecto, todas las conquistas humanas y constituye la meta infinita y siempre nueva.
También Santo Tomás de Aquino subrayaba este aspecto, afirmando que en la vida eterna se cumple la unión del hombre con Dios, que es «la recompensa y el fin de todas nuestras fatigas», y esta unión consiste en la "visión perfecta". En ese estado, continúa Santo Tomás, «cada bienaventurado tendrá más de lo que deseaba y esperaba, y solo […] Dios puede saciarlo, e ir incluso mucho más allá, hasta el infinito». Además, continúa, «la vida eterna consiste en la alegre fraternidad de todos los santos». Citando a San Agustín, Tomás afirma: «Toda la alegría no entrará en los bienaventurados, pero todos los bienaventurados entrarán en la alegría. […] Contemplaremos su rostro, nos saciaremos de su presencia en una juventud eternamente renovada» (Conferencias sobre el Credo, Art. 12).
La reflexión de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos debería, pues, ayudarnos y animarnos a replantear con eficacia y pasión, tanto con un lenguaje apropiado para nuestra vida diaria como con la profundidad adecuada, el corazón de nuestra fe, la esperanza que nos anima y da fuerza al testimonio cristiano en el mundo: la belleza de la eternidad.
Espero que, tanto a nivel teológico como a nivel de anuncio, de catequesis y de formación cristiana, se renueve el interés y la reflexión sobre la eternidad, sin la cual la dimensión del presente carece de un significado final, de la capacidad de renovación, de la esperanza en el futuro.
Deseando, por lo tanto, promover y fomentar la investigación teológica, y en particular la encaminada a profundizar los temas escatológicos, me complace otorgar el Premio de las Academias Pontificias, ex aequo, a dos jóvenes estudiosos: el Dr. Stefano Abbate, por la tesis doctoral titulada La secularización de la esperanza cristiana a través de la gnosis y el ebionismo. Estudio sobre y mesianismo moderno; y el Dr. Francisco Javier Pueyo Velasco, por la obra La plenitud terrena del Reino de Dios en la historia de la teología.
Además, me complace otorgar la Medalla del Pontificado al Dr. Guillermo Contín Aylón, por la tesis «Vado ad Patrem. La Ascensión de Cristo en el Comentario a Juan de santo Tomás de Aquino».
Finalmente, deseo a los académicos y a todos los participantes en el encuentro un esfuerzo siempre fecundo en sus respectivos campos de investigación, y confío a todos y cada uno de vosotros a la Virgen María, que ya disfruta de la gozosa visión de Dios en la vida eterna e intercede por nosotros, peregrinos en la historia, en camino hacia la eternidad.
De todo corazón imparto a todos vosotros y a vuestras familias una especial bendición apostólica.
Desde el Vaticano, 4 de diciembre 2018.
Francisco