Señor cardenal, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:
Me complace enviar un cordial saludo a todos vosotros, representantes de los Estados ante la Santa Sede, de las instituciones de las Naciones Unidas, del Consejo de Europa, de las Comisiones Episcopales de Justicia y Paz y de las de pastoral social, del mundo académico y de las organizaciones de la sociedad civil, reunidos en Roma para la Conferencia Internacional sobre el tema "Los derechos humanos en el mundo contemporáneo: conquistas, omisiones, negaciones", organizada por el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral y por la Pontificia Universidad Gregoriana, con motivo del 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y del 25 aniversario de la Declaración y del Programa de Acción de Viena.
A través de estos dos documentos, la familia de las Naciones quería reconocer la igual dignidad de cada persona humana 1, de la cual se derivan derechos y libertades fundamentales que, por estar enraizados en la naturaleza de la persona humana –una unidad inseparable de cuerpo y alma–, son universales, indivisibles, interdependientes e interconectados 2. Al mismo tiempo, en la Declaración de 1948 se reconoce que "toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que solo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad" 3.
En el año en que se celebran aniversarios significativos de estos instrumentos jurídicos internacionales, resulta oportuna una reflexión profunda sobre los fundamentos y el respeto por los derechos humanos en el mundo contemporáneo, una reflexión que espero sea premisa de un compromiso renovado en favor de la defensa de la dignidad humana, con una atención especial por los miembros más vulnerables de la comunidad.
En efecto, observando con atención nuestras sociedades contemporáneas, encontramos numerosas contradicciones que nos llevan a preguntarnos si verdaderamente la igual dignidad de todos los seres humanos, proclamada solemnemente hace 70 años, sea reconocida, respetada, protegida y promovida en todas las circunstancias. En el mundo de hoy persisten numerosas formas de injusticia, nutridas por visiones antropológicas reductivas y por un modelo económico basado en las ganancias, que no duda en explotar, descartar e incluso matar al hombre 4. Mientras una parte de la humanidad vive en opulencia, otra parte ve su propia dignidad desconocida, despreciada o pisoteada y sus derechos fundamentales ignorados o violados.
Pienso, entre otras cosas, en los niños por nacer a quienes se les niega el derecho a venir al mundo; en aquellos que no tienen acceso a los medios indispensables para una vida digna 5; en aquellos que están excluidos de la educación adecuada; en quien está injustamente privado de trabajo o forzado a trabajar como esclavo; a quienes están detenidos en condiciones inhumanas, a quienes son sometidos a torturas o a quienes se les niega la oportunidad de redimirse 6, a las víctimas de desapariciones forzadas y sus familias.
Mis pensamientos también se dirigen a todos aquellos que viven en un clima dominado por la sospecha y el desprecio, que son objeto de actos de intolerancia, discriminación y violencia debido a su pertenencia racial, étnica, nacional o religiosa 7.
Finalmente, no puedo dejar de recordar a cuantas personas sufren violaciones múltiples de sus derechos fundamentales en el contexto trágico de los conflictos armados, mientras los mercaderes de muerte sin escrúpulos 8 se enriquecen al precio de la sangre de sus hermanos y hermanas.
Ante estos graves fenómenos, todos somos cuestionados. De hecho, cuando se violan los derechos fundamentales, o cuando se favorecen algunos en detrimento de otros, o cuando se garantizan solo a ciertos grupos, se producen graves injusticias, que a su vez alimentan los conflictos con graves consecuencias tanto dentro de las naciones como en las relaciones entre ellas.
Por lo tanto, cada uno está llamado a contribuir con coraje y determinación, en la especificidad de su papel, a respetar los derechos fundamentales de cada persona, especialmente de las "invisibles": de los muchos que tienen hambre y sed, que están desnudos, enfermos, son extranjeros o están detenidos. (cfr Mt 25, 35-36), que viven en los márgenes de la sociedad o son descartados.
Esta necesidad de justicia y solidaridad tiene un significado especial para nosotros los cristianos, porque el Evangelio mismo nos invita a dirigir la mirada a los más pequeños de nuestros hermanos y hermanas, a movernos a la compasión (cf. Mt 14, 14) y a trabajar arduamente para aliviar sus sufrimientos
Deseo, en esta ocasión, dirigir un llamamiento sincero a aquellos con responsabilidades institucionales, pidiéndoles que coloquen a los derechos humanos en el centro de todas las políticas, incluidas las de cooperación para el desarrollo, incluso cuando esto signifique ir contra la corriente.
Con la esperanza de que estos días de reflexión puedan despertar la conciencia e inspirar iniciativas destinadas a proteger y promover la dignidad humana, confío a cada uno de vosotros, a vuestras familias y a vuestros pueblos, a la intercesión de María Santísima, Reina de la Paz, e invoco sobre todos la abundancia de bendiciones divinas.
En el Vaticano, 10 de diciembre de 2018.
Francisco
1 Véase la Declaración Universal de los Derechos Humanos, 10 de diciembre de 1948, Preámbulo y artículo 1.