Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo cordialmente con ocasión de vuestra Asamblea General, y agradezco a Mons. Paglia sus amables palabras. Este encuentro tiene lugar en el primer Jubileo de la Academia para la Vida: 25 años después de su nacimiento. En este importante aniversario, envié el mes pasado a su presidente una carta titulada Humana communitas. Lo que me motivó a escribir este mensaje fue, en primer lugar, el deseo de dar las gracias a todos los presidentes que se han sucedido en la dirección de la Academia y a todos sus miembros por el servicio competente y el compromiso generoso de proteger y promover la vida humana en estos 25 años de actividad.
Conocemos las dificultades en las que se debate nuestro mundo. La trama de las relaciones familiares y sociales parece desmoronarse cada vez más y hay una tendencia a replegarse en uno mismo y en los propios intereses individuales, con graves consecuencias en la «gran y decisiva cuestión de la unidad de la familia humana y su futuro» (Humana communitas, 2). Se dibuja así una paradoja dramática: precisamente cuando la humanidad cuenta con la capacidad científica y técnica para lograr un bienestar equitativamente generalizado, según el mandato de Dios, observamos en cambio una exacerbación de los conflictos y un aumento de la desigualdad. El mito ilustrado del progreso disminuye y la acumulación de potencialidades que la ciencia y la tecnología nos han brindado no siempre obtienen los resultados deseados. En efecto, por un lado, el desarrollo tecnológico nos ha permitido resolver problemas que eran insuperables hasta hace unos años, y estamos agradecidos a los investigadores que han conseguido estos resultados; por otro lado, han surgido dificultades y amenazas, a veces más insidiosas que las anteriores. El "ser capaz de hacer" corre el riesgo de ocultar a quien hace y el por quien se hace. El sistema tecnocrático basado en el criterio de eficiencia no responde a las preguntas más profundas que se plantea el hombre; y si, por una parte, no es posible prescindir de sus recursos, por la otra ese sistema impone su lógica a quien lo utiliza. Y, sin embargo, la técnica es característica del ser humano. No debe entenderse como una fuerza ajena y hostil, sino como un producto de su ingenio mediante el cual satisface sus necesidades vitales y las de los demás. Es, por lo tanto, un modo específicamente humano de habitar el mundo. Sin embargo, la evolución actual de la capacidad técnica produce un hechizo peligroso: en lugar de entregar a la vida humana las herramientas que mejoran su cuidado, existe el riesgo de dar vida a la lógica de los dispositivos que deciden su valor. Este vuelco está destinado a producir resultados nefastos: la máquina no se limita a conducirse sola, sino que termina conduciendo al hombre. La razón humana se reduce así a una racionalidad alienada de los efectos, que no puede considerarse digna del hombre.
Vemos, desafortunadamente, los graves daños causados al planeta, nuestra casa común, por el uso indiscriminado de medios técnicos. Por eso la bioética global es un frente importante en el cual comprometerse. Expresa la toma de conciencia del profundo impacto de los factores ambientales y sociales en la salud y la vida. Este enfoque está muy en sintonía con la ecología integral, descrita y promovida en la Encíclica Laudato si’. Además, en el mundo de hoy, marcado por una estrecha interacción entre diferentes culturas, es necesario aportar nuestra contribución específica de creyentes a la búsqueda de criterios operativos universalmente compartidos, que sean puntos de referencia comunes para las opciones de aquellos que tienen la grave responsabilidad de tomar decisiones a nivel nacional e internacional. Esto también significa entablar un diálogo que atañe a los derechos humanos, destacando claramente sus deberes correspondientes. De hecho, constituyen el fundamento de la búsqueda común de una ética universal, en la que encontramos muchas cuestiones que la tradición ha abordado recurriendo al patrimonio de la ley natural.
La carta Humana communitas recuerda explícitamente el tema de las "tecnologías emergentes y convergentes". La posibilidad de intervenir en la materia viva en órdenes de magnitud cada vez más pequeños, de procesar volúmenes de información cada vez mayores, de monitorear y manipular los procesos cerebrales de la actividad cognitiva y deliberativa, tiene enormes implicaciones: toca el umbral mismo de la especificidad biológica y de la diferencia espiritual de lo humano. En este sentido, afirmé que «la diversidad de la vida humana es un bien absoluto» (n.4).
Es importante reiterarlo: «La inteligencia artificial, la robótica y otras innovaciones tecnológicas deben emplearse de tal manera que contribuyan al servicio de la humanidad y a la protección de nuestra casa común, en lugar de lo contrario, como algunos análisis, lamentablemente, prevén.» (Mensaje al Foro Económico Mundial en Davos, 12 de enero de 2018). La dignidad inherente de cada ser humano debe colocarse firmemente en el centro de nuestra reflexión y de nuestra acción.
A este respecto, conviene señalar que la denominación de "inteligencia artificial", aunque ciertamente de efecto, puede ser engañosa. Los términos ocultan el hecho de que –a pesar del útil cumplimiento de las tareas serviles (es el significado original del término "robot")–, los automatismos funcionales siguen estando cualitativamente distantes de las prerrogativas humanas del saber y del actuar. Y por lo tanto pueden llegar a ser socialmente peligrosos. Además, el riesgo de que el hombre sea ‘tecnologizado’, en lugar de la técnica humanizada, ya es real: a las llamadas "máquinas inteligentes" se atribuyen apresuradamente las capacidades que son propiamente humanas.
Necesitamos entender mejor qué significan, en este contexto, la inteligencia, la conciencia, la emocionalidad, la intencionalidad afectiva y la autonomía de la acción moral. Los dispositivos artificiales que simulan las capacidades humanas, en realidad, carecen de calidad humana. Hay que tenerlo en cuenta para orientar su regulación de uso y la investigación misma, hacia una interacción constructiva y equitativa entre los seres humanos y las últimas versiones de las máquinas. Las máquinas, de hecho, se propagan en nuestro mundo y transforman radicalmente el escenario de nuestra existencia. Si conseguimos tener en cuenta estas referencias también en los hechos, el extraordinario potencial de los nuevos descubrimientos puede irradiar sus beneficios a cada persona y a toda la humanidad.
El debate en curso entre los mismos especialistas ya muestra los graves problemas de gobernabilidad de los algoritmos que procesan grandes cantidades de datos. Asimismo también plantean graves cuestiones éticas las tecnologías para la manipulación del patrimonio genético y de las funciones cerebrales. En cualquier caso, el intento de explicar todo lo que atañe al pensamiento, a la sensibilidad, al psiquismo humano sobre la base de la suma funcional de sus partes físicas y orgánicas, no explica la aparición de los fenómenos de la experiencia y la conciencia. El fenómeno humano supera el resultado del ensamblaje calculable de los elementos individuales. También en este contexto, el axioma según el cual el todo es superior a las partes adquiere una nueva profundidad y significado (ver Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 234-237).
Precisamente en esta línea de la complejidad de la sinergia de psique y techne, por lo demás, lo que aprendemos sobre la actividad cerebral proporciona nuevos indicios sobre la manera de entender la conciencia (del yo y del mundo) y del mismo cuerpo humano: no es posible prescindir del entrelazamiento de múltiples relaciones para una comprensión más profunda de la dimensión humana integral.
Por supuesto, partiendo de los datos de las ciencias empíricas no podemos hacer deducciones metafísicas. Sin embargo, podemos conseguir indicaciones que instruyan la reflexión antropológica, también en teología, como, por otra parte, siempre ha sucedido en su historia. De hecho, sería decididamente contrario a nuestra tradición más genuina colocarnos en un aparato conceptual anacrónico, incapaz de dialogar adecuadamente con las transformaciones del concepto de naturaleza y de artificio, de condicionamiento y libertad, de medios y fines, inducidos por la nueva cultura de la acción, típica de la era tecnológica. Estamos llamados a colocarnos en el camino emprendido con firmeza por el Concilio Vaticano II, que solicita la renovación de las disciplinas teológicas y una reflexión crítica sobre la relación entre la fe cristiana y la acción moral (cf. Optatam totius, 16).
Nuestro compromiso –también intelectual y especializado– será un punto de honor para nuestra participación en la alianza ética a favor de la vida humana. Un proyecto que ahora, en un contexto en el que los dispositivos tecnológicos cada vez más sofisticados involucran directamente las cualidades humanas del cuerpo y la psique, se vuelve urgente compartir con todos los hombres y mujeres dedicados a la investigación científica y a la asistencia. Es una tarea difícil, sin duda, dado el rápido ritmo de la innovación. El ejemplo de los maestros de la inteligencia creyente, que entraron con sabiduría y audacia en los procesos de su contemporaneidad, en vista de una comprensión del patrimonio de la fe a la altura de una razón digna del hombre, debe alentarnos y sostenernos.
Os deseo que continúes el estudio y la investigación, para que la tarea de promoción y defensa de la vida sea siempre más eficaz y fecunda.¡ Que la Virgen Madre os ayude y os acompañe mi bendición! Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.