Queridas hermanas y hermanos:
Os doy la bienvenida y agradezco a vuestro presidente, el profesor Stefano Zamagni, sus amables palabras y haber aceptado presidir la Academia Pontificia de Ciencias Sociales. También este año habéis decidido tratar un tema de actualidad permanente. Desafortunadamente, tenemos ante nuestros ojos situaciones en las que algunos Estados nacionales mantienen relaciones en un espíritu de oposición en lugar de cooperación. Además, hay que constatar que las fronteras de los Estados no siempre coinciden con las demarcaciones de poblaciones homogéneas y que muchas tensiones provienen de una excesiva reivindicación de soberanía por parte de los Estados, a menudo precisamente en áreas donde ya no son capaces de actuar de manera efectiva para proteger el bien común.
Tanto en la encíclica Laudato si' como en el Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático de este año, llamé la atención sobre los desafíos globales que enfrenta la humanidad, tales como el desarrollo integral, la paz, el cuidado de la casa común, el cambio climático, la pobreza, las guerras, las migraciones, la trata de personas, el tráfico de órganos, la protección del bien común, las nuevas formas de esclavitud.
Santo Tomás tiene una hermosa noción de lo que es un pueblo: «Al igual que el Sena, no es un río que se determina por el agua que fluye, sino por un origen y un lecho precisos, siempre se considera el mismo río, aunque el agua que fluye sea diferente, del mismo modo un pueblo es el mismo no por la identidad de un alma o de los hombres, sino por la identidad del territorio, o todavía más, de las leyes y el modo de vida, como dice Aristóteles en el tercer libro de la Política» (Las criaturas espirituales, a. 9, ad 10). La Iglesia siempre ha exhortado al amor del propio pueblo, de la patria, a respetar el tesoro de las diversas expresiones culturales, de usos y costumbres, y del justo modo de vivir enraizados en los pueblos. Al mismo tiempo, la Iglesia ha advertido a las personas, a los pueblos y a los gobiernos de las desviaciones de este apego cuando deriva en exclusión y odio hacia los demás, cuando se convierte en un nacionalismo conflictual que levanta barreras, es más en racismo o antisemitismo. La Iglesia observa con preocupación el resurgimiento, en casi todo el mundo, de corrientes agresivas hacia los extranjeros, especialmente los inmigrantes, así como el creciente nacionalismo que descuida el bien común. Así, se corre el peligro de comprometer formas ya consolidadas de cooperación internacional, se socavan los objetivos de las organizaciones internacionales como espacio de diálogo y encuentro de todos los países basado en el respeto mutuo, y se obstaculiza el logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados por unanimidad en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 25 de septiembre de 2015.
Es una doctrina común que el Estado está al servicio de la persona y de las agrupaciones naturales de personas como la familia, el grupo cultural, la nación como expresión de la voluntad y las costumbres profundas de un pueblo, el bien común y la paz. Sin embargo, con demasiada frecuencia, los Estados se hacen siervos de los intereses de un grupo dominante, principalmente por razones de beneficio económico, que oprime, entre otros, a las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas que se encuentran en su territorio.
En esta perspectiva, por ejemplo, la forma en que una nación recibe a los migrantes revela su visión de la dignidad humana y de su relación con la humanidad. Toda persona humana es miembro de la humanidad y tiene la misma dignidad. Cuando una persona o una familia se ve obligada a abandonar sus tierras, debe ser acogida con humanidad. Muchas veces he dicho que nuestras obligaciones hacia los migrantes se articulan en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. El migrante no es una amenaza para la cultura, las costumbres y los valores de la nación de acogida. Él también tiene un deber, el de integrarse en la nación que lo recibe. Integrar no significa asimilar, sino compartir el tipo de vida de su nueva patria, mientras sigue siendo, como persona, portador de su propia vivencia biográfica. De esta manera, el migrante puede presentarse y ser reconocido como una oportunidad para enriquecer al pueblo que lo integra. Es tarea de la autoridad pública proteger a los migrantes y regular los flujos migratorios con la virtud de la prudencia, así como promover la acogida de modo que las poblaciones locales estén capacitadas y alentadas para participar conscientemente en el proceso de integración de los migrantes que reciben.
También la cuestión migratoria, que es un dato permanente de la historia humana, reaviva la reflexión sobre la naturaleza del Estado nación. Todas las naciones son fruto de la integración de oleadas sucesivas de personas o grupos de migrantes y tienden a ser imágenes de la diversidad de la humanidad, aunque estén unidas por valores, recursos culturales comunes y sanas costumbres. Un Estado que suscitase los sentimientos nacionalistas de su pueblo contra otras naciones o grupos de personas fracasaría en su misión. Sabemos por la historia donde conducen desvíos similares, pienso en la Europa del siglo pasado.
El Estado nacional no puede considerarse como un absoluto, como una isla con respecto al contexto circundante. En la actual situación de globalización no solo de la economía, sino también de los intercambios tecnológicos y culturales, el Estado nacional ya no es capaz de procurar por sí solo el bien común de sus poblaciones. El bien común se ha vuelto mundial y las naciones deben asociarse para su propio beneficio. Cuando se identifica claramente un bien común supranacional es necesario contar con la oportuna autoridad, legal y concordantemente constituida, capaz de facilitar su implementación. Pensemos en los grandes desafíos contemporáneos del cambio climático, de las nuevas formas de esclavitud y de la paz.
Mientras que, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, se debe reconocer a las naciones la facultad de actuar en lo que puedan lograr, por otra parte, los grupos de naciones vecinas, como ya es el caso, pueden fortalecer su cooperación atribuyendo el ejercicio de determinadas funciones y servicios a las instituciones intergubernamentales que gestionen sus intereses comunes. Cabe esperar que, por ejemplo, en Europa no se pierda la conciencia de los beneficios que ofrece este camino de acercamiento y armonía entre los pueblos emprendido después de la Segunda Guerra Mundial. En América Latina, en cambio, Simón Bolívar instó a los líderes de su tiempo a forjar el sueño de una Gran Patria, que sepa y pueda acoger, respetar, abrazar y desarrollar la riqueza de cada pueblo. Esta visión cooperativa entre las naciones puede mover la historia relanzando el multilateralismo, que se opone tanto a los nuevos enfoques nacionalistas como a una política hegemónica.
La humanidad evitaría así la amenaza del recurso a los conflictos armados cada vez que surja una disputa entre los Estados nacionales, además de esquivar el peligro de la colonización económica e ideológica de las superpotencias, evitando la opresión de los más fuertes sobre los más débiles, prestando atención a la dimensión global sin perder de vista la dimensión local, nacional y regional. Frente al diseño de una globalización imaginada como "esférica", que nivela las diferencias y sofoca la localización, es fácil que resurjan sea los nacionalismos que los imperialismos hegemónicos. Para que la globalización sea beneficiosa para todos, debemos pensar en implementar una forma "multifacética", apoyando una saludable lucha para el reconocimiento mutuo entre la identidad colectiva de cada pueblo y la nación y la globalización en sí misma, según el principio de que el todo viene antes que las partes, para llegar a un estado general de paz y concordia.
Las instancias multilaterales se han creado con la esperanza de poder reemplazar la lógica de la venganza, la lógica del dominio, de la opresión y del conflicto con la del diálogo, la de la mediación, la del compromiso, la de la concordia y de la conciencia de pertenecer a la misma humanidad en la casa común. Ciertamente, estos organismos deben garantizar que los Estados estén efectivamente representados, con iguales derechos y deberes, para evitar la creciente hegemonía de poderes y grupos de interés que imponen sus propias visiones e ideas, así como nuevas formas de colonización ideológica, a menudo irrespetuosa de la identidad, de los usos y costumbres, de la dignidad y la sensibilidad de los pueblos interesados. El surgimiento de estas tendencias está debilitando el sistema multilateral, con el resultado de una falta de credibilidad en la política internacional y una progresiva marginación de los miembros más vulnerables de la familia de naciones.
Os animo a perseverar en la búsqueda de procesos adecuados para superar lo que divide a las naciones y a proponer nuevos caminos de cooperación, especialmente con respecto a los nuevos desafíos del cambio climático y de las nuevas esclavitudes, así como de ese excelso bien social que es la paz. Desafortunadamente, hoy la época del desarme nuclear multilateral parece obsoleta y no mueve ya la conciencia política de las naciones que poseen armas atómicas. Al contrario, parece abrirse una nueva época de confrontación nuclear inquietante, porque borra el progreso del pasado reciente y multiplica el riesgo de guerras, también a causa del posible mal funcionamiento de tecnologías altamente avanzadas pero siempre sujetas a los imponderables naturales y humanos. Si ahora, no solo en la Tierra sino también en el espacio, se colocarán armas nucleares ofensivas y defensivas, la llamada nueva frontera tecnológica habrá elevado y no reducido el peligro de un holocausto nuclear.
Por eso, el Estado está llamado a una mayor responsabilidad. Si bien manteniendo las características de independencia y soberanía y continuando a perseguir el bien de su población, hoy su tarea es participar en la construcción del bien común de la humanidad, un elemento necesario y esencial para el equilibrio mundial. Este bien común universal, a su vez, debe adquirir una valencia jurídica más pronunciada a nivel internacional. Ciertamente no pienso en un universalismo o un internacionalismo genérico que descuide la identidad de los pueblos: ésta, de hecho, siempre debe valorizarse como una contribución única e indispensable al diseño armónico más amplio.
Queridos amigos, como habitantes de nuestro tiempo, cristianos y académicos de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, os pido que colaboréis conmigo en la difusión de esta conciencia de una renovada solidaridad internacional con respeto por la dignidad humana, el bien común, el respeto por el planeta y el supremo bien de la paz.
Os bendigo a todos, bendigo vuestro trabajo y vuestras iniciativas. Os acompaño con mi oración, y también vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.