Queridos hermanos, buenos días.
Os doy la bienvenida a este encuentro que concluye vuestra peregrinación a Roma, organizado por las Congregaciones para los Obispos y para las Iglesias Orientales. Agradezco al cardenal Ouellet y al cardenal Sandri su esfuerzo en la organización de estos días.
Juntos, como nuevos miembros del Colegio Episcopal, habéis bajado hace poco a la tumba de Pedro, el "trofeo" de la Iglesia de Roma. Allí habéis confesado la misma fe que el Apóstol. No es una teoría o un compendio de doctrinas, sino una persona, Jesús. Su rostro nos acerca a la mirada de Dios. Nuestro mundo busca, incluso inconscientemente, esta cercanía divina. Él es el mediador. Sin esta cercanía de amor, el fundamento de la realidad se tambalea; la Iglesia misma se extravía cuando pierde la ternura vivificadora del Buen Pastor. Aquí habéis confiado vuestras Iglesias, por ellas habéis repetido con Jesús: «cuerpo ofrecido y sangre derramada por vosotros». No conocemos otra fuerza que esta, el poder del Buen Pastor, el poder de dar la vida, de acercar al Amor a través del amor. Esta es nuestra misión: ser para la Iglesia y para el mundo los "sacramentos" de la cercanía de Dios. Por eso quisiera deciros algo sobre la cercanía, que es esencial para todo ministro de Dios y especialmente para los obispos. Cercanía a Dios y cercanía a su pueblo.
La cercanía a Dios es la fuente del ministerio del obispo. Dios nos ama, se hizo más cercano de lo que hubiéramos podido imaginar, tomó nuestra carne para salvarnos. Este anuncio es el corazón de la fe; debe preceder y animar todas nuestras iniciativas. Existimos para hacer palpable esta cercanía. Pero no se puede comunicar la cercanía de Dios sin tener experiencia de ella, sin experimentarla cada día, sin dejarse contagiar por su ternura. Cada día, sin ahorrar tiempo, debemos estar frente a Jesús, llevarle las personas, las situaciones, como canales siempre abiertos entre él y nuestro pueblo. A través de la oración le damos al Señor la ciudadanía dondequiera que vivamos. Sintámonos, como san Pablo, tejedores de tiendas (cf. Hch 18, 3): apóstoles que permiten al Señor habitar en medio de su pueblo (cf. Jn 1, 14).
Sin esta confianza personal, sin esta intimidad cultivada cada día en la oración, incluso y sobre todo en las horas de desolación y aridez, el núcleo de nuestra misión episcopal se desmorona. Sin la cercanía al Sembrador, el esfuerzo de sembrar la semilla sin saber el momento de la cosecha nos parecerá insatisfactorio. Sin el Sembrador, será difícil acompañar con paciente confianza la lentitud de la maduración. Sin Jesús, llega la desconfianza de que Él no llevará a cabo su obra; sin Él, tarde o temprano, uno se desliza en la melancolía pesimista de los que dicen: "todo va mal". ¡Es muy feo escuchar a un obispo que diga eso! Sólo estando con Jesús estamos preservados de la presunción pelagiana de que el bien se deriva de nuestra habilidad. Sólo estando con Jesús llega a nuestros corazones la paz profunda que nuestros hermanos y hermanas buscan de nosotros.
Y de la cercanía a Dios a la cercanía a su pueblo. Estando cerca del Dios de la proximidad, crecemos en la conciencia de que nuestra identidad consiste en hacernos cercanos. No es una obligación externa, sino una exigencia interna de la lógica del don. «Este es mi Cuerpo ofrecido por vosotros», decimos en el momento más alto de la ofrenda eucarística por nuestro pueblo. Nuestra vida brota de aquí y nos lleva a convertirnos en panes partidos para la vida del mundo. Por lo tanto, la cercanía a las personas que nos han sido confiadas no es una estrategia oportunista, sino nuestra condición esencial. Jesús ama acercarse a sus hermanos y hermanas a través de nosotros, a través de nuestras manos abiertas que acarician y consuelan; a través de nuestras palabras, pronunciadas para ungir al mundo de Evangelio y no de nosotros mismos; a través de nuestro corazón, cuando está cargado de la angustia y las alegrías de nuestros hermanos y hermanas. Incluso en nuestra pobreza, depende de nosotros que nadie perciba a Dios como algo lejano, que nadie tome a Dios como excusa para levantar muros, derribar puentes y sembrar odio. También es feo cuando un obispo derriba puentes, siembra odio o desconfianza, hace de contra-obispo. Tenemos que proclamar con nuestra vida una medida de vida diferente a la del mundo: la medida de un amor sin medida, que no mira a su propia utilidad y a sus propios intereses, sino al horizonte ilimitado de la misericordia de Dios.
La cercanía del obispo no es retórica. No está hecho de proclamaciones autorreferenciales, sino de disponibilidad real. Dios nos sorprende y a menudo le gusta trastocar nuestra agenda: preparaos para esto sin temor. La cercanía conoce verbos concretos, los del buen Samaritano: ver, es decir, no mirar para otro lado, no hacer como si no pasara nada, no dejar a la gente esperando y no esconder los problemas bajo la alfombra. Después, acercarse, estar en contacto con la gente, dedicarles más tiempo que al escritorio, no temer el contacto con la realidad, para conocerla y abrazarla. Y luego, vendar las heridas, hacerse cargo, cuidar, entregarse (cf. Lc 10, 29-37). Cada uno de estos verbos de cercanía es un hito en el camino de un obispo con su pueblo. Cada uno pide involucrarse y ensuciarse las manos. Estar cerca del pueblo de Dios es identificarse con él, compartir sus penas, no despreciar sus esperanzas. Estar cerca de la gente es tener confianza en que la gracia que Dios derrama fielmente sobre vosotros, y de la que somos canales incluso a través de las cruces que cargamos, es mayor que el fango del que tenemos miedo. Por favor, no dejéis que los temores sobre los riesgos del ministerio prevalezcan, retrayéndoos en vosotros mismos y manteniendo las distancias. Que vuestra Iglesias marquen vuestra identidad, porque Dios ha unido los destinos pronunciando vuestro nombre con el de ellas.
El termómetro de la cercanía es la atención a los últimos, a los pobres, que ya es un anuncio del Reino. Lo será también vuestra sobriedad, en un tiempo en que en muchas partes del mundo todo se reduce a los medios de satisfacer las necesidades secundarias, que ahogan y esclerotizan el corazón. Llevar una vida sencilla es dar testimonio de que Jesús es suficiente para nosotros y de que el tesoro del que queremos rodearnos está constituido más bien por aquellos que, en su pobreza, nos lo recuerdan y lo representan: no pobres abstractos, datos y categorías sociales, sino personas concretas, cuya dignidad nos es confiada como padres. Padres de personas concretas; o sea paternidad, capacidad de ver, concreción, capacidad de acariciar, capacidad de llorar.
Parece que hoy en día hay estetoscopios que pueden oír un corazón a una distancia de un metro. Necesitamos obispos capaces de escuchar el latido de sus comunidades y de sus sacerdotes, incluso a distancia: sentir el latido. Pastores que no se contentan con presencias formales, reuniones de agendas o diálogos de circunstancias. A mí me vienen en mente pastores que se preocupan tanto de sí mismos que parecen agua destilada, que no sabe a nada. Apóstoles de la escucha, que también saben prestar oído a lo que no es agradable oír. Por favor, no os rodeéis de lacayos y yes men… los sacerdotes "trepas" que buscan siempre algo. no, por favor. No anheléis que os confirmen aquellos a quienes debéis confirmar. Hay muchas formas de cercanía a vuestras Iglesias. En particular, quisiera alentar las visitas pastorales regulares: visitar con frecuencia, encontrarse con la gente y con los pastores; visitar siguiendo el ejemplo de Nuestra Señora, que no perdió el tiempo y se levantó para ir rápidamente a ver a su prima. La Madre de Dios nos muestra que visitar es acercar a Aquel que nos hace sobresaltarnos de alegría, es llevar el consuelo del Señor que hace grandes cosas entre los humildes de su pueblo (cf. Lc 1, 39 ss.).
Finalmente, os pido una vez más que reservéis la cercanía más grande a vuestros sacerdotes: el sacerdote es el prójimo más próximo del obispo. Amar al prójimo más próximo. Os pido que los abracéis, dadles las gracias y animadlos en mi nombre. Ellos también están expuestos a la intemperie de un mundo que, aunque cansado de las tinieblas, no escatima la hostilidad a la luz. Necesitan ser amados, seguidos, animados: Dios no quiere medias tintas de ellos, sino un sí total. En aguas poco profundas uno se estanca, pero su vida está hecha para llevarla al mar abierto. Como la vuestra. ¡Ánimo, pues, mis queridos hermanos! Os doy las gracias y os bendigo. Por favor acordaos de rezar todos los días por mí también. Gracias.