Queridos hermanos y hermanas:
Es motivo de alegría y gratitud a Dios poder encontrar aquí en el Campidoglio, en el corazón de Roma, ilustres líderes religiosos, distinguidas Autoridades y numerosos amigos de la paz. Hemos rezado unos por otros por la paz. Saludo al señor Presidente de la República Italiana, honorable Sergio Mattarella. Y me alegra encontrarme de nuevo con mi hermano, Su Santidad el Patriarca Ecuménico Bartolomé. Realmente aprecio que, a pesar de las dificultades del viaje, él y otras personalidades hayan deseado participar en este momento de oración. En el espíritu del encuentro de Asís, convocado por san Juan Pablo II en 1986, la Comunidad de San Egidio celebra anualmente, de ciudad en ciudad, este evento de oración y diálogo por la paz entre creyentes de diversas religiones.
En esa visión de paz había una semilla profética que, paso a paso, gracias a Dios ha ido madurando con encuentros inéditos, acciones de pacificación y nuevas ideas de fraternidad. De hecho, mirando hacia atrás, aunque lamentablemente nos encontramos en los últimos años con acontecimientos dolorosos, como conflictos, terrorismo o radicalismo, a veces en nombre de la religión, debemos reconocer los pasos fructuosos en el diálogo entre las religiones. Es un signo de esperanza que nos anima a trabajar juntos como hermanos:como hermanos. Así hemos llegado al importante Documento sobre la Fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, que firmé con el Gran Imán de al-Azhar, Ahmed al-Tayyeb, en el año 2019.
De hecho, «el mandamiento de la paz está inscrito en lo profundo de las tradiciones religiosas» (Carta enc. Fratelli tutti, 284). Los creyentes han entendido que la diversidad de religiones no justifica la indiferencia o la enemistad. En efecto, partiendo de la fe religiosa, uno puede convertirse en artesano de la paz y no en espectador inerte del mal de la guerra y del odio. Las religiones están al servicio de la paz y la fraternidad. Por eso, el presente encuentro también impulsa a los líderes religiosos y a todos los creyentes a rezar con insistencia por la paz, a no resignarse nunca a la guerra, a actuar con la fuerza apacible de la fe para poner fin a los conflictos.
¡Necesitamos la paz! ¡Más paz! «No podemos permanecer indiferentes. Hoy el mundo tiene una ardiente sed de paz. En muchos países se sufre por las guerras, con frecuencia olvidadas, pero que son siempre causa de sufrimiento y de pobreza» (Discurso en la Jornada Mundial de Oración por la Paz, Asís, 20.IX.16). El mundo, la política, la opinión pública corren el riesgo de acostumbrarse al mal de la guerra, como compañero natural en la historia de los pueblos. «No nos quedemos en discusiones teóricas, tomemos contacto con las heridas, toquemos la carne de los perjudicados. […] Prestemos atención a los prófugos, a los que sufrieron radiación atómica y los ataques químicos, a las mujeres que perdieron sus hijos, a los niños mutilados o privados de su infancia» (Fratelli tutti, 261). En la actualidad, los dolores de la guerra también se ven agravados por la pandemia del coronavirus y la imposibilidad, en muchos países, de acceder a los tratamientos necesarios.
Mientras tanto, los conflictos continúan, y con ellos el dolor y la muerte. Poner fin a la guerra es el deber impostergable de todos los líderes políticos ante Dios. La paz es la prioridad de cualquier política. Dios le pedirá cuentas a quienes no han buscado la paz o han fomentado las tensiones y los conflictos durante tantos días, meses y años de guerra que han pasado y que han golpeado a los pueblos.
La palabra del Señor Jesús se impone por su sabiduría profunda: «Envaina la espada –Él dice–: que todos los que empuñan espada, a espada morirán» (Mt 26, 52). Aquellos que acometen con la espada, quizás creyendo que resolverán rápidamente situaciones difíciles, experimentarán la muerte que viene de la espada sobre sí mismos, sobre sus seres queridos, sobre sus países. «¡Basta!» (Lc 22, 38), dice Jesús cuando los discípulos le mostraron dos espadas, antes de la Pasión. «¡Basta!»: es una respuesta inequívoca a toda violencia. Ese «¡basta!» de Jesús supera los siglos y llega con su fuerza hasta nosotros hoy: ¡basta de espadas, de armas, de violencia, de guerra!
San Pablo VI repitió este llamamiento a las Naciones Unidas en 1965, afirmando: «¡Nunca jamás guerra!». Esta es la súplica de todos nosotros, hombres y mujeres de buena voluntad. Es el sueño de todos los artesanos y buscadores de la paz, conscientes de que «toda guerra deja al mundo peor que como lo había encontrado» (Fratelli tutti, 261).
¿Cómo salir de conflictos estancados y gangrenosos? ¿Cómo desatar los nudos enredados de tantas luchas armadas? ¿Cómo prevenir conflictos? ¿Cómo pacificar a los señores de la guerra o a los que confían en la fuerza de las armas? Ningún pueblo, ningún grupo social puede por sí solo lograr la paz, el bien, la seguridad y la felicidad. Ninguno. La lección de la reciente pandemia, si deseamos ser honestos, es «la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos. Recordamos que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos» (Fratelli tutti, 32).
La fraternidad, que nace de la conciencia de ser una sola humanidad, debe penetrar en la vida de los pueblos, en las comunidades, entre los gobernantes, en los foros internacionales. De esta manera, aumentará la conciencia de que sólo podemos salvarnos juntos encontrándonos, tratándonos, evitando las peleas, reconciliándonos, moderando el lenguaje de la política y de la propaganda, desarrollando caminos concretos para la paz (cf. Fratelli tutti, 231).
Estamos juntos esta tarde, como personas de diferentes tradiciones religiosas, para comunicar un mensaje de paz. Esto muestra claramente que las religiones no quieren la guerra, al contrario, desenmascaran a quienes sacralizan la violencia, piden a todos que recen por la reconciliación y que actúen para que la fraternidad abra nuevos caminos de esperanza. De hecho, con la ayuda de Dios, es posible construir un mundo de paz y así, hermanos y hermanas, salvarnos juntos. Muchas gracias.
Congregados en Roma en el «espíritu de Asís», espiritualmente unidos a los creyentes de todo el mundo y a las mujeres y a los hombres de buena voluntad, hemos rezado todos juntos para implorar el don de la paz en nuestra tierra. Hemos recordado las heridas de la humanidad, tenemos en el corazón la oración silenciosa de tantas personas que sufren, frecuentemente sin nombre y sin voz. Por esto nos comprometemos a vivir y a proponer solemnemente a los responsables de los Estados y a los ciudadanos del mundo este llamamiento a la paz.
En esta plaza del Campidoglio, poco después del mayor conflicto bélico que la historia recuerde, las naciones que se habían enfrentado estipularon un pacto, fundado sobre un sueño de unidad, que posteriormente se llevó a cabo: la Europa unida. Hoy, en este tiempo de desorientación, golpeados por las consecuencias de la pandemia de Covid-19, que amenaza la paz aumentando las desigualdades y los miedos, decimos con fuerza: nadie puede salvarse solo, ningún pueblo, nadie.
Las guerras y la paz, las pandemias y el cuidado de la salud, el hambre y el acceso al alimento, el calentamiento global y la sostenibilidad del desarrollo, los desplazamientos de las poblaciones, la eliminación del peligro nuclear y la reducción de las desigualdades no afectan únicamente a cada nación. Lo entendemos mejor hoy, en un mundo lleno de conexiones, pero que frecuentemente pierde el sentido de la fraternidad. Somos hermanas y hermanos, ¡todos! Recemos al Altísimo que, después de este tiempo de prueba, no haya más un "los otros", sino un gran "nosotros" rico de diversidad. Es tiempo de soñar de nuevo, con valentía, que la paz es posible, que la paz es necesaria, que un mundo sin guerras no es una utopía. Por eso queremos decir una vez más: «¡Nunca más la guerra!».
Desgraciadamente, la guerra ha vuelto a parecerle a muchos un camino posible para la solución de las controversias internacionales. No es así. Antes de que sea demasiado tarde, queremos recordar a todos que la guerra deja siempre el mundo peor de como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad.
Requerimos a los gobernantes que rechacen el lenguaje de la división, que está sostenida frecuentemente por sentimientos de miedo y de desconfianza, y para que no se emprendan caminos de vuelta atrás. Miremos juntos a las víctimas. Hay muchos, demasiados conflictos todavía abiertos.
A los responsables de los Estados les decimos: trabajemos juntos por una nueva arquitectura de la paz. Unamos las fuerzas por la vida, la salud, la educación y la paz. Ha llegado el momento de utilizar los recursos empleados en producir armas cada vez más destructivas, promotoras de muerte, para elegir la vida, curar la humanidad y nuestra casa común. ¡No perdamos el tiempo! Comencemos por objetivos alcanzables: unamos desde hoy los esfuerzos para contener la difusión del virus hasta que tengamos una vacuna que sea idónea e accesible a todos. Esta pandemia nos está recordando que somos hermanas y hermanos de sangre.
A todos los creyentes, a las mujeres y a los hombres de buena voluntad, les decimos: seamos con creatividad artesanos de la paz, construyamos amistad social, hagamos nuestra la cultura del diálogo. El diálogo leal, perseverante y valiente es el antídoto contra la desconfianza, la división y la violencia. El diálogo disuelve desde la raíz las razones de las guerras, que destruyen el proyecto de fraternidad inscrito en la vocación de la familia humana.
Nadie puede sentirse que debe lavarse las manos. Somos todos corresponsables. Todos necesitamos perdonar y ser perdonados. Las injusticias del mundo y de la historia se sanan no con el odio y la venganza, sino con el diálogo y el perdón.
Que Dios inspire estos ideales en todos nosotros y este camino que hacemos juntos, plasmando los corazones de cada uno y haciéndonos mensajeros de paz.
Roma, Campidoglio, 20 de octubre de 2020.